Cuando
Peter Fortune tenía diez años, algunos adultos le decían a veces que era un
niño «difícil». Nunca comprendió lo que querían decir. Él no se consideraba en
absoluto difícil. No estrellaba las botellas de leche contra el muro del jardín,
ni se echaba salsa de tomate en la cabeza y fingía que sangraba, ni le golpeaba
los tobillos a la abuela con la espada, aunque de vez en cuando se le
ocurrieran esas ideas. A excepción de todas las verduras menos las patatas, el
pescado, los huevos y el queso, comía de todo. No era más ruidoso, sucio o
tonto que ninguna de las personas que conocía. Su nombre era fácil de
pronunciar y deletrear. Su cara, pálida y pecosa, era bastante fácil de
recordar. Iba a la escuela todos los días como los demás niños y nunca armó
demasiado escándalo por eso. Con su hermana no era más insoportable de lo que
ella lo era con él. Nunca la policía llamó a la puerta con intención de
detenerlo. Nunca unos médicos vestidos de blanco quisieron llevárselo al
manicomio. En opinión de Peter, él era de lo más fácil. ¿Qué tenía de difícil?
Peter lo comprendió por fin cuando ya hacía años que era adulto. Creían que era
difícil por lo callado que era. Eso parecía preocupar a la gente. El otro
problema era que le gustaba estar solo. No siempre, claro. Ni siquiera todos
los días. Pero la mayoría de los días le gustaba quedarse a solas durante una
hora en algún sitio, en su habitación o en el parque. Le gustaba estar solo y
pensar en sus cosas. Ahora bien, a los adultos les gusta creer que saben lo que
pasa por la cabeza de un niño de diez años. Y es imposible saber lo que alguien
está pensando si esa persona no lo cuenta. La gente veía a Peter tumbado de
espaldas alguna tarde de verano, mascando una brizna de hierba y mirando el
cielo.