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22 nov 2016

BOSNIA EN LA ALMOHADA, de Alejandra Laurencich

Ella me está hablando. La tengo cerca, siento su olor a cigarrillo. Pregunta algo y se queda mirándome. Pero no me da tiempo a responder y sigue. Casi no escucho lo que dice. Veo sus ojos enormes, fijos en los míos. Dos lagos verdes en un día ventoso. Lagos encrespados. Pensar que cuando era bebé y hasta más o menos el año parecía que esos ojos serían siempre celestes. Hasta una canción de cuna que yo le había inventado sobre la música de Run run se fue p’al norte los nombraba así: Ay qué linda que es mi Jazmincito, con sus ojos celestitos. Rubia y de ojos celestes decían en la clínica. Quién es la mamá de la muñequita. A veces, a la noche, recuerdo esa nana y me digo: qué ocurrencia, usar ese tema de Violeta Parra para cantarle a un bebé. Y pienso sobre qué otras canciones podría haber inventado la nana. A la noche siempre pienso cosas sin sentido. Quiero decir, cosas que no sirven para nada. En vez de ocuparme de pensar a quién puedo pedirle plata para pagar el alquiler o cómo decirle a Zelma que por ahora voy a prescindir de su ayuda, hasta que mejore la cosa o un menú práctico y económico para la semana o así; imagino pavadas. Anoche por ejemplo, imaginé que venía un tsunami y arrasaba con todo. Sé perfectamente que no vivimos en zona volcánica. Que a esta ciudad a lo sumo puede llegar una sudestada. Y eso en invierno, cuando hay viento del este. Pero anoche imaginé que venía un tsunami. Y me vi aferrada a un poste de la luz bajo el agua haciendo fuerza para no soltarme porque con la otra mano apretaba el brazo de ella. La había podido ver bajo el agua barrosa, el pelo rubio ondulando como el de una sirena. Se la llevaba la corriente. Manoteé en el agua hasta encontrar su brazo y grité: ¡Te tengo, hijita, te tengo! Y de a poco la fui acercando, había que hacer mucha fuerza porque el agua embestía cada tanto y ella ya es grande¡ y alta, no como yo. Me temblaba el cuerpo y el de ella también temblaba y finalmente pude abrazarla contra mí; y como un mono con su cría subí por el poste de luz hasta que vi el cielo y saqué la cabeza del agua y ella dio una bocanada grande de aire. Y nos quedamos así, las dos, hasta que todo pasó. Nos habíamos salvado.


14 nov 2016

NOCHE MÁGICA, de Isabel Nieto Grando

El calor se tornaba insoportable. Dormíamos en el patio, la bóveda celeste con sus lumbres parecía derrumbarse sobre nuestros ojos, ante esa inmensidad sin dimensiones.
A escasa distancia, el canal con su arrullo acunaba los sueños. Me levantaba de madrugada a ver la luna que dormía en la arena debajo del agua, la quería para mí. Luego me dormía y regresaba de mañana y ella, ya no estaba.

8 nov 2016

LA FELICIDAD CLANDESTINA, de Clarice Lispector

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuera suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un papá dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos; incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad en donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísimas palabras como “fecha natalicia” y “recuerdos”.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía de odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico.