Hoy es jueves y los jueves almorzamos juntos.
Hablamos mucho, o lo que para
nosotros es mucho. Ninguno de los dos somos personas que otros consideren
conversadores.
A veces hasta almorzamos en silencio.
Un silencio cómodo, liviano como el aire del que está hecho, y en el que se
expresa mejor el sabor de lo que comemos.
Algunas otras veces cuando hablamos,
las palabras van formando pequeños montículos que lentamente se transforman en
montañas.
Entre una y otra hacemos silencios
largos: valles en los que pensamos como si anduviéramos.
Es sabido que las conversaciones y la
música, están hechas también de sus silencios.
Elegimos un restaurant que es una
casa antigua en San Telmo. Tiene un patio en el centro, un cuadrado de cielo
propio, nubes diferentes todo el tiempo.
La conversación con mi padre avanza a
un paso tranquilo, como en un paseo.
De repente, en medio de una frase, él
dice, “… limpiar arroz…” y junta las manos haciendo un aro con los dedos
y las mueve arriba y abajo como si golpeara algo contra el borde de la mesa.
Lo que ocurre de repente no es que él
diga esas palabras sino que yo me doy cuenta de que no sé cómo se limpia el
arroz. Lo que ocurre de repente es que me doy cuenta de que sé muchas cosas de
él así, sin saberlas, apenas intuyéndolas.
Sé que mi padre en sus manos debe
estar sujetando un manojo de algo que yo no veo. Busco en mi memoria los campos
de arroz que ví en Japón e imagino que el manojo debe ser de esa especie de
juncos verdes.
Deduzco torpemente que el arroz debe
estar adherido a las plantas y al sacudirlo, debe caer. Como pequeños
frutos o semillas.
Así, viendo los gestos de mi padre,
puedo llegar al pasado, a Japón o a la historia de mi padre, que es la mía.
Como miro cuadros impresionistas, sin buscar los detalles sino la luz, la
idea. Como conozco los árboles de la vereda de mi casa, sin saber
sus nombres, pero sin poder imaginar mi casa sin ellos en las ventanas.
Así converso con mi padre: segura y a
tientas.
Él dice por ejemplo que este país es
un niño, “200 años apenas”, y junto al niño yo veo a un Japón viejo, con manos
en los que la piel cubre y descubre la forma de los huesos.
Si él se agarra la cabeza cuando dice
que corrían por campos de té, yo sé que pasan aviones por el cielo que no veo y
que bombardean.
Miramos el menú y elegimos platos que
vamos a compartir. Mi padre nunca se acostumbró a comer un solo plato. Fue mi
madre la que se acostumbró a preparar varios platos para cada comida.
Después hablamos de libros. Él está
leyendo Las benevolas, un libro que lleva consigo a donde vaya.
Mi padre siempre lleva un libro y un
diccionario con él.
A mí, que nací y me crié en
Argentina, me da pereza buscar palabras en el diccionario. A él,
no. El español de mi padre japonés es más vasto y más correcto que
el mío.
Me cuenta que fue a hacerse unos
estudios que le ordenó el médico y mientras esperaba leyó unas cuantas páginas.
“¿Qué estudios?”, le pregunto. “Una biopsia”,
responde.
Tengo miedo, un miedo espeso. Siento
lo que está al acecho, y una certidumbre parecida a la de que al día lo sucede
la noche. Una especie de vértigo.
Todo lo que no pregunté en años
vuelve a mí. Cada pregunta vuelve y trae otras. Quiero saber por qué mi padre
eligió este país, este país niño. Quiero saber cómo fue el día en que mi padre
supo que había comenzado la guerra, cómo fueron cada uno de los días que
siguieron hasta el día en que llegó a esta tierra. Quiero saber cómo eran sus juguetes
y su ropa, cómo era ir al colegio durante la guerra, cómo era el puerto de
Buenos Aires en los sesenta, si le escribía cartas a mi abuela, qué
decían. Quiero saber los colores, las palabras, el olor de la comida, las
casas en las que vivió.
Una vez me contó que cuando recién
había llegado, no se metía en la bañadera sino que se lavaba fuera de ella y
sólo se sumergía en el agua cuando estaba limpio, porque ése es el modo en que
se hace en Japón.
Como ésas quiero que me cuente más
cosas. Muchas. Todas.
Quiero que me cuente cada día, para
que no lo sople el tiempo. Tal vez para escribirlo: dejarlo agarrado con tinta
a un papel para siempre.
¿Por dónde empezar? ¿Dónde empiezan
las preguntas? ¿Cuál es la primera?
Busco por dentro, como si corriera
perdida en este valle de silencio que se ha abierto de repente entre las
palabras. Perderse en un lugar tan vasto se parece a un encierro.
Cuando dejo de buscar, veo la
pregunta frente a mí como si me hubiese estado esperando.
Miro a mi padre y digo mi pregunta.
Él sonríe, toma un papel de entre las
hojas de su libro y saca un lápiz negro del bolsillo del saco que lleva puesto.
Dibuja líneas muy juntas, algunas
paralelas y otras que se entrecruzan. Luego otra, perpendicular y ondulada, que
las corta cerca de un extremo. Son las plantas de arroz en el agua.
Después hace unos círculos muy
pequeños en las puntas: los granos.
Me dice que se van llenando y vuelve
a trazar las líneas pero en lugar de rectas, curvas en los extremos: las
plantas cuando el arroz madura.
“Cuanto más lleno está uno, cuanto
más educado es, más humilde debe ser”, dice. “Uno debe inclinarse como la
planta de arroz por el peso de los granos”.
Luego extiende las manos y los brazos
y los mueve paralelos al piso. “Se colocaban grandes telas sobre el campo”,
dice.
Yo las imagino blancas, ondulándose
apenas, como se mueve el agua cuando es mansa.
Él vuelve a poner las manos como si
agarrara un pequeño atado y lo sacude como hizo antes, contra el borde de la
mesa.
Ahora veo claramente, casi puedo
tocar, los granos de arroz que se desprenden.
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