EL PARAÍSO DE UN HOMBRE
A Erica Bulmer, por sus narraciones
inolvidables; y a Lorenzo Tasi, por
devolverme un tiempo de carteros y cartas.
I
Debí creer a ciegas lo que apunta la inscripción en aquella lápida, y envidiar sencillamente la buena estrella de aquel hombre de polera negra y lentes que velaban unos ojos color hojas de olivo, y que ahora descansa bajo tierra en el cementerio. Sin embargo, me obstino en dudar de la veracidad del juicio escrito. Intuyo que el protagonista víctima de esta historia, algo escondía detrás de la apariencia, algo que rumoreaban los muros de su casa, los objetos exhibidos y también los excluidos, su amor desmesurado por criaturas vegetales. Susurros éstos que no me hubiesen llegado, de no haber sido yo (cosa que todos ignoran, aún el que escribió la lápida) quien estuvo en su vivienda y pasó con él la larga tarde anterior a su muerte.
Digo aquello de la credulidad y de la envidia, porque buscando la tumba del personaje en cuestión, pasados tres meses de ese día en que cambió el tiempo y bajó en catorce grados la temperatura y que fue el de su muerte, di con ella y un epitafio. Escrito a mano alzada y sobre un bloque de piedra gris, después de las iniciales T.M. y la fecha 2-IV-99, sólo decía: Fue feliz.
La letra, en sus redondeles, parecía de mujer; pero los trazos horizontales de la te y la efe mayúsculas que se resolvían en chicotazos enroscados y luego furiosamente largos, me hablaban de la letra de otro hombre. Quién lo acompañó en esa instancia final y se permitió aseverar tamaño concepto, más arriesgado aún que decir “fue bueno”, no lo sé y no creo tener modo de averiguarlo.
Aquel ser humano, parecía en su conversación un hombre solo, y esa única vez que estuve en su casa, busqué con especial atención fotos en paredes o en portarretratos y no hallé ninguna. Ni propia, ni ajena.
Por este hombre comencé a perderme en confusos pensamientos durante noches de insomnio.
Todos los primeros de mes, él hacía cola en la puerta del Banco Nación para cobrar su jubilación y yo la de mi padre. Por abreviar el tedio de la espera, manteníamos cortos diálogos. Hablábamos del árbol de la vereda de enfrente, un siempre verde con su copa podada en cubo como un insulto. De las escasas flores del lapacho de la esquina, ese septiembre, arguyendo que tal vez le retardó sus brotes la última helada de agosto... o quizá, la causa fuese la saturación de vapores de gas-oil, puesto que en el nuevo trazado del transporte, casi todas las líneas atravesaban el centro por esa calle antes de dispersarse por los barrios.
Pausadamente, el diálogo arribaba a la misma propuesta: algún día, ya que le gustan las plantas, venga a conocer mi jardín. He conseguido una réplica del paraíso perdido. Sólo le falta un manzano en medio. Pero no, el manzano es el árbol de la perdición, dijo riendo una mañana que se manifestaba más locuaz.
Nunca nombró a nadie. Parecía que el pecho de ese hombre estaba desalojado de personas y que exclusivamente daba albergue a los árboles y a las flores, dejando sospechar que las atendía con la inquietud de un enamorado.
Fue feliz, decía la lápida; conoció la felicidad, debiera decir en tal caso.
Nunca supe lo que es ser feliz, aunque una tarde creí entreverlo. Sólo tengo la sospecha de que tocar ese estado de gracia es cosa del destino, y siempre entreverado con las ocupaciones del corazón. Inasible. Y por sobre todo, efímero. Últimamente pregunto y leo sobre la felicidad por resolver un indescifrable: la historia de aquel hombre.
Por eso volví a leer el Epistolario de Lorenzo Tasi, escrito en el año 62, y por supuesto, consulté a Erica Bulmer.
Hace tres noches, la urgí a que me diera su teoría sobre qué es ser feliz. Para mi todo comienza, dijo, cuando alguien nos deslumbra y somos sacados violentamente de la quietud. Entonces se puede ser feliz un instante, algunas horas... por qué no pensar en muchos años. Lo cierto es, que después de tal experiencia corremos el riesgo de quedar turbados toda la vida, terminó diciendo.
El hilo de la conversación llevó a Erica a narrarme historias. Entre todas, una me resultó inolvidable en su simpleza, aunque no se lo dije. Estoy convencida de que es sabio prestar atención a los acontecimientos que se devanan como juegos intrascendentes entre dos personas o más ( aunque pienso que el número dos tiene otra fuerza por lo intimista), y en los que pareciera no ocurrir nada. Por fuera no hay tragedia ni algarabía. Todo pasa por dentro. Se sacude y se abren grietas o abismos en la arcilla interior; una bala sorda nos atraviesa el cerebro; un desembozado nos secuestra una ilusión. Éste, es uno de esos casos a mi gusto. Por eso, a tal crónica hasta le puse título : Un desconcierto para Herminia.
Le ocurrió al norte, en Apacheta, cuando dejaba la Quebrada del Río Grande y trepaba hacia la Puna.
Erica Bulmer dijo casi textual: