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22 abr 2019

MI JOCKEY, de Lucía Berlín


Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes. Bomberos y jockeys. Siempre vienen a las salas de urgencias. Las radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos constantemente, pero se vendan y corren la siguiente carrera. Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián. Suelo atenderlos yo, porque hablo español y la mayoría son mexicanos. Mi primer jockey fue Muñoz. Dios. Me paso el día desvistiendo a la gente y no es para tanto, apenas tardo unos segundos. Muñoz estaba allí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura, pero con aquella ropa tan complicada fue como ejecutar un elaborado ritual. Exasperante, porque no se acababa nunca, como cuando Mishima tarda tres páginas en quitarle el kimono a la dama. La camisa de raso morada tenía muchos botones a lo largo del hombro y en los puños que rodeaban sus finas muñecas; los pantalones estaban sujetos con intrincados lazos, nudos precolombinos. Sus botas olían a estiércol y sudor, pero eran tan blandas y delicadas como las de Cenicienta. Entretanto él dormía, un príncipe encantado.
Empezó a llamar a su madre incluso antes de despertarse. No solo me agarró de la mano, como algunos pacientes hacen, sino que se colgó de mi cuello, sollozando
«¡Mamacita, mamacita!». La única forma de que consintiera que el doctor Johnson lo examinara fue acunándolo en mis brazos como a un bebé. Era pequeño como un niño, pero fuerte, musculoso. Un hombre en mi regazo. ¿Un hombre de ensueño? ¿Un bebé de ensueño? El doctor Johnson me pasaba una toalla húmeda por la frente mientras yo traducía.

15 abr 2019

PRUEBA DE VUELO y PARPADEOS, de Eugenio Mandrini


PRUEBA DE VUELO
Se evaporada el agua. El nadador todavía se sostiene, no cabe duda: es un ángel.

PARPADEOS
Solo hay tres clases de ciegos, ¿o tres no es el número perfecto? Está ese al que no hay explosión ni asamblea de luciérnagas que lo saquen de la sombra profunda. Está el otro, el que aún ciego, conserva un esbozo de penumbra y al resplandor de un fósforo queda de pronto en éxtasis y bajo la luz furiosa del mediodía cree que los ojos le vuelven. Y finalmente está aquél, ese que palpa afanoso los contornos y las grietas, los movimientos y temblores de los breves mundos. Ése, el tercero, es el amante.



Dos textos absolutamente distintos, pero que ambos reúnen todo lo necesario para ser geniales, 
Que los disfruten,
Carmen

4 abr 2019

EL ABUELO MARTÍN, de Claudia Piñeiro

Pasa a buscar a su hijo a las nueve en punto, como cada sábado. Así lo acordó con Marina cuando se separaron. El niño se le abraza a las piernas en cuanto su madre abre la puerta. Casi sin más palabras que un saludo, ella le da su mochila. Hernán le pide una campera. “No creo que haga falta”, dice ella, pero él insiste. No le aclara que llevará a Nicolás fuera de la ciudad, a la casa del abuelo Martín, donde la temperatura siempre es menor en unos grados. Para qué, ella empezaría con sus recomendaciones: que los caballos pueden patear al chico, que el estanque es peligroso, que no vaya a treparse a ningún árbol. Las mismas recomendaciones que daba cuando estaban casados y que hicieron que Hernán dejara de ir. Ahora que es tarde, se arrepiente. La muerte del abuelo Martín, tres meses atrás, canceló cualquier posibilidad de reparación.
Es un día de sol y la ruta está vacía. Hernán pone uno de los cedés preferidos de Nicolás, pero antes de salir de la ciudad su hijo ya está dormido. Siendo así, él prefiere el silencio y dedicarse a pensar en lo que tiene que hacer, su madre le encargó ocuparse de la venta de la casa. A él no le cayó bien el encargo; bastante tiene con sus cosas, pero era el candidato natural para la tarea y no pudo negarse. No sólo había sido el preferido de su abuelo, sino que además es arquitecto. Qué mejor que un arquitecto para poner a punto una casa que se quiere vender. En la familia se dice que Hernán es arquitecto por el abuelo Martín. Mientras sus hermanos y primos andaban a caballo o se metían en el estanque, él lo acompañaba en las múltiples tareas que le demandaba la casa. El abuelo tenía una empresa constructora y aunque no estudió arquitectura era como si lo hubiera hecho. Incluso mejor, muchas tareas las realizaba con sus propias manos: levantar una pared, pintar un ambiente, reparar los techos. Por el cariño que le tiene y si no fuera tan desastroso el estado de sus finanzas después del divorcio, lejos de venderla, Hernán se quedaría con esa casa.
Pasa la tranquera y se alegra de que su madre se haya ocupado al menos de deshacerse de los animales.