Iván invitó a ir al río. Éramos cuatro con su hijo menor Santi y mi hija Lola. El lugar, lo de menos, cualquiera estaría bien para mitigar el calor infernal que ahogaba la ciudad. Dijo que me iba a sorprender. Preparé la canasta del mate y la heladerita con gaseosas; a los sándwiches los compraríamos de paso. Con las reposeras en el baúl, baldes y palitas para los chicos iniciamos el viaje.
La Avenida Vélez Sársfield, un páramo. Al llegar a la rotonda de Las Flores sentí un pinchazo en el brazo izquierdo, arriba del codo, como una picadura. Ningún insecto a la vista, Iván opinó que podía ser un nervio. Enseguida pasó. Cuando advertí que no tomábamos el camino a Alta Gracia sino el que va a Despeñaderos, calculé que hacía más de dos años que no iba por ahí. Unos kilómetros más adelante, los campos sembrados y las torres de alta tensión me resultaron extremadamente familiares, como marcados, únicos.
- Mejor vamos a otra parte - solté.
Iván me miró, Lola cantaba en voz baja, Santi dormía. Me enredé en una confusa explicación de la que salí argumentando que el río de Alta Gracia tría mucha agua y que no alargaríamos si doblábamos más adelante, en la ruta que comunica los dos caminos.
- Sí, el Cruce. Mirá que en Despeñaderos hay playitas de arena y un lindo espacio verde con mesas y bancos de hormigón, pero si querés.
Me sobrepuse, acepté seguir.
En el Cruce sentí un pinchazo en la pantorrilla. Me llevé la mano a la pierna y casi grité que tuviera cuidado, siempre hay accidentes en ese lugar. Iván se rio y entonó un cantito medio odioso: estás nerviosa, estás nerviosa. Le pellizqué la nuca.
Después comenzaron los mojones que van marcando los kilómetros en forma decreciente. El 767, pensé.