En el compartimento, junto
al soldado de infantería Tomagra, se sentó una señora alta y opulenta. A juzgar
por el vestido y el velo, debía de ser una viuda de provincias: el vestido era
de seda negra, apropiado para un largo luto, pero con guarniciones y adornos
inútiles, y el velo que caía del ala de un sombrero pesado y anticuado le envolvía
la cara. Había otros lugares libres en el compartimento, observó el infante
Tomagra; y pensó que la viuda elegiría uno de ellos; en cambio, a pesar de su
áspera cercanía de soldado, se sentó justo allí, seguramente por alguna razón
de comodidad, se apresuró a pensar el infante Tomagra, una cuestión de
corrientes de aire o de dirección de la marcha.
Tomagra, joven soldado de
infantería en su primer permiso (era Pascua), se encogió en el asiento no fuera
a ser que la señora, tan alta y opulenta, no cupiese; y se encontró
inmediatamente envuelto en su perfume, un perfume conocido y quizás ordinario
pero ya amalgamado, por una larga costumbre, a los olores naturales del cuerpo.
La señora se había sentado con compostura, revelando, allí a su lado, proporciones menos majestuosas de lo que le habían parecido al verla de pie. Las manos, rollizas y con oscuros anillos que le apretaban los dedos, las tenía cruzadas sobre el regazo, encima de un bolso reluciente y de una chaqueta que se había quitado descubriendo brazos redondos y claros. Tomagra, al hacer ella ese gesto, se había apartado como para permitir un amplio despliegue de brazos, pero la señora permaneció casi inmóvil, quitándose las mangas con breves movimientos de los hombros y del torso.
El asiento del tren era pues bastante cómodo para dos y Tomagra podía sentir la extrema cercanía de la señora sin el temor de ofenderla con su contacto.
La señora se había sentado con compostura, revelando, allí a su lado, proporciones menos majestuosas de lo que le habían parecido al verla de pie. Las manos, rollizas y con oscuros anillos que le apretaban los dedos, las tenía cruzadas sobre el regazo, encima de un bolso reluciente y de una chaqueta que se había quitado descubriendo brazos redondos y claros. Tomagra, al hacer ella ese gesto, se había apartado como para permitir un amplio despliegue de brazos, pero la señora permaneció casi inmóvil, quitándose las mangas con breves movimientos de los hombros y del torso.
El asiento del tren era pues bastante cómodo para dos y Tomagra podía sentir la extrema cercanía de la señora sin el temor de ofenderla con su contacto.