Entró y se sentó en la
barra. La vellonera, con sus opacas luces en colores, comenzaba a tocar en ese
momento una canción del Gran Combo y llenaba el ambiente de una festividad
artificial. Pidió la cerveza más barata y comenzó a beberla con lentitud. El
olor amargo y pesado siempre le había resultado molesto, por lo tanto,
intentaba sorber buches pequeños mientras aguantaba la respiración. Miró a su
alrededor y examinó con la vista a los otros cinco clientes que rondaban el
local. Los martes no eran días activos, el único incentivo de los que allí se
encontraban era el precio extremadamente módico de las bebidas. Dos hombres
jugaban billar a la luz de una bombilla titilante, cada golpe seco de las
esferas provocaba la celebración de los espectadores medio tomados. Él
acostumbraba esperar que algún individuo pasado en tragos se sentara a su lado
para poder hablar. Solo alguien borracho podría entender su historia. Esperó
durante media hora, pero nadie vino a beber junto a él. Sacó dos pesetas del
bolsillo y las colocó sobre la barra. No le quedaba mucho dinero para pagar un
licor más caro.
Llegó a su apartamento
con la tonada de salsa zumbándole en la cabeza. Prendió todas las bombillas,
como acostumbraba. Cada pared estaba cubierta por espejos que hacían ver el
espacio más grande y menos solitario. Sus reflejos caminaban junto a él
haciéndole compañía en la habitación. Miraba la lámpara sobre el televisor. A
pesar de los tres mil años que habían pasado, el metal conservaba su brillo.