por Cecilia Spina
Quien me pasó la información sobre tal pueblo, me prohibió que yo la diera a otros. Por eso me abstengo de ubicarlo en el mapa. Más aún, después de visitarlo, me aconsejó prudencia en el comentario sobre lo visto y oído. Luego lo que aquí cuento es sólo una parte, lo que a mi concierne. Guardo en reserva lo otro.
Llegué a Los Payés en la caja de un camión, junto con fardos de alfalfa y bolsas de maíz y azúcar, a la hora del relevo de ropas en el pueblo. Por esa razón no había nadie en las calles. Parecía un pueblo fantasma.
La hora del relevo de ropas. Sí; todos los vecinos de tal aldea, al crepúsculo, mudan sus ropas blancas por ropas azules muy oscuras. Se trata de un rito de acompañamiento al devenir circular de la luz y de las sombras. Tanto un vestido como otro, llevan en su trama el paso de finas hebras doradas. Es curioso observar el relumbre de aquellos hilos por efecto del sol o por la claridad de la luna y las estrellas. Niños, jóvenes y ancianos son entonces, blancos o azules.
Las calles de tierra miden cuatro varas. Y este número y esta medida tienen sin duda una significación secreta. Los frentes de las viviendas se suceden a lo largo de un tapial a todo lo extendido de la cuadra, interrumpido muy asimétricamente por vanos de puertas y ventanas. La forma de reconocer la individualidad de cada casa es el color de su fachada. El conjunto despliega un abanico complejo de matices sutiles entre el verde y el rojo. Simulan una sucesión de hojas de liquidámbar promediando el otoño. Variaciones minúsculas en la tonalidad. Jamás dos iguales.