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29 jun 2020

EL IDILIO, de Guy De Maupassant



El tren acababa de salir de Génova, y se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas ondulaciones de la larga costa rocosa, deslizándose como serpiente de hierro entre mar y montaña, reptando sobre playas de arena amarilla en las que el leve oleaje bordaba una lista de plata, y entrando bruscamente en las negras fauces de los túneles, lo mismo que entra una fiera en su cubil.
Una voluminosa señora y un hombre joven viajaban frente a frente en el último vagón, mirándose de cuando en cuando, pero sin hablarse. La mujer, que tendría veinticinco años, iba sentada junto a la ventanilla, y miraba el paisaje. Era una robusta campesina piamontesa de ojos negros, pechos abultados, y mofletuda. Había metido debajo del asiento de madera varios paquetes, y conservaba encima de sus rodillas una cesta.
El joven tendría veinte años; era flaco, curtido; tenía el color negro de las personas que cultivan la. tierra a pleno sol. Llevaba a su lado en un pañuelo toda su fortuna; un par de zapatos, una camisa, unos pantalones y una chaqueta. También él había ocultado algo debajo del banco: una pala y un azadón, atados con una cuerda. Iba a Francia en busca de trabajo.
 El sol, que ascendía en el cielo, derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era en los últimos días de mayo; revoloteaban por los aires aromas deliciosos, que penetraban en los vagones por las ventanillas abiertas. Los naranjos y limoneros en flor derramaban en la atmósfera tranquila sus perfumes dulzones, tan gratos, tan fuertes y tan inquietantes, mezclándolos con el hálito de las rosas que brotaban en todas partes como las hierbas silvestres, a lo largo de la vía, en los jardines lujosos, en las puertas de las chozas y en pleno campo.
Las rosas están en aquella costa como en su propia casa. Embalsaman la región con su aroma fuerte y ligero; gracias a ellas, es el aire una golosina, sabroso como el vino, y como el vino, embriagador.

26 jun 2020

EL TIEMPO ENTRE COSTURAS, de María Dueñas


Una traición y dos guerras devastaron su pasado.
Una identidad encubierta la precipitó al futuro
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses previos al alzamiento, arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre. Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante donde todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono.
Sola y acuciada por deudas ajenas, Sira se traslada a Tetuán, la capital del Protectorado español en Marruecos. Con argucias inconfesables y ayudada por amistades de reputación dudosa, forja una nueva identidad y logra poner en marcha un selecto atelier en el que atiende a clientas de orígenes remotos y presentes insospechados.
Escrita en una prosa espléndida, El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.



Y también recomiendo la serie del mismo nombre, con Adriana Ugarte como Sira Alvarado Quiroga / Aris Agoriuq

Que la disfruten,Carmen


22 jun 2020

ARROZ de Alejandra Kamiya


Hoy es jueves y los jueves almorzamos juntos. 
Hablamos mucho, o lo que para nosotros es mucho. Ninguno de los dos somos personas que otros consideren conversadores.
A veces hasta almorzamos en silencio. Un silencio cómodo, liviano como el aire del que está hecho, y en el que se expresa mejor el sabor de lo que comemos.
Algunas otras veces cuando hablamos, las palabras van formando pequeños montículos que lentamente se transforman en montañas.
Entre una y otra hacemos silencios largos: valles en los que pensamos como si anduviéramos.
Es sabido que las conversaciones y la música, están hechas también de sus silencios.
Elegimos un restaurant que es una casa antigua en San Telmo. Tiene un patio en el centro, un cuadrado de cielo propio, nubes diferentes todo el tiempo.
La conversación con mi padre avanza a un paso tranquilo, como en un paseo.
De repente, en medio de una frase, él dice,  “… limpiar arroz…” y junta las manos haciendo un aro con los dedos y las mueve arriba y abajo como si golpeara algo contra el borde de la mesa.
Lo que ocurre de repente no es que él diga esas palabras sino que yo me doy cuenta de que no sé cómo se limpia el arroz. Lo que ocurre de repente es que me doy cuenta de que sé muchas cosas de él así, sin saberlas, apenas intuyéndolas.
Sé que mi padre en sus manos debe estar sujetando un manojo de algo que yo no veo. Busco en mi memoria los campos de arroz que ví en Japón e imagino que el manojo debe ser de esa especie de juncos verdes.
Deduzco torpemente que el arroz debe estar adherido a las plantas y al sacudirlo, debe caer.  Como pequeños frutos o semillas.
Así, viendo los gestos de mi padre, puedo llegar al pasado, a Japón o a la historia de mi padre, que es la mía. Como miro cuadros impresionistas, sin buscar los detalles sino la luz, la idea.  Como conozco los árboles de la vereda de mi casa, sin saber  sus  nombres, pero sin poder imaginar mi casa sin ellos en las ventanas.
Así converso con mi padre: segura y a tientas.
Él dice por ejemplo que este país es un niño, “200 años apenas”, y junto al niño yo veo a un Japón viejo, con manos en los que la piel cubre y descubre la forma de los huesos.
Si él se agarra la cabeza cuando dice que corrían por campos de té, yo sé que pasan aviones por el cielo que no veo y que bombardean.
Miramos el menú y elegimos platos que vamos a compartir. Mi padre nunca se acostumbró a comer un solo plato. Fue mi madre la que se acostumbró a preparar varios platos para cada comida.
Después hablamos de libros. Él está leyendo Las benevolas, un libro que lleva consigo a donde vaya.
Mi padre siempre lleva un libro y un diccionario con él.
A mí, que nací y me crié en Argentina, me da pereza buscar palabras en el diccionario. A él, no.   El español de mi padre japonés es más vasto y más correcto que el mío.
Me cuenta que fue a hacerse unos estudios que le ordenó el médico y mientras esperaba leyó unas cuantas páginas.
“¿Qué estudios?”, le pregunto. “Una biopsia”, responde.
Tengo miedo, un miedo espeso. Siento lo que está al acecho, y una certidumbre parecida a la de que al día lo sucede la noche. Una especie de vértigo.
Todo lo que no pregunté en años vuelve a mí. Cada pregunta vuelve y trae otras. Quiero saber por qué mi padre eligió este país, este país niño. Quiero saber cómo fue el día en que mi padre supo que había comenzado la guerra, cómo fueron cada uno de los días que siguieron hasta el día en que llegó a esta tierra. Quiero saber cómo eran sus juguetes y su ropa, cómo era ir al colegio durante la guerra, cómo era el puerto de Buenos Aires en los sesenta, si le escribía cartas a mi abuela, qué decían.  Quiero saber los colores, las palabras, el olor de la comida, las casas en las que vivió.
Una vez me contó que cuando recién había llegado, no se metía en la bañadera sino que se lavaba fuera de ella y sólo se sumergía en el agua cuando estaba limpio, porque ése es el modo en que se hace en Japón.
Como ésas quiero que me cuente más cosas. Muchas. Todas.
Quiero que me cuente cada día, para que no lo sople el tiempo. Tal vez para escribirlo: dejarlo agarrado con tinta a un papel para siempre.
¿Por dónde empezar? ¿Dónde empiezan las preguntas? ¿Cuál es la primera?
Busco por dentro, como si corriera perdida en este valle de silencio que se ha abierto de repente entre las palabras. Perderse en un lugar tan vasto se parece a un encierro.
Cuando dejo de buscar, veo la pregunta frente a mí como si me hubiese estado esperando.
Miro a mi padre y digo mi pregunta.
Él sonríe, toma un papel de entre las hojas de su libro y saca un lápiz negro del bolsillo del saco que lleva puesto.
Dibuja líneas muy juntas, algunas paralelas y otras que se entrecruzan. Luego otra, perpendicular y ondulada, que las corta cerca de un extremo. Son las plantas de arroz en el agua.
Después hace unos círculos muy pequeños en las puntas: los granos.
Me dice que se van llenando y vuelve a trazar las líneas pero en lugar de rectas, curvas en los extremos: las plantas cuando el arroz madura.
“Cuanto más lleno está uno, cuanto más educado es, más humilde debe ser”, dice. “Uno debe inclinarse como la planta de arroz por el peso de los granos”.
Luego extiende las manos y los brazos y los mueve paralelos al piso. “Se colocaban grandes telas sobre el campo”, dice.
Yo las imagino blancas, ondulándose apenas, como se mueve el agua cuando es mansa.
Él vuelve a poner las manos como si agarrara un pequeño atado y lo sacude como hizo antes, contra el borde de la mesa.
Ahora veo claramente, casi puedo tocar, los granos de arroz que se desprenden.



19 jun 2020

EL PINTOR DE BATALLAS, de Arturo Pérez - Reverte

Deslumbrante de principio a fin, El pintor de batallas arrastra al lector, subyugado, a través de la compleja geometría del caos del siglo XXI: el arte, la ciencia, la guerra, el amor, la lucidez y la soledad, se combinan en el vasto mural de un mundo que agoniza.

Una historia para leer de una sentada, que la disfruten,
Carmen

15 jun 2020

HISTORIA DE UNA HORA, de Kate Chopin



«Historia de una hora» («The Story of An Hour») fue publicado por primera vez en Vogue, el 6 de diciembre de 1894, con el título «The Dream of an Hour». Traducción de Olivia de Miguel.
1850-1904 San Luis, Missipi, Estados Unidos


Como sabían que la señora Mallard padecía del corazón, se tomaron muchas precauciones antes de darle la noticia de la muerte de su marido.
Su hermana Josephine se lo dijo con frases entrecortadas e insinuaciones veladas que lo revelaban y ocultaban a medias. El amigo de su marido, Richards, estaba también allí, cerca de ella. Fue él quien se encontraba en la oficina del periódico cuando recibieron la noticia del accidente ferroviario y el nombre de Brently Mallard encabezaba la lista de «muertos». Tan sólo se había tomado el tiempo necesario para asegurarse, mediante un segundo telegrama, de que era verdad, y se había precipitado a impedir que cualquier otro amigo, menos prudente y considerado, diera la triste noticia. Ella no escuchó la historia como otras muchas mujeres la han escuchado, con paralizante incapacidad de aceptar su significado.

12 jun 2020

LA BATALLA DEL CALENTAMIENTO, de Marcelo Figueras

Un cuento de hadas contemporáneo. Esta novela cuenta la desmesurada fábula de Teo, de la pequeña Miranda y de la bella Pat Finnegan, tres sobrevivientes llamados a figurar entre los personajes inolvidables de la literatura de hoy. Y también la historia del pueblo de Santa Brígida, gobernado por un insólito Jekyll & Hyde cuya dualidad no hace otra cosa que volverlo más sabio. En La batalla del calentamiento, Marcelo Figueras narra con emoción, humor y un escalofriante suspense, el suceso de una verdadera gesta: la que componen un gigante acuciado por sus fantasmas, una niña hechicera a pesar suyo y una mujer que ha atravesado las tinieblas y pugna por despertar de su pesadilla.

Que la disfruten,
Carmen


8 jun 2020

LOS POCILLOS, de Mario Benedetti

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro.
“Negro con rojo queda fenomenal”, había sido el consejo estético de Enriqueta.
Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
“El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana.
La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo.” Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego.

4 jun 2020

EL ABANICO DE SEDA, de Lisa See

Como prueba de su buena estrella, Lirio Blanco, una tímida niña de siete años, hija de una humilde familia de campesinos, será hermanada con Flor de Nieve, que vive en un pueblo lejano y es de muy diferente ascendencia familiar. Por medio de una ceremonia ancestral, ambas se convierten en laotong («mi otro yo» o «alma gemela»), un vínculo que dura toda la vida y que será más profundo que el matrimonio. Desde el principio, y a lo largo de los años, Lirio Blanco y Flor de Nieve se intercambiarán mensajes en nu shu escritos en un abanico de seda, que las sirvientas llevarán de una casa a la otra. En abanicos y pañuelos darán cuenta de lo que nadie conoce: sus más íntimos pensamientos y emociones, y gracias a esa vía secreta de comunicación se consolarán de las penalidades del matrimonio y la maternidad. El nu shu las mantendrá unidas, hasta que un error en la interpretación de uno de los mensajes amenazará con truncar su profunda amistad.


Que lo disfruten,
Carmen

1 jun 2020

SUDOR, de Pedro Mairal


Estuvimos cuatro años de novios con Valeria hasta que empezamos a buscar departamento para irnos a vivir juntos y en la búsqueda infinita me empecé a dar cuenta de que yo rechazaba todos los departamentos que veíamos porque en realidad no quería mudarme con ella. Pero todo lo demás fue felicidad. O casi todo.
Valeria era hija única, vivía con sus padres cerca del hipódromo de San Isidro en una casa con pileta, mini jardín y hasta un cuarto de servicio que no se usaba, junto a la cocina en la planta baja. En ese cuarto dormía yo los fines de semana. Me llevaba bien con mis suegros, a mi suegro le celebraba los asados, a mi suegra los postres y así me hospedaban amablemente desde el viernes a la noche hasta el domingo a la tarde. 
Habían tenido a su hija ya pasados los cuarenta y ahora eran un matrimonio mayor, ya entrados en una especie de plácida menopausia. Me trataban bien, algo distantes, cuidadosos, pero me querían. Si me mantenía durmiendo en ese cuarto en planta baja, más o menos lejos de su hija, me querían. Aunque supongo que sabían que su hija no era virgen, no sé hasta qué punto sospechaban de los cruces nocturnos. Lo cierto es que cuando ya todo estaba en calma y apenas se oía ladrar algún perro de la cuadra a las dos de la mañana, Valeria bajaba y se metía conmigo en la cama. Casi no tengo imágenes de esas noches porque cogíamos con la luz apagada, no por pudor sino para que no nos descubrieran. Pero sí me acuerdo de los sofocones, de los gritos mudos, del jadeo. Nos convertíamos en un monstruo empapado. Valeria fue la primera mujer que me hizo sudar, o la primera por la que estuve dispuesto a agotarme hasta el desmayo.