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21 abr 2020

LA HISTORIA DE EMILIA - KENTUKI - de Samanta Schweblin


1- En la pantalla apareció un recuadro. Reclamaba el número de serie y Emilia suspiró y se acomodó en su silla de mimbre. Requerimientos como ese era lo que más la desquiciaba. Al menos su hijo no estaba ahí, marcándole en silencio el paso del tiempo mientras ella buscaba sus anteojos para revisar otra vez las instrucciones. Sentada en el escritorio del pasillo, se enderezó en la silla para aliviar el dolor de espalda. Inspiró profundamente, exhaló y, verificando cada dígito, ingresó el código de la tarjeta. Sabía que su hijo no tenía tiempo para hacer tonterías, y aun así se lo imaginó espiándola desde alguna cámara oculta en el pasillo, padeciendo su ineficiencia desde esa oficina de Hong Kong, tal como lo hubiera hecho su marido si todavía estuviera vivo. Después de vender el último regalo que su hijo le había mandado, Emilia pagó las expensas atrasadas del departamento. No entendía mucho de relojes, ni de carteras de diseño, ni de zapatillas deportivas, pero había vivido lo suficiente para saber que cualquier cosa envuelta en más de dos texturas de celofán, entregada en cajas afelpadas, y contra firma y documento, valía lo suficiente para saldar sus deudas de jubilada y dejaba muy en claro lo poco que sabía un hijo sobre su madre. Le habían sacado al hijo pródigo en cuanto el chico cumplió los diecinueve años, seduciéndolo con sueldos obscenos y llevándolo de acá para allá. Ya nadie iba a devolvérselo, y Emilia todavía no había decidido a quién echarle la culpa. La pantalla volvió a parpadear, «Número de serie aceptado». No tenía una computadora última modelo pero le alcanzaba para el uso que le daba. El segundo mensaje decía «conexión de kentuki establecida», y enseguida se abrió un programa nuevo. Emilia frunció el ceño ¿de qué servían esos mensajes si eran indescifrables? La enervaban, y casi siempre estaban relacionados con los dispositivos que le enviaba su hijo. Para qué perder tiempo tratando de entender aparatos que nunca volvería a usar, eso era lo que se preguntaba cada vez. Miró la hora. Ya eran casi las seis. El chico llamaría para preguntar qué le había parecido el regalo así que hizo un último esfuerzo por concentrarse. En la pantalla el programa mostraba ahora un teclado de controles, como cuando jugaba a la batalla naval en el teléfono de su hijo, antes de que esa gente de Hong Kong se lo llevara. Por sobre los controles una alerta proponía la acción «despertar». La seleccionó. Un video ocupó gran parte de la pantalla y el teclado de controles quedó resumido a los lados, simplificado en pequeños íconos. En el video, Emilia vio la cocina de una casa. Se preguntó si podría tratarse del departamento de su hijo, aunque no era su estilo y el chico nunca tendría el lugar tan desordenado ni sobrecargado de cosas. Había revistas en la mesa debajo de algunas cervezas, tazas y platos sucios. Detrás, la cocina abierta a un living pequeño, en iguales condiciones. Se oyó un murmullo suave, como un canto, y Emilia se acercó a la pantalla para intentar entender. Sus parlantes eran viejos y ruidosos. El sonido se


13 abr 2020

UNOS OJOS FATIGADOS, de Guillermo Martínez


El hombre que me abre la puerta es viejo, aunque no de los más viejos que me han tocado. Tiene unos ojos fatigados, con esa fragilidad algo acuosa de la edad, pero la mirada es lúcida, casi hiriente, y sus maneras son dignas y calmas. Cierra la puerta y se mueve con lentitud de regreso a su sillón, como si fuera un trayecto peligroso en el que tuviera que poner sumo cuidado; sólo cuando logra sentarse me indica otro sillón enfrente de él. Se sirve un vasito de licor de una botella facetada con una mano que tiembla ligeramente. Un Parkinson todavía controlable.
   --Discúlpeme por la hora -me dice-; espero no haberlo despertado.
   --No, duermo muy poco -lo tranquilizo-. Y realmente quería salir, en todo el día no había tenido llamados.
   --¿No llaman mucho, entonces? -sus párpados se alzan un poco; las pupilas son de un color celeste acerado, pero a la luz de la lámpara se ven casi grises.
   --Sí llaman. Bastante. Más de lo que nadie hubiera supuesto en un principio. Sólo que no me llaman a mí.
   --Entiendo -dijo-: vi los otros avisos. ¿Qué prefieren? ¿Mujeres? ¿Sacerdotes?
   --Mujeres, supongo, sí. Pero no en un sentido sexual, casi nunca. Buscan caras parecidas. A la madre, a una antigua novia; alguien que les recuerde a un ser querido. Pero también hay modas. Muchos piden enfermeras, o médicos.
   --¿Y quiénes lo piden a usted? -su mirada parece por un momento irónica pero la atenúa enseguida una sonrisa cortés.
   --Ex académicos, sobre todo. Universitarios, escritores. Gente que todavía tiene bibliotecas, como usted, y quieren una conversación "filosófica".
   --No, no se preocupe, nada de conversaciones. Sólo quiero terminar mi copita. ¿Puede creer que ellos intentaron enviarme un verdadero filósofo?
   --Bueno, se supone que tienen que intentarlo todo. ¿Cuántos embajadores tuvo?
   --¿”Embajadores"? ¿Así los llaman? -se sonríe y mueve la cabeza-. A veces pueden ser graciosos. Fueron siete en total, llevé la cuenta. Son verdaderamente ingenuos, estuve a punto de escribir un último ensayo: el desfile de las razones para seguir. Me enviaron incluso una prostituta, una chica joven. Joven de verdad. Tuve que decirle: M'hijita, podría haberlo considerado... ¡hace cien años!
   --En general envían sólo tres. Pero escuché hablar de casos como el suyo. Son los que consideran una anomalía.  Usted no es tan viejo, no parece enfermo, ni perdió las facultades mentales: yo veo únicamente un Parkinson muy suave.
   --Sí, estoy sano, eso los desesperaba sobre todo. En un momento llegué a pensar que en realidad me estaban estudiando, debajo de distintos disfraces. O que era una clase de trampa legal, y que nunca dejarían de sucederse, uno tras otro. Pero evidentemente se resignaron, esta mañana me llegó el permiso oficial. Me dediqué a buscar la persona apropiada toda la tarde. Vi muchos avisos en la red, pero no sabía a quién llamar. Del suyo me gustó el título: Un final definitivo. Eso es exactamente lo que quiero: que sea definitivo- suspira y deja en la mesa el vasito vacío-. ¿Lo tiene en el maletín?