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20 may 2011

EL GATO EN EL JUZGADO por María Elena Garay

Se despierta cinco minutos antes de que suene el reloj. Abre los ojos con la sonrisa puesta, como si ahí hubiera estado hamacando un fantástico sueño. Cuando saca los brazos para colocarlos detrás de la cabeza, sus dientes parecen un rosario fosforescente en la penumbra. Luego le da un toque al botón del reloj. Es sábado, pero es diferente, no quiere dormir más. Cómo dejarse ganar por la inconciencia si la vida lo pellizca, le bombea litros de júbilo en sus venas. “Un día ya…parece mentira…”

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Se despertó de pronto, como siempre. Se sentó en la cama y aplastó el botón en el momento justo en que el aparato iba a zapatear chillonamente sobre la mesa de luz. En treinta años no había sonado casi nunca – por el malhumor de su esposa -; un sexto sentido le estiraba el manotazo certero que acallaba la posibilidad de un molesto cacareo. Se puso los pantalones marrones y la camisa rayada. Diez minutos de ducha e inodoro hojeando una historieta, en el cuadrado cronograma de sus actos; recalentar el mate cocido, ponerse la corbata y caminar dos cuadras hasta la parada del colectivo. Advirtió con alivio que era viernes, último día de oficina pero al mismo tiempo lo invadió un sentimiento contradictorio. De lunes a viernes lo sostenía un agobio parejo al cual se aferraba como un náufrago, una sensación de abrigo, de jugar un ajedrez en donde sabía de antemano todas las movidas, repetidas e idénticas. Fue el primero en llegar. Abrió el armario y sacó la pila de expedientes.

      Miranda ¿escuchás? –musitó Gloria
“Tan linda y joven, tan inteligente. ¡me ha hablado a mí, hasta me ha tocado el brazo!”
      Miau…
“Sus ojos son dos esmeraldas asombradas”
      Miau…
“Su talle de junco se arquea hacia delante y esa mano de nácar que hace pantalla al caracol marino de su oreja…”
      Miranda, ¡aquí hay un gato! ¡Muchachos!
Una verdadera revolución en el juzgado. ¡Un gato en el tercer piso!
      Está arriba del armario del Protocolo.
      ¡No. Dentro del casillero de las carpetas en trámite!
      Sin embargo se oye debajo del mostrador. Traigan un palo.
Tres horas y un gato convirtieron a la oficina en un coto de caza; plumero, regla, agua caliente, escoba, zapatazos fueron los pertrechos de guerra de los modernos Lancelot. Y el felino impávido en su escondite lanzando sus esporádicos maullidos, como dando pistas para la búsqueda del tesoro.
Miranda, pasivo en su encarne de escritorio de pronto dio un respingo. “Superman logra lo que quiere, por Luisa Lane” A través de dos sillas apiladas se trepó a una biblioteca de roble desde donde el animal lo miraba desconfiado.
      ¡Bravo viejo, arriba, en cuatro patas!
El polvo acumulado desde la fundación del edificio lo enharinó como una milanesa. “No importa, ya lo tengo”. El gato dio un olímpico salto justo en el momento en que lo alcanzaba por la cola.
     

5 may 2011

DETRÁS DE LAS BAMBALINAS. A mi hija....

El teatro está lleno. Entro. Estoy temblando. Por más que lo intento no logro arrancar de mi mente aquel bochorno. Todo está listo. Estoy radiante. Nadie sospecha que ahora, hoy, cuando estoy a punto de revivir una noche que pudo ser mágica, llevo conmigo el recuerdo de mi fracaso. De ese fracaso que cegó mis manos y enmudeció mi guitarra. Una guitarra, que seguramente no tiene cuerdas y está cubierta de polvo y oscuridad. La oscuridad provoca expectativa. Con manos cóncavas, ansiosas, esperamos. Se abre el telón. La sala se inunda con un estallido de palmas. Primera posición, segunda, y tercera, suave. No, así no, señorita. Con más gracia. ¿Qué hace todavía en la primera posición?. Usted no avanza. No avanzaba porque sabía, que en unos momentos  más saldrían los alumnos de guitarra. No quería perderme ese momento mágico de acordes y pentagramas. Puede irse señorita, la clase de hoy ya terminó. Termina el cuarto cuadro. No le presto atención. Espero inquieta el quinto. Es mi momento. Respiro profundo. No me puedo mover. Muévase señorita. No la mandan para que esté rígida, como si fuera de yeso. Vuele. No arrastre lo pies. Pies enfundados en zapatos de tacones altos, redoblan el escenario. Piernas firmes se asoman fugaces entre faldones que giran, envuelven, seducen al compás de una sevillana. Un solo golpe con el pie, (ahora se que es una llamada), y ante el silencio de mudos espectadores se oye el aleteo de los abanicos al abrirse. Abra más esas  piernas señorita. Estírelas aunque duela. Debe lograr la abertura máxima. Gotas de humillación me recorren el rostro. Rostro decepcionados de los que me ven fracasar al intentar un “Grand Ecarte”. Un tutú ridículo y mis piernas regordetas que no logran seguir el compás de la música. Música. Para eso sí era buena. Buena con las manos. Acariciaban con la tension justa, las cuerdas de cualquier guitarra, y ponía tanto amor, que le arrancaba la melodía que quisiera. Quería cantar. Pero no se resignaban a que la guitarra y el canto fueran mi pasión. La pasión que se respira en el escenario hace imposible no seguir cada movimiento. Cada salto. Cada juego de manos. Cada  carretilla. Los abanicos se abren y cierran como girasoles de colores diferentes, que persiguen soles falsos, proyectados sobre el escenario. Los abanicos forman un círculo. Parecen flores cromáticamente enfrentadas.  Se cierran, y con otra llamada la señalan en el centro. Un haz de luz realza su figura frágil pero segura.