Un ciego, antiguo amigo
de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De
modo que estaba visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi
mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras
cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría en la estación. Ella no le había
visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en
Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas
magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo no le
conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de
la ceguera me venía de las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio
y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una
cosa que yo esperase con ilusión.
Aquel verano en Seattle ella necesitaba trabajo. No tenía
dinero. El hombre con quien iba a casarse al final del verano estaba en una
escuela de formación de oficiales. Y tampoco tenía dinero. Pero ella estaba
enamorada del tipo, y él estaba enamorado de ella, etc. Vio un anuncio en el
periódico: Se necesita lectora para ciego, y un número de teléfono.
Telefoneó,
se presentó y la contrataron en seguida. Trabajó todo el verano para el ciego.
Le ayudaba a organizar un pequeño despacho en el departamento del servicio
social del condado. Mi mujer y el ciego se hicieron buenos amigos. ¿Que cómo lo
sé? Ella me lo ha contado. Y también otra cosa. En su último día de trabajo, el
ciego le preguntó si podía tocarle la cara. Ella accedió. Me dijo que le pasó
los dedos por toda la cara, la nariz, incluso el cuello. Ella nunca lo olvidó.
Incluso intentó escribir un poema. Siempre estaba intentando escribir poesía.
Escribía un poema o dos al año, sobre todo después de que le ocurriera algo
importante.
Cuando empezamos a salir juntos, me lo enseñó. En el poema,
recordaba sus dedos y el modo en que le recorrieron la cara. Contaba lo que
había sentido en aquellos momentos, lo que le pasó por la cabeza cuando el
ciego le tocó la nariz y los labios. Recuerdo que el poema no me impresionó
mucho. Claro que no se lo dije. Tal vez sea que no entiendo la poesía. Admito
que no es lo primero que se me ocurre coger cuando quiero algo para leer.
En cualquier caso, el hombre que primero disfrutó de sus
favores, el futuro oficial, había sido su amor de la infancia. Así que muy
bien. Estaba diciendo que al final del verano ella permitió que el ciego le
pasara las manos por la cara, luego se despidió de él, se casó con su amor,
etc., ya teniente, y se fue de Seattle. Pero el ciego y ella mantuvieron la
comunicación. Ella hizo el primer contacto al cabo del año o así. Le llamó una
noche por teléfono desde una base de las Fuerzas Aéreas en Alabama. Tenía ganas
de hablar. Hablaron. Él le pidió que le enviara una cinta y le contara cosas de
su vida. Así lo hizo. Le envió la cinta. En ella le contaba al ciego cosas de
su marido y de su vida en común en la base aérea. Le contó al ciego que quería
a su marido, pero que no le gustaba dónde vivían, ni tampoco que él formase
parte del entramado militar e industrial. Contó al ciego que había escrito un
poema que trataba de él. Le dijo que estaba escribiendo un poema sobre la vida
de la mujer de un oficial de las Fuerzas Aéreas. Todavía no lo había terminado.
Aún seguía trabajando en él. El ciego grabó una cinta. Se la envió. Ella grabó
otra. Y así durante años. Al oficial le destinaron a una base y luego a otra.
Ella envió cintas desde Moody ACB, McGuire, McConnell, y finalmente, Travis,
cerca de Sacramento, donde una noche se sintió sola y aislada de las amistades
que iba perdiendo en aquella vida viajera. Creyó que no podría dar un paso más.
Entró en casa y se tragó todas las píldoras y cápsulas que había en el armario
de las medicinas, con ayuda de una botella de ginebra. Luego tomó un baño
caliente y se desmayó.
Pero en vez de morirse, le dieron náuseas. Vomitó. Su oficial
-¿por qué iba a tener nombre? Era el amor de su infancia, ¿qué más quieres?-
llegó a casa, la encontró y llamó a una ambulancia. A su debido tiempo, ella lo
grabó todo y envió la cinta al ciego. A lo largo de los años, iba registrando
toda clase de cosas y enviando cintas a un buen ritmo. Aparte de escribir un
poema al año, creo que ésa era su distracción favorita. En una cinta le decía
al ciego que había decidido separarse del oficial por una temporada. En otra,
le hablaba de divorcio. Ella y yo empezamos a salir, y por supuesto se lo contó
al ciego. Se lo contaba todo. O me lo parecía a mí. Una vez me preguntó si me
gustaría oír la última cinta del ciego. Eso fue hace un año. Hablaba de mí, me
dijo. Así que dije, bueno, la escucharé. Puse unas copas y nos sentamos en el
cuarto de estar. Nos preparamos para escuchar. Primero introdujo la cinta en el
magnetófono y tocó un par de botones. Luego accionó una palanquita. La cinta
chirrió y alguien empezó a hablar con voz sonora. Ella bajó el volumen. Tras
unos minutos de cháchara sin importancia, oí mi nombre en boca de ese
desconocido, del ciego a quien jamás había visto. Y luego esto: “Por todo lo
que me has contado de él, sólo puedo deducir…”. Pero una llamada a la puerta
nos interrumpió, y no volvimos a poner la cinta. Quizá fuese mejor así. Ya
había oído todo lo que quería oír.
Y ahora, ese mismo ciego venía a dormir a mi
casa.
-A lo
mejor puedo llevarle a la bolera -le dije a mi mujer. Estaba junto al
fregadero, cortando patatas para el horno. Dejó el cuchillo y se volvió.
-Si me
quieres -dijo ella-, hazlo por mí. Si no me quieres, no pasa nada. Pero si
tuvieras un amigo, cualquiera que fuese, y viniera a visitarte, yo trataría de
que se sintiera a gusto.
Se secó
las manos con el paño de los platos.
-Yo no
tengo ningún amigo ciego.
-Tú no
tienes ningún amigo. Y punto. Además -dijo-, ¡maldita sea, su mujer acaba de
morirse! ¿No lo entiendes? ¡Ha perdido a su mujer!
No
contesté. Me había hablado un poco de su mujer. Se llamaba Beulah. ¡Beulah! Es
nombre de negra.
-¿Era
negra su mujer? -pregunté.
-¿Estás
loco? -replicó mi mujer-. ¿Te ha dado la vena o algo así?
Cogió una
patata. Vi cómo caía al suelo y luego rodaba bajo el fogón.
-¿Qué te
pasa? ¿Estás borracho?
-Sólo
pregunto -dije.
Entonces
mí mujer empezó a suministrarme más detalles de lo que yo quería saber. Me
serví una copa y me senté a la mesa de la cocina, a escuchar. Partes de la
historia empezaron a encajar.
Beulah
fue a trabajar para el ciego después de que mi mujer se despidiera. Poco más
tarde, Beulah y el ciego se casaron por la iglesia. Fue una boda sencilla
-¿quién iba a ir a una boda así?, sólo los dos, más el ministro y su mujer.
Pero de todos modos fue un matrimonio religioso. Lo que Beulah quería, había
dicho él. Pero es posible que en aquel momento Beulah llevara ya el cáncer en
las glándulas. Tras haber sido inseparables durante ocho años -ésa fue la
palabra que empleó mi mujer, inseparables-, la salud de Beulah empezó a
declinar rápidamente. Murió en una habitación de hospital de Seattle, mientras
el ciego sentado junto a la cama le cogía la mano. Se habían casado, habían vivido
y trabajado juntos, habían dormido juntos -y hecho el amor, claro- y luego el
ciego había tenido que enterrarla. Todo esto sin haber visto ni una sola vez el
aspecto que tenía la dichosa señora. Era algo que yo no llegaba a entender. Al
oírlo, sentí un poco de lástima por el ciego. Y luego me sorprendí pensando qué
vida tan lamentable debió llevar ella. Figúrense una mujer que jamás ha podido
verse a través de los ojos del hombre que ama. Una mujer que se ha pasado día
tras día sin recibir el menor cumplido de su amado. Una mujer cuyo marido jamás
ha leído la expresión de su cara, ya fuera de sufrimiento o de algo mejor. Una
mujer que podía ponerse o no maquillaje, ¿qué más le daba a él? Si se le
antojaba, podía llevar sombra verde en un ojo, un alfiler en la nariz,
pantalones amarillos y zapatos morados, no importa. Para luego morirse, la mano
del ciego sobre la suya, sus ojos ciegos llenos de lágrimas -me lo estoy
imaginando-, con un último pensamiento que tal vez fuera éste: “él nunca ha
sabido cómo soy yo”, en el expreso hacia la tumba. Robert se quedó con una
pequeña póliza de seguros y la mitad de una moneda mejicana de veinte pesos. La
otra mitad se quedó en el ataúd con ella. Patético.
Así que,
cuando llegó el momento, mi mujer fue a la estación a recogerle. Sin nada que
hacer, salvo esperar -claro que de eso me quejaba-, estaba tomando una copa y
viendo la televisión cuando oí parar al coche en el camino de entrada. Sin
dejar la copa, me levanté del sofá y fui a la ventana a echar una mirada.
Vi reír a
mi mujer mientras aparcaba el coche. La vi salir y cerrar la puerta. Seguía
sonriendo. Qué increíble. Rodeó el coche y fue a la puerta por la que el ciego
ya estaba empezando a salir. ¡El ciego, fíjense en esto, llevaba barba crecida!
¡Un ciego con barba! Es demasiado, diría yo. El ciego alargó el brazo al
asiento de atrás y sacó una maleta. Mi mujer le cogió del brazo, cerró la
puerta y, sin dejar de hablar durante todo el camino, le condujo hacia las
escaleras y el porche. Apagué la televisión. Terminé la copa, lavé el vaso, me
sequé las manos. Luego fui a la puerta.
-Te
presento a Robert -dijo mi mujer-. Robert, éste es mi marido. Ya te he hablado
de él.
Estaba radiante de
alegría. Llevaba al ciego cogido por la manga del abrigo. El ciego dejó la maleta
en el suelo y me tendió la mano. Se la estreché. Me dio un buen apretón, retuvo
mi mano y luego la soltó.
-Tengo la
impresión de que ya nos conocemos -dijo con voz grave.
-Yo
también -repuse. No se me ocurrió otra cosa. Luego añadí:
-Bienvenido.
He oído hablar mucho de usted.
Entonces,
formando un pequeño grupo, pasamos del porche al cuarto de estar, mi mujer
conduciéndole por el brazo. El ciego llevaba la maleta con la otra mano. Mi
mujer decía cosas como: “A tu izquierda, Robert. Eso es. Ahora, cuidado, hay
una silla. Ya está. Siéntate ahí mismo. Es el sofá. Acabamos de comprarlo hace
dos semanas”.
Empecé a
decir algo sobre el sofá viejo. Me gustaba. Pero no dije nada. Luego quise
decir otra cosa, sin importancia, sobre la panorámica del Hudson que se veía
durante el viaje. Cómo para ir a Nueva York había que sentarse en la parte
derecha del tren, y, al venir de Nueva York, a la parte izquierda.
-¿Ha
tenido buen viaje? -le pregunté-. A propósito, ¿en qué lado del tren ha venido
sentado?
-¡Vaya
pregunta, en qué lado! -exclamó mi mujer-. ¿Qué importancia tiene?
-Era una
pregunta.
-En el
lado derecho -dijo el ciego-. Hacía casi cuarenta años que no iba en tren.
Desde que era niño. Con mis padres. Demasiado tiempo. Casi había olvidado la
sensación. Ya tengo canas en la barba. O eso me han dicho, en todo caso. ¿Tengo
un aspecto distinguido, querida mía? -preguntó el ciego a mi mujer.
-Tienes
un aire muy distinguido,
Finalmente,
mi mujer apartó la vista del ciego y me miró. Tuve la impresión de que no le
había gustado su aspecto. Me encogí de hombros.
Nunca he
conocido personalmente a ningún ciego. Aquel tenía cuarenta y tantos años, era
de constitución fuerte, casi calvo, de hombros hundidos, como si llevara un
gran peso. Llevaba pantalones y zapatos marrones, camisa de color castaño
claro, corbata y chaqueta de sport. Impresionante. Y también una barba tupida.
Pero Robert. Robert -dijo ella-, ¡qué contenta estoy de verte, Robert!no
utilizaba bastón ni llevaba gafas oscuras. Siempre pensé que las gafas oscuras
eran indispensables para los ciegos. El caso era que me hubiese gustado que las
llevara. A primera vista, sus ojos parecían normales, como los de todo el
mundo, pero si uno se fijaba tenían algo diferente. Demasiado blanco en el
iris, para empezar, y las pupilas parecían moverse en sus órbitas como si no se
diera cuenta o fuese incapaz de evitarlo. Horrible. Mientras contemplaba su
cara, vi que su pupila izquierda giraba hacia la nariz mientras la otra
procuraba mantenerse en su sitio. Pero era un intento vano, pues el ojo vagaba
por su cuenta sin que él lo supiera o quisiera saberlo.
-Voy a
servirle una copa -dije-. ¿Qué prefiere? Tenemos un poco de todo. Es uno de
nuestros pasatiempos.
-Solo
bebo whisky escocés, muchacho -se apresuró a decir con su voz sonora.
-De
acuerdo -dije. ¡Muchacho!
Claro que
sí, lo sabía. Tocó con los dedos la maleta, que estaba junto al sofá. Se hacía
su composición de lugar. No se lo reproché.
-La
llevaré a tu habitación -le dijo mi mujer.
-No, está
bien -dijo el ciego en voz alta-. Ya la llevaré yo cuando suba.
-¿Con un
poco de agua, el whisky? -le pregunté.
-Muy
poca.
-Lo
sabía.
-Solo una
gota -dijo él-. Ese actor irlandés, ¿Barry Fitzgerald? Soy como él. Cuando bebo
agua, decía Fitzgerald, bebo agua. Cuando bebo whisky, bebo whisky.
Mi mujer
se echó a reír. El ciego se llevó la mano a la barba. Se la levantó despacio y
la dejó caer.
Preparé
las copas, tres vasos grandes de whisky con un chorrito de agua en cada uno.
Luego nos pusimos cómodos y hablamos de los viajes de Robert. Primero, el largo
vuelo desde la costa Oeste a Connecticut. Luego, de Connecticut aquí, en tren.
Tomamos otra copa para esa parte del viaje.
Recordé
haber leído en algún sitio que los ciegos no fuman porque, según dicen, no
pueden ver el humo que exhalan. Creí que al menos sabía eso de los ciegos. Pero
este ciego en particular fumaba el cigarrillo hasta el filtro y luego encendía
otro. Llenó el cenicero y mi mujer lo vació.
Cuando
nos sentamos a la mesa para cenar, tomamos otra copa. Mi mujer llenó el plato
de Robert con un filete grueso, patatas al horno, judías verdes. Le unté con
mantequilla dos rebanadas de pan.
-Ahí
tiene pan y mantequilla -le dije, bebiendo parte de mi copa-. Y ahora recemos.
El ciego
inclinó la cabeza. Mi mujer me miró con la boca abierta.
-Roguemos
para que el teléfono no suene y la comida no esté fría -dije.
Nos
pusimos al ataque. Nos comimos todo lo que había en la mesa. Devoramos como si
no nos esperase un mañana. No hablamos. Comimos. Nos atiborramos. Como
animales. Nos dedicamos a comer en serio. El ciego localizaba inmediatamente la
comida, sabía exactamente dónde estaba todo en el plato. Lo observé con
admiración mientras manipulaba la carne con el cuchillo y el tenedor. Cortaba
dos trozos de filete, se llevaba la carne a la boca con el tenedor, se dedicaba
luego a las patatas asadas y a las judías verdes, y después partía un trozo
grande de pan con mantequilla y se lo comía. Lo acompañaba con un buen trago de
leche. Y, de vez en cuando, no le importaba utilizar los dedos.
Terminamos
con todo, incluyendo media tarta de fresas. Durante unos momentos quedamos
inmóviles, como atontados. El sudor nos perlaba el rostro. Al fin nos
levantamos de la mesa, dejando los platos sucios. No miramos atrás. Pasamos al
cuarto de estar y nos dejamos caer de nuevo en nuestro sitio. Robert y mi
mujer, en el sofá. Yo ocupé la butaca grande. Tomamos dos o tres copas más
mientras charlaban de las cosas más importantes que les habían pasado durante
los últimos diez años. En general, me limité a escuchar. De vez en cuando
intervenía. No quería que pensase que me había ido de la habitación, y no
quería que ella creyera que me sentía al margen. Hablaron de cosas que les
habían ocurrido -¡a ellos!- durante esos diez años. En vano esperé oír mi
nombre en los dulces labios de mi mujer: “Y entonces mi amado esposo apareció
en mi vida”, algo así. Pero no escuché nada parecido. Hablaron más de Robert.
Según parecía, Robert había hecho un poco de todo, un verdadero ciego aprendiz
de todo y maestro de nada. Pero en época reciente su mujer y él distribuían los
productos Amway, con lo que se ganaban la vida más o menos, según pude
entender. El ciego también era aficionado a la radio. Hablaba con su voz grave
de las conversaciones que había mantenido con operadores de Guam, en las
Filipinas, en Alaska e incluso en Tahití. Dijo que tenía muchos amigos por
allí, si alguna vez quería visitar esos países. De cuando en cuando volvía su
rostro ciego hacia mí, se ponía la mano bajo la barba y me preguntaba algo.
¿Desde cuándo tenía mi empleo actual? (Tres años.) ¿Me gustaba mi trabajo?
(No.) ¿Tenía intención de conservarlo? (¿Qué remedio me quedaba?). Finalmente,
cuando pensé que empezaba a quedarse sin cuerda, me levanté y encendí la
televisión.
Mi mujer
me miró con irritación. Empezaba a acalorarse. Luego miró al ciego y le
preguntó:-¿Tienes televisión, Robert?
-Querida
mía -contestó el ciego-, tengo dos televisores. Uno en color y otro en blanco y
negro, una vieja reliquia. Es curioso, pero cuando enciendo la televisión, y siempre
estoy poniéndola, conecto el aparato en color. ¿No te parece curioso?
No supe
qué responder a eso. No tenía absolutamente nada que decir. Ninguna opinión.
Así que vi las noticias y traté de escuchar lo que decía el locutor.
-Esta
televisión es en color -dijo el ciego-. No me preguntéis cómo, pero lo sé.
-La hemos
comprado hace poco -dije. El ciego bebió un sorbo de su vaso. Se levantó la
barba, la olió y la dejó caer. Se inclinó hacia adelante en el sofá. Localizó
el cenicero en la mesa y aplicó el mechero al cigarrillo. Se recostó en el sofá
y cruzó las piernas, poniendo el tobillo de una sobre la rodilla de la otra.
Mi mujer
se cubrió la boca y bostezó. Se estiró.
-Voy a
subir a ponerme la bata. Me apetece cambiarme. Ponte cómodo, Robert -dijo.
-Estoy
cómodo -repuso el ciego.
-Quiero
que te sientas a gusto en esta casa.
-Lo estoy
-aseguró el ciego.
Cuando
salió de la habitación, escuchamos el informe del tiempo y luego el resumen de
los deportes. Para entonces, ella había estado ausente tanto tiempo, que yo ya
no sabía si iba a volver. Pensé que se habría acostado. Deseaba que bajase. No
quería quedarme solo con el ciego. Le pregunté si quería otra copa y me
respondió que naturalmente que sí. Luego le pregunté si le apetecía fumar un
poco de mandanga conmigo. Le dije que acababa de liar un porro. No lo había
hecho, pero pensaba hacerlo en un periquete.
-Probaré
un poco -dijo.
-Bien
dicho. Así se habla.
Serví las
copas y me senté a su lado en el sofá. Luego lié dos canutos gordos. Encendí
uno y se lo pasé. Se lo puse entre los dedos. Lo cogió e inhaló.
-Reténgalo
todo lo que pueda -le dije.
Vi que no
sabía nada del asunto.
Mi mujer
bajó llevando la bata rosa con las zapatillas del mismo color.
-¿Qué es
lo que huelo? -preguntó.
-Pensamos
fumar un poco de hierba -dije.
Mi mujer
me lanzó una mirada furiosa. Luego miró al ciego y dijo:
-No sabía
que fumaras, Robert.
-Ahora lo
hago, querida mía. Siempre hay una primera vez. Pero todavía no siento nada.
-Este
material es bastante suave -expliqué-. Es flojo. Con esta mandanga se puede
razonar. No le confunde a uno.
-No hace
mucho efecto, muchacho -dijo, riéndose.
Mi mujer
se sentó en el sofá, entre los dos. Le pasé el canuto. Lo cogió, le dio una
calada y me lo volvió a pasar.
-¿En qué
dirección va esto? -preguntó-. No debería fumar. Apenas puedo tener los ojos
abiertos. La cena ha acabado conmigo. No he debido comer tanto.
-Ha sido
la tarta de fresas -dijo el ciego-. Eso ha sido la puntilla.
Soltó una
enorme carcajada. Luego meneó la cabeza.
-Hay más
tarta -le dije.
-¿Quieres
un poco más, Robert? -le preguntó mi mujer.
-Quizá
dentro de un poco.
Prestamos
atención a la televisión. Mi mujer bostezó otra vez.
-Cuando
tengas ganas de acostarte, Robert, tu cama está hecha -dijo-. Sé que has tenido
un día duro. Cuando estés listo para ir a la cama, dilo. -Le tiró del brazo-.
¿Robert?
Volvió de
su ensimismamiento y dijo:
-Lo he
pasado verdaderamente bien. Esto es mejor que las cintas, ¿verdad?
-Le toca
a usted -le dije, poniéndole el porro entre los dedos.
Inhaló,
retuvo el humo y luego lo soltó. Era como si lo estuviese haciendo desde los
nueve años.
-Gracias,
muchacho. Pero creo que esto es todo para mí. Me parece que empiezo a sentir el
efecto.
Pasó a mi
mujer el canuto chisporroteante.
-Lo mismo
digo -dijo ella-. Ídem de ídem. Yo también.
Cogió el
porro y me lo pasó.
-Me
quedaré sentada un poco entre vosotros dos con los ojos cerrados. Pero no me
prestéis atención, ¿eh? Ninguno de los dos. Si os molesto, decidlo. Si no, es
posible que me quede aquí sentada con los ojos cerrados hasta que os vayáis a
acostar. Tu cama está hecha, Robert, para cuando quieras. Está al lado de
nuestra habitación, al final de las escaleras. Te acompañaremos cuando estés
listo. Si me duermo, despertadme, chicos. Al decir eso, cerró los ojos y se
durmió. Terminaron las noticias. Me levanté y cambié de canal. Volví a sentarme
en el sofá. Deseé que mi mujer no se hubiera quedado dormida. Tenía la cabeza
apoyada en el respaldo del sofá y la boca abierta. Se había dado la vuelta, de
modo que la bata se le había abierto revelando un muslo apetitoso. Alargué la
mano para volverla a tapar y entonces miré al ciego. ¡Qué coño! Dejé la bata
como estaba.
-Cuando
quiera un poco de tarta, dígalo -le recordé.
-Lo haré.
-¿Está cansado? ¿Quiere que le lleve a la cama? ¿Le apetece irse a
la piltra?
-Todavía no -contestó-. No, me quedaré contigo, muchacho. Si no te
parece mal. Me quedaré hasta que te vayas a acostar. No hemos tenido
oportunidad de hablar. ¿Comprendes lo que quiero decir? Tengo la impresión de que
ella y yo hemos monopolizado la velada.
Se levantó la barba y la dejó caer. Cogió los cigarrillos y el
mechero.
-Me parece bien -dije, y añadí-: Me alegro de tener compañía.
Y supongo que así era. Todas las noches fumaba hierba y me quedaba
levantado hasta que me venía el sueño. Mi mujer y yo rara vez nos acostábamos
al mismo tiempo. Cuando me dormía, empezaba a soñar. A veces me despertaba con
el corazón encogido.
En la televisión había algo sobre la iglesia y la Edad Media. No
era un programa corriente. Yo quería ver otra cosa. Puse otros canales. Pero
tampoco había nada en los demás. Así que volví a poner el primero y me
disculpé.
-No importa, muchacho -dijo el ciego-. A mí me parece bien. Mira
lo que quieras. Yo siempre aprendo algo. Nunca se acaba de aprender cosas. No
me vendría mal aprender algo esta noche. Tengo oídos.
No dijimos nada durante un
rato. Estaba inclinado hacia adelante, con la cara vuelta hacia mí, la oreja
derecha apuntando en dirección al aparato. Muy desconcertante. De cuando en
cuando dejaba caer los párpados para abrirlos luego de golpe, como si pensara
en algo que oía en la televisión.
En la pantalla, un grupo de hombres con capuchas eran atacados y
torturados por otros vestidos con trajes de esqueleto y de demonios. Los demonios
llevaban máscaras de diablo, cuernos y largos rabos. El espectáculo formaba
parte de una procesión. El narrador inglés dijo que se celebraba en España una
vez al año. Traté de explicarle al ciego lo que sucedía.
-Esqueletos. Ya sé -dijo, moviendo la cabeza. La televisión mostró
una catedral. Luego hubo un plano largo y lento de otra. Finalmente, salió la
imagen de la más famosa, la de París, con sus arbotantes y sus flechas que
llegaban hasta las nubes. La cámara se retiró para mostrar el conjunto de la
catedral surgiendo por encima del horizonte.
A veces, el inglés que contaba la historia se callaba, dejando
simplemente que el objetivo se moviera en torno a las catedrales. O bien la
cámara daba una vuelta por el campo y aparecían hombres caminando detrás de los
bueyes. Esperé cuanto pude. Luego me sentí obligado a decir algo:
-Ahora aparece el exterior de esa catedral. Gárgolas. Pequeñas
estatuas en forma de monstruos. Supongo que ahora están en Italia. Sí, en
Italia. Hay cuadros en los muros de esa iglesia.
-¿Son pinturas al fresco, muchacho? -me preguntó, dando un sorbo
de su copa.
Cogí mi vaso, pero estaba vacío. Intenté recordar lo que pude.
-¿Me pregunta si son frescos? -le dije-. Buena pregunta. No lo sé.
La cámara enfocó una catedral a las afueras de Lisboa. Comparada
con la francesa y la italiana, la portuguesa no mostraba grandes diferencias.
Pero existían. Sobre todo en el interior. Entonces se me ocurrió algo.
-Se me acaba de ocurrir algo. ¿Tiene usted idea de lo que es una
catedral? ¿El aspecto que tiene, quiero decir? ¿Me sigue? Si alguien le dice la
palabra catedral, ¿sabe usted de qué le hablan? ¿Conoce usted la diferencia
entre una catedral y una iglesia baptista, por ejemplo?
Dejó que el humo se escapara despacio de su boca.
-Sé que para construirla han hecho falta centenares de obreros y
cincuenta o cien años -contestó-. Acabo de oírselo decir al narrador, claro
está. Sé que en una catedral trabajaban generaciones de una misma familia.
También lo ha dicho el comentarista. Los que empezaban no vivían para ver
terminada la obra. En ese sentido, muchacho, no son diferentes de nosotros,
¿verdad?
Se echó a reír. Sus párpados volvieron a cerrarse. Su cabeza se
movía. Parecía dormitar. Tal vez se figuraba estar en Portugal. Ahora, la
televisión mostraba otra catedral. En Alemania, esta vez. La voz del inglés
seguía sonando monótonamente.
-Catedrales -dijo el ciego.
Se incorporó, moviendo la cabeza de atrás adelante.-Si quieres
saber la verdad, muchacho, eso es todo lo que sé. Lo que acabo de decir. Pero
tal vez quieras describirme una. Me gustaría. Ya que me lo preguntas, en
realidad no tengo una idea muy clara.
Me fijé en la toma de la catedral en la televisión. ¿Cómo podía
empezar a describírsela? Supongamos que mi vida dependiera de ello. Supongamos
que mi vida estuviese amenazada por un loco que me ordenara hacerlo, o si no…
Observé la catedral un poco más hasta que la imagen pasó al campo.
Era inútil. Me volví hacia el ciego y dije:
-Para
empezar, son muy altas.
Eché una
mirada por el cuarto para encontrar ideas.
-Suben
muy arriba. Muy alto. Hacia el cielo. Algunas son tan grandes que han de tener
apoyo. Para sostenerlas, por decirlo así. El apoyo se llama arbotante. Me
recuerdan a los viaductos, no sé por qué. Pero quizá tampoco sepa usted lo que
son los viaductos. A veces, las catedrales tienen demonios y cosas así en la
fachada. En ocasiones, caballeros y damas. No me pregunte por qué.
Él
asentía con la cabeza. Todo su torso parecía moverse de atrás adelante.
-No se lo
explico muy bien, ¿verdad? -le dije. Dejó de asentir y se inclinó hacia
adelante, al borde del sofá. Mientras me escuchaba, se pasaba los dedos por la
barba. No me hacía entender, eso estaba claro. Pero de todos modos esperó a que
continuara. Asintió como si tratara de animarme. Intenté pensar en otra cosa
que decir.
-Son
realmente grandes. Pesadas. Están hechas de piedra. De mármol también, a veces.
En aquella época, al construir catedrales los hombres querían acercarse a Dios.
En esos días, Dios era una parte importante en la vida de todo el mundo. Eso se
ve en la construcción de catedrales. Lo siento -dije-, pero creo que eso es
todo lo que puedo decirle. Esto no se me da bien.
-No
importa, muchacho -dijo el ciego-. Escucha, espero que no te moleste que te
pregunte. ¿Puedo hacerte una pregunta? Deja que te haga una sencilla.
Contéstame sí o no. Sólo por curiosidad y sin ánimo de ofenderte. Eres mi
anfitrión. Pero ¿eres creyente en algún sentido? ¿No te molesta que te lo
pregunte? -Meneé la cabeza. Pero él no podía verlo. Para un ciego, es lo mismo
un guiño que un movimiento de cabeza.
-Supongo
que no soy creyente. No creo en nada. A veces resulta difícil. ¿Sabe lo que
quiero decir?
-Claro
que sí.
-Así es.
El inglés
seguía hablando. Mi mujer suspiró, dormida. Respiró hondo y siguió durmiendo.
-Tendrá
que perdonarme -le dije-. Pero no puedo explicarle cómo es una catedral. Soy
incapaz. No puedo hacer más de lo que he hecho.
El ciego
permanecía inmóvil mientras me escuchaba, con la cabeza inclinada.
-Lo
cierto es -proseguí- que las catedrales no significan nada especial para mí.
Nada. Catedrales. Es algo que se ve en la televisión a última hora de la noche.
Eso es todo.
Entonces
fue cuando el ciego se aclaró la garganta. Sacó algo del bolsillo de atrás. Un
pañuelo.
Luego
dijo:
-Lo comprendo,
muchacho. Esas cosas pasan. No te preocupes. Oye, escúchame. ¿Querrías hacerme
un favor? Tengo una idea. ¿Por qué no vas a buscar un papel grueso? Y una
pluma. Haremos algo. Dibujaremos juntos una catedral. Trae papel grueso y una
pluma. Vamos, muchacho, tráelo.
Así que
fui arriba. Tenía las piernas como sin fuerza. Como si acabara de venir de
correr. Eché una mirada en la habitación de mi mujer. Encontré bolígrafos
encima de su mesa, en una cestita. Luego pensé dónde buscar la clase de papel
que me había pedido.
Abajo, en
la cocina, encontré una bolsa de la compra con cáscaras de cebolla en el fondo.
La vacié y la sacudí. La llevé al cuarto de estar y me senté con ella a sus
pies. Aparté unas cosas, alisé las arrugas del papel de la bolsa y lo extendí
sobre la mesita.
El ciego
se bajó del sofá y se sentó en la alfombra, a mi lado.
Pasó los
dedos por el papel, de arriba a abajo. Recorrió los lados del papel. Incluso
los bordes, hasta los cantos. Manoseó las esquinas.
-Muy bien
-dijo-. De acuerdo, vamos a hacerla.
Me cogió
la mano, la que tenía el bolígrafo. La apretó.
-Adelante,
muchacho, dibuja -me dijo-. Dibuja. Ya verás. Yo te seguiré. Saldrá bien.
Empieza ya, como te digo. Dibuja.
Así que
empecé. Primero tracé un rectángulo que parecía una casa. Podía ser la casa en
la que vivo. Luego le puse el tejado. En cada extremo del tejado, dibujé
flechas góticas. De locos.
-Estupendo
-dijo él-. Magnífico. Lo haces estupendamente. Nunca en la vida habías pensado
hacer algo así, ¿verdad, muchacho? Bueno, la vida es rara, ya lo sabemos.
Venga. Sigue.
Puse
ventanas con arcos. Dibujé arbotantes. Suspendí puertas enormes. No podía
parar. El canal de la televisión dejó de emitir. Dejé el bolígrafo para abrir y
cerrar los dedos. El ciego palpó el papel. Movía las puntas de los dedos por
encima, por donde yo había dibujado, asintiendo con la cabeza.
-Esto va
muy bien -dijo.
Volví a
coger el bolígrafo y él encontró mi mano. Seguí con ello. No soy ningún
artista, pero continué dibujando de todos modos.
Mi mujer
abrió los ojos y nos miró. Se incorporó en el sofá, con la bata abierta.
-¿Qué
estáis haciendo? -preguntó-. Contádmelo. Quiero saberlo.
No le
contesté.
-Estamos
dibujando una catedral -dijo el ciego-. Lo estamos haciendo él y yo. Aprieta
fuerte -me dijo a mí-. Eso es. Así va bien. Naturalmente. Ya lo tienes,
muchacho. Lo sé. Creías que eras incapaz. Pero puedes, ¿verdad? Ahora vas
echando chispas. ¿Entiendes lo que quiero decir? Verdaderamente vamos a tener
algo aquí dentro de un momento. ¿Cómo va ese brazo? -me preguntó-. Ahora pon
gente por ahí. ¿Qué es una catedral sin gente?
-¿Qué
pasa? -inquirió mi mujer-. ¿Qué estás haciendo, Robert? ¿Qué ocurre?
-Todo va
bien -le dijo a ella.
Y añadió,
dirigiéndose a mí:
-Ahora
cierra los ojos.
Lo hice.
Los cerré, tal como me decía.
-¿Los
tienes cerrados? -preguntó-. No hagas trampa.
-Los
tengo cerrados.
-Mantenlos
así. No pares ahora. Dibuja.
Y
continuamos. Sus dedos apretaban los míos mientras mi mano recorría el papel.
No se parecía a nada que hubiese hecho en la vida hasta aquel momento.
Luego
dijo:
-Creo que
ya está. Me parece que lo has conseguido. Echa una mirada. ¿Qué te parece?
Pero yo
tenía los ojos cerrados. Pensé mantenerlos así un poco más. Creí que era algo
que debía hacer.
-¿Y bien?
-preguntó-. ¿Estás mirándolo?
Yo seguía
con los ojos cerrados. Estaba en mi casa. Lo sabía. Pero yo no tenía la
impresión de estar dentro de nada.
-Es
verdaderamente extraordinario -dije.
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