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27 ago 2018

MUJERES DE OJOS GRANDES, de Ángeles Mastretta

Tía Jose Rivadeneira tuvo una hija con los ojos grandes como dos lunas, como un deseo. Apenas colocada en su abrazo, todavía húmeda y vacilante, la niña mostró los ojos y algo en las alas de sus labios que parecía pregunta. -¿Qué quieres saber? -le dijo la tía Jose jugando a que entendía ese gesto. Como todas las madres, tía Jose pensó que no había en la historia del mundo una creatura tan hermosa como la suya. La deslumbraban el color de su piel, el tamaño de sus pestañas y la placidez con que dormía. Temblaba de orgullo imaginando lo que haría con la sangre y las quimeras que latían en su cuerpo. Se dedicó a contemplarla con altivez y regocijo durante más de tres semanas. Entonces la inexpugnable vida hizo caer sobre la niña una enfermedad que en cinco horas convirtió su extraordinaria viveza en un sueño extenuado y remoto que parecía llevársela de regreso a la muerte. Cuando todos sus talentos curativos no lograron mejoría alguna, tía Jose, pálida de terror, la cargó hasta el hospital. Ahí se la quitaron de los brazos y una docena de médicos y enfermeras empezaron a moverse agitados y confundidos en torno a la niña. Tía Jose la vio irse tras una puerta que le prohibía la entrada y se dejó caer al suelo incapaz de cargar consigo misma y con aquel dolor como un acantilado. Ahí la encontró su marido que era un hombre sensato y prudente como los hombres acostumbran fingir que son. Le ayudó a levantarse 109 y la regañó por su falta de cordura y esperanza. Su marido confiaba en la ciencia médica y hablaba de ella como otros hablan de Dios. Por eso lo turbaba la insensatez en que se había colocado su mujer, incapaz de hacer otra cosa que llorar y maldecir al destino. Aislaron a la niña en una sala de terapia intensiva. Un lugar blanco y limpio al que las madres sólo podían entrar media hora diaria. Entonces se llenaba de oraciones y ruegos.

20 ago 2018

ÁNGELES, de Espido Freire

Apostados cada uno en una esquina de la cama le veían cada noche rezar y dormir. Una vez quisieron mostrarse. El niño rompió a gritar y su madre trató de convencer le de que los monstruos no existían. Ellos bajaron la cabeza, avergonzados, y ocultaron su fealdad tras sus alas.

Que lo disfruten y feliz día del niño...

Carmen


Ángeles

Espido Freire (Bilbao, 1974)

Por favor, sea breve 2 (Páginas de espuma, 2009)

12 ago 2018

CAPITÁN LUISO FERRAUTO y LOS AMANTES, de Juan Rodolfo Wilcock

                                                                                               CAPITÁN LUISO FERRAUTO

Una vez al año, en primavera, el capitán Luiso Ferrauto cambia de piel; de la piel vieja emerge lustroso y rosado como un recién nacido, pero al cabo de unas horas la piel nueva recobra su color normal, que es aceitunado, y también el pelo, que se ha desprendido junto con la piel del cráneo, vuelve a crecer rápidamente, como corresponde a un oficial de la Seguridad Pública. Su mujer, unida a él por un amor inusitado en estos tiempos, suele guardar estas pieles usadas de su marido y rellenarlas de goma espuma color carne, para hacer así un muñeco bastante presentable, bien cosido y armado, con su uniforme puesto. Ya tiene unos quince, en el garaje: todos oficiales de policía, tan parecidos a su marido que da gusto verlos a todos juntos, tan dignos, tan rectos, tan inalcanzables por la corrupción. La señora hizo instalar un equipo estéreo en el garaje y cuando el capitán está de servicio fuera de casa, la mujer baja para hacerles oír a sus ex-maridos las mejores páginas de la lírica mundial. Absortos, como embelesados, los quince policías escuchan inmóviles la muerte de Desdémona, el merecido asesinato de Scarpia, la disputa fatal entre Carmen y Don José, delitos todos que exigen el arresto inmediato del culpable, hechos de sangre y de violencia como tantas veces han visto a lo largo de su carrera.