Llegó a la casa entumecido. La llovizna se había prolongado todo el día arruinándole su tarde de deporte. Suerte que no dejó barro sobre el parquet, al día siguiente la empleada refunfuñaría por lo bajo; esta vez se acordó del felpudo a tiempo. Al lado del felpudo vio la carta. Estaba de mal humor; siguió hasta la cocina pero volvió, pensando que algo había en ese sobre que él debía saber. Si el cartero la hubiese traído por la mañana, la empleada la hubiera recogido y dejado en la mesita de la lámpara. ¿quién trae cartas por la tarde?
Obviamente, carta para Martina, para quién si no. De sus clientes, amigas...¿abriendo correspondencia ajena? no era su costumbre, además el sobre no estaba cerrado, sólo con la solapa adentro.
Leyó:
“Querida Martina, esta noche a las nueve”. Era la letra de su socio, el socio de Martina, ese pesado obsesivo del trabajo, igual que ella. Desde que había entrado a un estudio de arquitectura prestigioso no tenía descanso. Igual, él estaba tan orgulloso de su esposa, tan activa, tan capaz; los jardines más hermosos de la ciudad habían sido diseñados por ella. “Martina Aprile- Arquitecta Paisajista”, si hasta sonaba tan bien. Y él con ese empleo de mierda, corredor de seguros, cómo desentonaba, se sentía inútil, opaco a su lado, creía no merecerla, tan baja su autoestima. Decidió invitarla a salir esa noche, le pediría que no fuera al estudio, nada es tan urgente. A cenar a la orilla del lago, como cuando eran novios e imaginaban por cada lucecita de los barcos un hijo más. Ni hablar de hijos por ahora, había dicho Martina, con tanto trabajo...Eso, la invitaría. Se dirigió al cuarto para sacarse la chaqueta, los britches y las botas de montar. Saltos hípicos, su única pasión, además de Martina. Oyó que se detuvo un auto, sí, era el de ella. ¡El sobre!, lo dejó junto al felpudo y se sentó en un sillón del living, le gustaba verla entrar, elegante aún después de todo un día de trabajo. Incansable, Martina. Le diría que tenía planes. Juntos. Al diablo con la reunión, hasta estuvo tentado de esconder la nota, pero él no haría algo así. Desde el sillón y bien quieto la vio llegar ¡qué mal estaba! nerviosa, demacrada, tal vez a punto de pescarse una gripe. Tropezó con el felpudo, se le cayeron las llaves; él se levantó a ayudarla pero ella encontró el sobre, leyó la nota; ni que tuviera corriente eléctrica, la soltó y salió dando un portazo. En ese momento, el yunque de la sospecha que siempre pendía sobre su cabeza y que trabajosamente lograba eludir cada día, prácticamente lo trituró.
“Querida Martina, esta noche a las nueve”. Era la letra de su socio, el socio de Martina, ese pesado obsesivo del trabajo, igual que ella. Desde que había entrado a un estudio de arquitectura prestigioso no tenía descanso. Igual, él estaba tan orgulloso de su esposa, tan activa, tan capaz; los jardines más hermosos de la ciudad habían sido diseñados por ella. “Martina Aprile- Arquitecta Paisajista”, si hasta sonaba tan bien. Y él con ese empleo de mierda, corredor de seguros, cómo desentonaba, se sentía inútil, opaco a su lado, creía no merecerla, tan baja su autoestima. Decidió invitarla a salir esa noche, le pediría que no fuera al estudio, nada es tan urgente. A cenar a la orilla del lago, como cuando eran novios e imaginaban por cada lucecita de los barcos un hijo más. Ni hablar de hijos por ahora, había dicho Martina, con tanto trabajo...Eso, la invitaría. Se dirigió al cuarto para sacarse la chaqueta, los britches y las botas de montar. Saltos hípicos, su única pasión, además de Martina. Oyó que se detuvo un auto, sí, era el de ella. ¡El sobre!, lo dejó junto al felpudo y se sentó en un sillón del living, le gustaba verla entrar, elegante aún después de todo un día de trabajo. Incansable, Martina. Le diría que tenía planes. Juntos. Al diablo con la reunión, hasta estuvo tentado de esconder la nota, pero él no haría algo así. Desde el sillón y bien quieto la vio llegar ¡qué mal estaba! nerviosa, demacrada, tal vez a punto de pescarse una gripe. Tropezó con el felpudo, se le cayeron las llaves; él se levantó a ayudarla pero ella encontró el sobre, leyó la nota; ni que tuviera corriente eléctrica, la soltó y salió dando un portazo. En ese momento, el yunque de la sospecha que siempre pendía sobre su cabeza y que trabajosamente lograba eludir cada día, prácticamente lo trituró.