AÑO 1807
Dicen que se
dice
Que aquesto
pasó
A la niña mala
Que al Diablo
tentó.
Muchos
maliciaron que María de la Cruz estaba “dañada” por haber fornicado con un
infiel, lo cual era dos veces vergonzoso, como apuntara su tía Dolorita, por
ser la joven cristiana y, además, hija de un Bustamante y una Cabrera, que en
Córdoba es prosapia.
Pasado el
tiempo de aquellos sucedidos, cuando las criadas eran ya unas morenas arrugadas
y friolentas que se lo pasaban al lado del fogón contando cuentos de ánimas,
reconocieron que hubo “alardes”, aquellas rarezas con que el Maligno, para que
la gente se vaya anoticiando, anuncia sus perversas intenciones.
Estos alardes
eran hechos que se presentaban, en un principio, sugestivos y a la vez dudosos
de comprender. A saber, se decía que una vez se oyó, en las negruras de la
noche, a alguien moviendo trastos en los fogones y cuando las morenas acudieron
a conjurar al intruso armadas de escobas y crucifijos —por si era un alma en
pena— encontraron cadenas, cerrojos, pasadores y trancas en su sitio... aunque
un humillo maloliente escapaba por el ventanuco.
Una de ellas
soltó un “¡Ayayayyy!” espeluznante, despertando al ama que, imaginando
conductas contra el sexto mandamiento, les dio un susto de ordago al irrumpir
en la cocina con la vara de disciplinar.
En la baraúnda
de las fámulas que mentaban prodigios, la señora — reacia a aceptar pareceres
de esclavas— buscó fundamento a lo sucedido: los ruidos serían de gato o
pericote, únicos que podían escurrirse entre las rejas; el humo vendría del
rescoldo y la hediondez, con el susto... en fin, dejarlo ahí.
Varios días
después, una luz recorrió las habitaciones a las primeras del crepúsculo,
mientras rezaban el rosario, y se escuchó el gemido de algo sobrenatural
arrastrándose por los sótanos. Fue entonces que María de la Cruz cayó hacia
atrás, donde por suerte estaba su ama de cría, una negra enorme llamada
Betsabé, que la recogió en brazos mientras tiraba mandobles y distribuía cruces
conminando a Belcebú a retirarse.
Calló el atroz
lamento y la Niña volvió en sí, encontrándose el ama en la ímproba tarea de
explicar aquello. Salió del paso acusando a la hija de haberse hartado de
brevas calientes, con el agravante de una insolación, ya que la había descubierto,
siestas atrás, volviendo del río, empapada y febril, muda de espanto.
Zamarreada por la madre, María de la Cruz confesó haberse topado, en la Ribera
del Bajo, con el Sombrerudo. La madre puso el grito en el cielo cuando mentó al
duende perverso, ofensor de jovencitas, ladrón de voluntades, pero la
desobediente le aseguró que, salvo el susto, nada hubo que lamentar, pues pudo
escapar a tiempo, ya que tenía el pie en el estribo y una jaculatoria en la
boca.
Poco después,
una de las morenas lloró sus lágrimas, arrodillada por el tiempo de un ángelus
sobre granos de maíz; la hermana del hacendado, señorita rígida como inquisidor
en autos, la había encontrado volteando los retratos de los antepasados en la
sala de honor. Sin embargo, no hubo forma de convencer a la chiquilla de que se
reconociera culpable, pues se empecinó en que, sospechando una travesura del
mozo Agustín (por quien la infeliz penaba) quiso enderezar el entuerto para que
no le diera un soponcio al
patrón.