Tía Jose Rivadeneira tuvo una hija con los
ojos grandes como dos lunas, como un deseo. Apenas colocada en su abrazo,
todavía húmeda y vacilante, la niña mostró los ojos y algo en las alas de sus
labios que parecía pregunta. -¿Qué quieres saber? -le dijo la tía Jose jugando
a que entendía ese gesto. Como todas las madres, tía Jose pensó que no había en
la historia del mundo una creatura tan hermosa como la suya. La deslumbraban el
color de su piel, el tamaño de sus pestañas y la placidez con que dormía.
Temblaba de orgullo imaginando lo que haría con la sangre y las quimeras que latían
en su cuerpo. Se dedicó a contemplarla con altivez y regocijo durante más de
tres semanas. Entonces la inexpugnable vida hizo caer sobre la niña una
enfermedad que en cinco horas convirtió su extraordinaria viveza en un sueño
extenuado y remoto que parecía llevársela de regreso a la muerte. Cuando todos
sus talentos curativos no lograron mejoría alguna, tía Jose, pálida de terror,
la cargó hasta el hospital. Ahí se la quitaron de los brazos y una docena de
médicos y enfermeras empezaron a moverse agitados y confundidos en torno a la
niña. Tía Jose la vio irse tras una puerta que le prohibía la entrada y se dejó
caer al suelo incapaz de cargar consigo misma y con aquel dolor como un
acantilado. Ahí la encontró su marido que era un hombre sensato y prudente como
los hombres acostumbran fingir que son. Le ayudó a levantarse 109 y la regañó
por su falta de cordura y esperanza. Su marido confiaba en la ciencia médica y
hablaba de ella como otros hablan de Dios. Por eso lo turbaba la insensatez en
que se había colocado su mujer, incapaz de hacer otra cosa que llorar y
maldecir al destino. Aislaron a la niña en una sala de terapia intensiva. Un
lugar blanco y limpio al que las madres sólo podían entrar media hora diaria.
Entonces se llenaba de oraciones y ruegos.
Todas las mujeres persignaban el
rostro de sus hijos, les recorrían el cuerpo con estampas y agua bendita,
pedían a todo Dios que los dejara vivos. La tía Jose no conseguía sino llegar
junto a la cuna donde su hija apenas. respiraba para pedirle: "no te
mueras". Después lloraba y lloraba sin secarse los ojos ni moverse hasta
que las enfermeras le avisaban que debía salir. Entonces volvía asentarse en
las bancas cercanas a la puerta, con la cabeza sobre las piernas, sin hambre y
sin voz, rencorosa y arisca, ferviente y desesperada. ¿Que podía hacer? ¿Por
que tenía que vivir su hija? ¿Qué sería bueno ofrecerle a su cuerpo pequeño
lleno de agujas y sondas para que le interesara quedarse en este mundo? ¿Qué
podría decirle para convencerla de que valía la pena hacer el esfuerzo en vez
de morirse? Una mañana, sin saber la causa, iluminada sólo por los fantasmas de
su corazón, se acercó a la niña y empezó a contarle las historias de sus
antepasadas. Quiénes habían sido, qué mujeres tejieron sus vidas con qué hombres
antes de que la boca y el ombligo de su hija se anudaran a ella. De qué estaban
hechas, cuántos trabajos habían pasado, qué penas y jolgorios traía ella como
herencia. Quiénes sembraron con intrepidez y fantasías la vida que le tocaba
prolongar. Durante muchos días recordó, imaginó, inventó. Cada minuto de cada
hora disponible habló sin tregua en el oído de Su hija. Por fin, al atardecer
de un jueves, mientras contaba implacable alguna historia, su hija abrió los
ojos y la miró ávida y desafiante, como sería el resto de su larga existencia.
El marido de tía Jose dio las gracias a los médicos, los médicos dieron gracias
a los adelantos de su ciencia, la tía abrazó a su niña y salió del hospital sin
decir una palabra. Sólo ella sabía a quiénes agradecer la vida de su hija. Sólo
ella supo siempre que ninguna ciencia fue capaz de mover tanto, como la
escondida en los ásperos y sutiles hallazgos de otras mujeres con los ojos
grandes.
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