El hombre que me abre la puerta es
viejo, aunque no de los más viejos que me han tocado. Tiene unos ojos
fatigados, con esa fragilidad algo acuosa de la edad, pero la mirada es lúcida,
casi hiriente, y sus maneras son dignas y calmas. Cierra la puerta y se mueve
con lentitud de regreso a su sillón, como si fuera un trayecto peligroso en el
que tuviera que poner sumo cuidado; sólo cuando logra sentarse me indica otro
sillón enfrente de él. Se sirve un vasito de licor de una botella facetada con
una mano que tiembla ligeramente. Un Parkinson todavía controlable.
--Discúlpeme por la hora
-me dice-; espero no haberlo despertado.
--No, duermo muy poco -lo
tranquilizo-. Y realmente quería salir, en todo el día no había tenido
llamados.
--¿No llaman mucho,
entonces? -sus párpados se alzan un poco; las pupilas son de un color celeste
acerado, pero a la luz de la lámpara se ven casi grises.
--Sí llaman. Bastante. Más
de lo que nadie hubiera supuesto en un principio. Sólo que no me llaman a mí.
--Entiendo -dijo-: vi los
otros avisos. ¿Qué prefieren? ¿Mujeres? ¿Sacerdotes?
--Mujeres, supongo, sí.
Pero no en un sentido sexual, casi nunca. Buscan caras parecidas. A la madre, a
una antigua novia; alguien que les recuerde a un ser querido. Pero también hay
modas. Muchos piden enfermeras, o médicos.
--¿Y quiénes lo piden a
usted? -su mirada parece por un momento irónica pero la atenúa enseguida una
sonrisa cortés.
--Ex académicos, sobre
todo. Universitarios, escritores. Gente que todavía tiene bibliotecas, como
usted, y quieren una conversación "filosófica".
--No, no se preocupe, nada
de conversaciones. Sólo quiero terminar mi copita. ¿Puede creer que ellos
intentaron enviarme un verdadero filósofo?
--Bueno, se supone que
tienen que intentarlo todo. ¿Cuántos embajadores tuvo?
--¿”Embajadores"? ¿Así
los llaman? -se sonríe y mueve la cabeza-. A veces pueden ser graciosos. Fueron
siete en total, llevé la cuenta. Son verdaderamente ingenuos, estuve a punto de
escribir un último ensayo: el desfile de las razones para seguir. Me enviaron
incluso una prostituta, una chica joven. Joven de verdad. Tuve que decirle:
M'hijita, podría haberlo considerado... ¡hace cien años!
--En general envían sólo
tres. Pero escuché hablar de casos como el suyo. Son los que consideran una
anomalía. Usted no es tan viejo, no parece enfermo, ni perdió las
facultades mentales: yo veo únicamente un Parkinson muy suave.
--Sí, estoy sano, eso los
desesperaba sobre todo. En un momento llegué a pensar que en realidad me
estaban estudiando, debajo de distintos disfraces. O que era una clase de
trampa legal, y que nunca dejarían de sucederse, uno tras otro. Pero
evidentemente se resignaron, esta mañana me llegó el permiso oficial. Me
dediqué a buscar la persona apropiada toda la tarde. Vi muchos avisos en la
red, pero no sabía a quién llamar. Del suyo me gustó el título: Un final
definitivo. Eso es exactamente lo que quiero: que sea definitivo- suspira y
deja en la mesa el vasito vacío-. ¿Lo tiene en el maletín?
Sus ojos vuelven a mirarme
y otra vez me llama la atención el color cambiante de las pupilas bajo la luz.
Apoyo el maletín en la mesita y lo abro con cuidado. Parece decepcionado al ver
sólo una jeringa.
--No -dice-: tiene que ser
algo más drástico. Si no le parece mal, voy a buscar mi escopeta. No pienso
dejarles el cerebro. Son como buitres y están en todas partes: en las morgues,
en los cementerios, en los hospitales. Sé que se infiltran incluso entre
ustedes para recuperar la masa encefálica.
--Como usted quiera -digo.
Lo dejo incorporarse y
caminar dos pasos, hasta que me vuelve la espalda. Me acerco por atrás, le paso
el brazo izquierdo debajo del cuello, abro la palma sobre la nuca y empujo con
fuerza hacia adelante. Es el procedimiento alternativo, y se supone que
preserva por unos minutos el flujo sanguíneo a la cabeza. Llamo por teléfono
mientras doy vuelta con una mano el cuerpo delgado y reseco. Alzo con cuidado
uno de los párpados para mirar la pupila de cerca.
--¿Recuperable o
irrecuperable? -me preguntan.
--Recuperable -contesto-.
Pero cambié de idea sobre el trato. Prefiero quedarme con algo para mi
colección.
--Sólo puede ser algo
externo -me advierten.
--Los ojos -digo-. Creo que
son antiguos. Creo que son auténticos ojos humanos.
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