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19 mar 2013

LAS CRIADAS Cuento de María Elena Garay

Danae y los perros. Óleo de Alpizar González
Fueron estas manchas tan temidas las que me revelaron que todo cambiaría. ¿Tan ciega puede estar una para creer que el amor es eterno?. Recordá siempre chiquita, hoy es tu turno, el tiempo te relegará al olvido. Resuenan todavía en mis oídos las palabras de don Jorge: Gringa, traje una negrita para que no te aburras. Qué contenta me puse, ya no estaba mi madre ni doña Catalina y sabe Dios que la casa me quedaba inmensa. Te adopté chiquita, mis días reverdecieron con tu ternura, tu inocencia. Después creciste tan rápido como en un sueño y dejaste de ser mi hija, fuiste mi hermana. Todos se paraban a admirar nuestra belleza: vos, esbelta con ese pelo renegrido enmarcándote la cara y yo, con la robustez que demuestra carácter y sí, mi pelo rubio claro, sedoso y largo escondiendo mis pocas canas. Cocientes de nuestra hermosura nos hacíamos ver juntas, bastante vanidosas por cierto, hasta recuerdo miradas maliciosas, pero lo importante era nuestra amistad. ¡Vivimos tantas cosas!
 Después de un accidente, llegó otro período feliz ¿te acordás?: decidimos recuperar el tiempo perdido, ¡a beberse la vida de un solo sorbo! Salimos a trotar al parque, a vagabundear por todo el pueblo, jugábamos a estar perdidas, no nos importaba el aspecto ni la higiene; hasta don Jorge sonreía moviendo la cabeza como diciendo no tienen remedio. En ese tiempo apareció Gastón. Con sólo mirarlo me enamoré y vos lo entendiste, te apartaste. Nos vuelve bobas el amor, no paraba de pensar en él. ¡Y le gusté! Mis salidas ya no fueron con vos, ahora con Gastón al río. Llegaba la noche, nos quedábamos mirando la luna, escuchando el discurrir del agua entre las piedras, el canto de los sapos.
Ahora pienso, lo que vino ¿fue un premio o un castigo? En ese orden chiquita creo que así vino barajada la suerte. Mi carácter cambió, yo misma lo noté por el cansancio. Todos lo advirtieron, vos la primera. Callada nomás, ponías tu cabeza junto a la mía cuando dejaba casi toda la comida en el plato. Embarazo evidente, sentenció don Jorge. Y si él lo decía que sabía hasta de la preñez de las vacas… Mal físicamente, la noticia me puso muy feliz a qué negar, a mi edad un nacimiento, casi un milagro.
¿Existen los milagros chiquita? algo se complicó. Hay un tiempo que voló de mi memoria, sólo recuerdo mi pánico, una luz potente sobre la cabeza y el abandono absoluto. Cuánto lloré, vos fuiste testigo chiquita, una vida plena venida a pique, una ilusión despedazada
 Te observo altiva, inquieta, vivaz. Y miro estas manchitas coloradas en el piso y a Gastón olfateando tras el vidrio esmerilado del portón que don Jorge se empeña en mantener cerrado. Dice que sos fina, que no es cuestión. Yo sé de un agujero en el alambrado del patio, vas a salir, te lo prometo. Pero nunca lo olvides: los machos no tienen corazón, chiquita.
Vení, Gastón te está esperando.

5 mar 2013

FRAGMENTO DE LA PRÓXIMA NOVELA "PATA DE CABRA", de Carmen Nani


Dibujo de Cristobal Reinoso, CRIST
para la portada de la novela
 PATA DE CABRA
La lluvia queda atrapada en algún nubarrón oscuro. El cielo sigue con ganas de llorar. Lucía se levanta del sillón para prepararse un café. Mientras piensa en lo que le contó la tía Tere sobre cómo la habían curado. Instintivamente se toca la espalda. Ahí están. Justo donde comienza la columna. Tiene esas siete marcas indelebles. Los pensamientos le llueven acompasados al ritmo de la cellisca. Revuelve el café. El contraste del calor de la taza le agudizó los poros de la piel. Percibió la humedad del ambiente. Sabe, en ese momento, que esa humedad ablandará su memoria.
Lucía no toma mucho café. Es dañino para su acidez. Cuando lo hace, le gusta batido y bien caliente; como el que saborea mientras piensa… “Así empezó mi vida: con la mácula indeleble de la pata de cabra; filigrana que me sirvió para justificar cada fracaso, cada equivocación, cada golpe imposible de prever. Marcada con el estigma de una maldición, viví a los tumbos aceptando como verdad la mentira más humillante. Reconocí cada crítica como un latigazo, cada valoración ajena como juicio certero, incuestionable. No importa de quién viniera; todo lo absorbía como esponja. ¿Por qué? Porque la primera persona que me rotuló, que me condenó, fue mamá. Me llevó casi toda la vida darme cuenta: recién nacida, había llorado cuarenta días y cuarenta noches porque la histeria de mamá, provocada por la depresión post- parto, impidió que le bajara leche. Por eso, al encontrarme con esos pezones yermos, primero lloré y después aprendí a rechazar. Su olor a vacío me provocaba angustia supongo, por eso chillaba y me retorcía cada vez que intentaba darme de mamar. Sin embargo, nadie veía a la beba que como único modo de manifestar lo que sentía, se arqueaba; la cabeza rígida hacia atrás como tratando de tocar los talones. No me veían a mí. Todos veían a esa beba que se rizaba como endemoniada. “¡La pata de cabra!”, exclamaron con horror. “Es la pata de cabra”.