Se despertaba
cuando todavía estaba oscuro, como si pudiera oír al sol llegando por detrás de
los márgenes de la noche. Luego, se sentaba al telar.
Comenzaba el
día con una hebra clara. Era un trazo delicado del color de la luz que iba
pasando entre los hilos extendidos, mientras afuera la claridad de la mañana
dibujaba el horizonte.
Después, lanas
más vivaces, lanas calientes iban tejiendo hora tras hora un largo tapiz que no
acababa nunca.
Si el sol era
demasiado fuerte y los pétalos se desvanecían en el jardín, la joven mujer
ponía en la lanzadera gruesos hilos grisáceos del algodón más peludo. De la
penumbra que traían las nubes, elegía rápidamente un hilo de plata que bordaba
sobre el tejido con gruesos puntos. Entonces, la lluvia suave llegaba hasta la
ventana a saludarla.
Pero si
durante muchos días el viento y el frío peleaban con las hojas y espantaban los
pájaros, bastaba con que la joven tejiera con sus bellos hilos dorados para que
el sol volviera a apaciguar a la naturaleza.
De esa manera,
la muchacha pasaba sus días cruzando la lanzadera de un lado para el otro y
llevando los grandes peines del telar para adelante y para atrás.
No le faltaba
nada. Cuando tenía hambre, tejía un lindo pescado, poniendo especial cuidado en
las escamas. Y rápidamente el pescado estaba en la mesa, esperando que lo
comiese. Si tenía sed, entremezclaba en el tapiz una lana suave del color de la
leche. Por la noche, dormía tranquila después de pasar su hilo de oscuridad.
Tejer era todo
lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer.
Pero tejiendo
y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que se sintió sola, y por primera vez
pensó que sería bueno tener al lado un marido.
No esperó al
día siguiente. Con el antojo de quien intenta hacer algo nuevo, comenzó a entremezclar
en el tapiz las lanas y los colores que le darían compañía. Poco a poco, su
deseo fue apareciendo. Sombrero con plumas, rostro barbado, cuerpo armonioso,
zapatos lustrados. Estaba justamente a punto de tramar el último hilo de la
punta de los zapatos cuando llamaron a la puerta.
Ni siquiera
fue preciso que abriera. El joven puso la mano en el picaporte, se quitó el
sombrero y fue entrando en su vida.
Aquella noche,
recostada sobre su hombro, pensó en los lindos hijos que tendría para que su
felicidad fuera aún mayor.
Y fue feliz
por algún tiempo. Pero si el hombre había pensado en hijos, pronto lo olvidó.
Una vez que descubrió el poder del telar, sólo pensó en todas las cosas que
éste podía darle. -,
-Necesitamos
una casa mejor- le dijo a su mujer. Y a ella le pareció justo, porque ahora
eran dos. Le exigió que escogiera las más bellas lanas color ladrillo, hilos
verdes para las puertas y las ventanas, y prisa para que la casa estuviera
lista lo antes posible.
Pero una vez
que la casa estuvo terminada, no le pareció suficiente. -¿Por qué tener una
casa si podemos tener un palacio?- preguntó. Sin esperar respuesta, ordenó
inmediatamente que fuera de piedra con terminaciones de plata.
Días y días,
semanas y meses trabajó la joven tejiendo techos y puertas, patios y escaleras
y salones y pozos. Afuera caía la nieve, pero ella no tenía tiempo para llamar
al sol. Cuando llegaba la noche, ella no tenía tiempo para rematar el día.
Tejía y entristecía, mientras los peines batían sin parar al ritmo de la
lanzadera.
Finalmente el
palacio quedó listo. Y entre tantos ambientes, el marido escogió para ella y su
telar el cuarto más alto, en la torre más alta.
-Es para que
nadie sepa lo del tapiz -dijo. Y antes de poner llave a la puerta le advirtió:
-Faltan los establos. ¡Y no olvides los caballos!
La mujer tejía
sin descanso los caprichos de su marido, llenando el palacio de lujos, los
cofres de monedas, las salas de criados. Tejer era todo lo que hacía. Tejer era
todo lo que quería hacer.
Y tejiendo y
tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que su tristeza le pareció más grande
que el palacio, con riquezas y todo. Y por primera vez pensó que sería bueno
estar sola nuevamente.
Sólo esperó a
que llegara el anochecer. Se levantó mientras su marido dormía soñando con
nuevas exigencias. Descalza, para no hacer ruido, subió la larga escalera de la
torre y se sentó al telar.
Esta vez no
necesitó elegir ningún hilo. Tomó la lanzadera del revés y, pasando velozmente
de un lado para otro, comenzó a destejer su tela. Destejió los caballos, los
carruajes, los establos, los jardines. Luego destejió a los criados y al
palacio con todas las maravillas que contenía. Y nuevamente se vio en su
pequeña casa y sonrió mirando el jardín a través de la ventana.
La noche
estaba terminando, cuando el marido se despertó extrañado por la dureza de la
cama. Espantado, miró a su alrededor. No tuvo tiempo de levantarse. Ella ya
había comenzado a deshacer el oscuro dibujo de sus zapatos y él vio desaparecer
sus pies, esfumarse sus piernas. Rápidamente la nada subió por el cuerpo, tomó
el pecho armonioso, el sombrero con plumas.
Entonces, como
si hubiese percibido la llegada del sol, la muchacha eligió una hebra clara. Y
fue pasándola lentamente entre los hilos, como un delicado trazo de luz que la
mañana repitió en la línea del horizonte.
Que lo disfruten,
Carmen
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