CONOCIMIENTOS IMPRESCINDIBLES
Nuestra gran casa de verano y su Paraíso de frutales e
higueras, costeaba toda una cuadra de tierra a lo largo. Del otro lado lindaba
con un estrecho terreno y una casa desordenada separada por un cerco de
ligustros entramado en el alambre. Era una vivienda que yo no lograba entender
del todo, habitada por una familia de apellido difícil de pronunciar. La
abuela, hijos y nietos vivían en distintas construcciones pegadas unas a
otras. De esa gente solo distinguía dos nenas
de edad parecida a la mía, Pocha y
Teresita.
La Pocha, que era linda pero bastante tonta, ya grande,
le conocí un trágico destino de muerte, hoy lo llamaríamos un femicidio, en
manos de un esposo policía. Teresita era alegre y curiosa, llena de
conocimientos que yo no tenía y dispuesta a compartirlos. Mi mamá y mis
hermanas desalentaban esa amistad, pero como tenían poco tiempo y ganas para
controlarme, cuando podía aceptaba la invitación tras–cerco de Teresita.
A mis años me
gustaría preguntarle cómo me veía. ¿Qué pensaba ella de mí? De esa nena
gordita, de vestiditos primorosos en verano, solitaria pero expansiva. Que
aparecía y desaparecía, con alguna muñeca llevada a la rastra y siempre un
libro en la mano. Teresita me llamaba suavecito y yo respondía si andaba cerca,
para meterme en el hueco de los ligustros que eran nuestro portal secreto. Fue
ella la que me contó como salían los bebés de la panza de las mamás.
—Por el pupo –por supuesto. Y me instó a que comparáramos
nuestras mutuas rutas de salidas.
A Teresita le gustaban las clases prácticas. Apenas lo
hicimos me di cuenta que era un imposible. Lo del pupo, digo. Siempre tuve esa
innata apreciación racional de las novedades. Observé que estaban férreamente
cerrados. Nada podría salir por ese túnel en espiral, sellado con un nudo. En el de ella se podía ver claramente. El mío
era más confuso porque su fin se perdía entre la carne suave y rotunda. De
todas maneras, era información altamente explosiva para ser usada en una mesa
dominguera. En mi familia la palabra “pupo” no se nombraba y las personas
increíblemente terminaban a la altura de los hombros para retomar consistencia
antes de las rodillas.
Ese domingo había sido con un tedioso almuerzo en que
nadie se percató de mi presencia y todo jolgorio había rodeado la noticia de la
pronta llegada de mi primer sobrino. Era el momento justo. Fue tan hermoso
escuchar el asombrado silencio que se instaló cuando dije:
—Teresita me contó que los bebés salen de la panza de las
mamás por el pupo.
Ante mis conocimientos biológicos, papá simplemente se
levantó dejando la servilleta con firmeza.
Quedaban aún tres higos en almíbar sobre su plato. Yo tenía escasos seis
años.
EL TAJO Y LA
COSA
Aunque anduviera leyendo cuanto escrito tuviera a mano y
hubiese perdido mi entusiasmo por “El Tesoro de la Juventud” debido a un
disgusto terrible que me dejó por dentro un tembladeral varios días (quizás después se los cuente) y poseyera la
inconmensurable dimensión del verbo con el “Larousse”, a mí me faltaba mucha calle.
En la casa de invierno tenía los tres tomos del fantástico diccionario, pero
estaba en el escritorio de mi padre. Era complicado llegar a su uso aunque las
ilustraciones y los detalles desafiaran a viajar por el universo. En cambio, en
la gran casa de campo, había un “Pequeño Larousse” mucho más disponible y que
era igualmente encantador. Las personas grandes, alejadas de esas cajas de
Pandora, ahora encarceladas por los
barrotes de sistemas como Google y el internet, no pueden ni imaginar lo que se
pierden. Es tan sencillo, por ejemplo, caer en “pene” si una hizo una visita a pendencia ,diviso péndulo, encallo
en pene y termino amarrando la barca de
la curiosidad en penicilina, la substancia antibiótica producida por
penicillium notatum, que curó los males de mi hermano Héctor, allá por la
década del 30 ,una de las historias
favoritas de mi madre. Igual pasaba con vagina si una buscaba vaguada, o vulva
al rastrear vulgo. Basta perseguir las palabras y seguirlas como perdiguero,
tener una curiosidad infinita y leer buena literatura. De tal manera que los
conocimientos estaban y su significado también, hilvanados como tela de araña y
guardados. Bien guardados. Ya he dicho que los niños son sujetos astutos e
intuyen qué pueden o no hablar o saber.
Ese verano, en el portal prohibido del ligustro, me reí cuando Teresita
pronunciaba alguna palabra mal. No por maldad, sino porque me divertía cómo
sonaba cocholate o estratua o vasaciones. Ella perdió la paciencia y me gritó
que no era ninguna analfabética y entonces sí redoblé las carcajadas. Recuerdo
que detuvo su partida, se dio vuelta y me miró con desdén. En sus ojitos rasgados, color miel y
algo reptilescos brillaba el deseo de hacer daño.
—Bien que no sabés nada del tajo y la cosa de los hombres
—dijo sibilante.
Para mí el tajo era la herida que sangraba cuando un
cuchillo cortaba la piel y cosa podrían ser todas las cosas. Nunca había
sospechado que hubiera una, que perteneciera solamente a los hombres. Ella supo
al instante que era ganadora en ese duelo lingüístico. Mis pupilas estaban dilatadas por el asombro
y la boca abierta por el gancho de izquierda que me noqueó al instante. Hasta
sabía que era “left hook” porque mi hermana Cristina y Alberto se tiraban a la cara la frase en
inglés ante cada discusión ganada. Teresita se acercó lentamente y me miró a
los ojos.
—El tajo es por donde entra la cosa de los hombres si
querés tener un bebé, estúmpida!
Left hook, me dije.
Moraleja.
No hay nada mejor que una buena cachetada de
realismo para que todos los
conocimientos académicos cobren sentido.
Que lo disfruten,
Carmen
EL NO
De chica me dijeron
que había partes
indebidas de mostrar.
Un cuerpo dividido en claroscuros permitidos.
Y nosotras buscamos los rincones
para entrar infatigables
en la tenebrosa idea del
pecado.
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