A María Elena Boglio
Aquí es muy
tranquilo. Nunca pasa demasiado. Hemos aprendido a distinguir las voces de las
aves y los animales, el aleteo de los cisnes que pasan por la casa, el ruido de
los diferentes motores que retumban por los caminos. No a mucha gente le gusta
esta tranquilidad.
JOHN MCGAHERN
Había echado las
cluecas la mañana del día que tuvieron que internar a Beatriz Helena y entonces
fue él quien controló los huevos hasta que los pollitos nacieron. Eso era algo
que la mortificaba un poco, porque se trataba de una tarea que siempre habían
hecho las mujeres, primero su madre, después su hermana o ella misma. De los
cerdos y las vacas sí se ocupaba él, pero ahora quedaban sólo ellos dos en este
mundo y alguien tenía que estar en el hospital acompañando a Beatriz Helena. En
los veintiún días que mediaron entre las cluecas y los pollitos saliendo del
cascarón, había sucedido todo. Nomás unos pocos huevos perdidos y ahora estaban
ahí piando ciento cincuenta pollitos; a fines de enero podría venderlos. Todos
los meses pasaba por el campo el hombre del rastrojero y su hermana o ella le
entregaban los pollos; era como una caja chica, así no tenían que usar dinero
de la cosecha, los vendían y a veces también los canjeaban por ropa de cama o
no perecederos que el hombre llevaba por los campos. La lluvia de la noche, con
ser poca, refrescaba la tierra, le sacaba al campo un perfume a recién nacido.
Fueron los dos al pueblo por primera vez después del sepelio, porque se estaban
acabando las provisiones. Beatriz Estela un poco cansada de escuchar
condolencias que, aun viniendo de sus compañeras de oración, tal vez no eran
del todo sinceras. De cualquier modo, respondió con agradecimiento a cada
saludo, a cada comentario acerca de lo que había querido Dios, ya no sufre, es
mejor así, el señor la recibió en sus brazos , acerca de que ahora su hermana
descansaba en paz. A Luis Ernesto no le gusta conversar, ha sido así antes y lo
seguirá siendo ahora. Llegan al almacén y él deja la camioneta, como antes su
padre dejaba el sulky, pide un vaso de Gancia y un plato de maníes y absorto va
bebiendo y picando, acodado al mostrador, mientras su hermana hace las compras.
Como otras veces, como antes, cuando estaban los tres, compraron azúcar,
harina, yerba, té, queso cáscara colorada y dulce de batata y de membrillo para
varios días. También café, cacao amargo y varias tabletas de chocolate, porque
por las tardes Beatriz Estela prepara a veces leche con chocolate y se sientan
a beber en silencio, mirando hacia el campo, hacia los sembrados. Tienen trigo,
maíz y algo de sorgo para los animales, algunas vacas, cerdos para consumo
propio —aunque en Navidad siempre venden algunos lechones— y los pollos que
crían para cubrir gastos, sin echar mano de la cosecha. Fue sacando las cosas y
las llevó a la despensa, detrás de la cocina. Después, mientras Luis Ernesto
revisaba los corrales, hizo la limpieza de las habitaciones, cambió las sábanas
por otras blancas, almidonadas, cambió también el agua de las jarras en los
dormitorios, puso toallas nuevas (unas de algodón que Beatriz Helena había
desflecado y bordado a lo largo de las noches), regó y barrió los pisos de
ladrillo, pasó un trapo seco a los muebles y lavó la cacerola que en la corrida
al hospital había quedado por semanas en remojo. Después, separó la ropa de
trabajo de Luis Ernesto y salió al patio, llegó casi hasta el escusado, 27/89
hasta unos latones sobre braseros con agua y jabón blanco que ella misma ralla
para que se disuelva fácilmente, porque no le gusta lavar con jabón en polvo, y
puso la ropa en remojo, para que la mugre aflojara. Entró al escusado y cuando
terminó, lavó paredes, piso y fondo con creolina hasta que todo quedó
desinfectado. Después regresó a la casa, a la habitación que por años había
compartido con su hermana y que ahora era sólo suya, repasó cosa por cosa con
una franela pero no quiso cambiar nada de lugar, y puso a hervir, sobre un
calentador, un jarro de agua con hojas de eucaliptus. Con el olor a eucaliptus
reanudando la salud de la casa, se sentó a la pequeña mesa que estaba en la
habitación, junto a la ventana desde la que se ve el molino, tan antiguo como
ella misma, el molino al que los hermanos trepaban de niños para ver la
inmensidad de la llanura, sacó papel y una lapicera a fuente negra con la pluma
dorada y comenzó a escribir. Era una carta a su prima, la única prima con la
que tenían trato, en la que le contaba lo ocurrido, el tiempo en el hospital
desde el infarto de Beatriz Helena y luego la muerte, los trámites para el
sepelio y los días de tristeza que siguieron. Si bien las noticias no eran
buenas, podría decirse que más que de dolor, se trataba de una carta llena de
resignación. Beatriz Helena había muerto con los auxilios religiosos, el padre
Pedro —tan próximo siempre, tan querido— la había acompañado hasta último
momento, le había dado la extremaunción y los había asistido a ellos
espiritualmente, como siempre, desde hacía años; luego habían celebrado una
misa de cuerpo presente en la capilla de Campo Arana, una misa muy conmovedora,
y llevado los restos al cementerio viejo, donde están sepultados los padres. La
enterramos ese día mismo porque las noches últimas fueron largas y estábamos
prácticamente solos Luis Ernesto y yo, velando por ella, nomás nos acompañaban
el peón, nuestras amigas del Sagrado Corazón y el querido padre Pedro que jamás
nos abandona. Nos hemos quedado solos, querida prima, muy solos aquí los dos,
pero no nos acobarda porque así nos criaron nuestros padres y aunque es inmensa
la tristeza y la falta de anhelo en estos días, nos iremos resignando, como a
todo. El Padre dice que debemos aprender a aceptar la soledad, de modo que ante
las sombras que nos abruman a veces y la necesidad de perdón que nos agobia,
cuando el demonio pregunta, en medio de la noche ¿para qué todo?, la Virgen sagrada
nos asiste, Nuestra Señora del Bien renueva en las pequeñas cosas de cada día,
nuestro deseo de servir a Dios. El campo está lindo, ha llovido mucho este año;
ahora estamos por trillar. Alfa hay poca, nomás para nuestros animales, pero
hemos sembrado maíz y está linda la huerta, tenemos tomates, pimientos,
zapallitos de tronco y muchas flores de jardín. Estamos siempre ocupados,
trabajo no nos falta, y eso siempre es bueno, porque no nos deja pensar. El
domingo 13 recordaremos a papá con una misa en un nuevo aniversario de su
muerte y dentro de dos meses, si Dios así lo quiere, iremos en peregrinación a
Luján porque nos gustaría traer de 28/89 allí una imagen de Nuestra Señora para
entronizarla en nuestra casa. Tengo muchas labores pendientes, ahora sólo a mi
cargo, como coser y remendar la ropa. También quisiera decirte que el año
pasado, con mi hermana ya enfermita, hicimos un viaje a Fortín Mercedes donde
descansan los restos de Ceferino (ahora los llevarán a Chimpay) y visitamos la
sepultura de Laura Vicuña, que ya es beata. Bueno, no tengo más noticias que
éstas, querida prima, te deseo en lo más profundo de mi corazón un año con
selectas bendiciones y te pido disculpas por no avisar de la muerte de Beatriz
Helena pero, tanto Luis Ernesto como yo, pensamos que la ciudad está muy lejos
de estos campos y los caminos muy feos con la lluvia y vos tan ocupada cuidando
a nuestra tía. Te prometo que cuando pasen las novenas, iremos a visitarlas.
Ahora me despido, no sin antes rogarte que reces por nosotros y nos acompañes
en nuestras plegarias, para encontrar resignación. Respetos a la tía y para vos
todo el cariño de Luis Ernesto y Beatriz Estela, que te quieren . Una vez,
cuando era joven, Beatriz Estela había tenido un festejante; trabajaba en una
máquina de trilla que por entonces contrataban, parecía muy bueno el muchacho y
a ella le gustaba, pero sin que supiera por qué razón, él no le gustaba a su
padre, así de sencillas y difíciles son a veces las cosas. Después al muchacho
lo habían llamado para hacer el servicio militar y entonces todo se había
disuelto como una tormenta en el cielo. Él le había escrito una carta desde el
lugar a donde lo habían destinado, un sitio del sur, casi en la frontera con
Chile…, en medio de esas cosas nuevas en su vida, del impacto de un paisaje
cuya belleza no había imaginado y de la vida en el cuartel, él le hablaba
tímidamente de sus sentimientos para con ella. No era exactamente una
declaración de amor, una declaración explícita, era más bien una puerta abierta
hacia algo que Beatriz Estela no se había atrevido a mirar. Pese a todo, ella
había soñado muchas noches con el muchacho, soñaba que volvía a buscarla,
vestido de soldado y se la llevaba a los tropezones por el campo, pero después
con los años, aunque su padre ya no estaba, también los sueños se diluyeron.
Cuando el padre murió supieron que habían quedado ahí, en ese campo cercano a
la Capilla, como un testimonio del pasado, viviendo los tres a la manera de
antes, custodiando las tierras, como habían vivido los padres de sus padres.
Supieron también que estaban rodeados, que toda la región, excepto las
hectáreas que ellos tenían, se había transformado para siempre. Los nuevos
dueños cambiaban trigo por soja que da mayor rinde, cerraban los tambos,
vendían animales, no había quien viviera en las viejas casas, ni un vecino a
donde ir a jugar a las cartas alguna noche, ni donde pedir auxilio si les
pasaba algo, pero tengo que decirte, prima, que no nos acobarda ni nos
disgusta, porque hemos sabido, con el auxilio de Dios, permanecer a nuestro
modo, y así será hasta el último día. Cuando ya no estemos,