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12 jun 2022

NO A MUCHA GENTE LE GUSTA ESTA TRANQUILIDAD, de María Teresa Andruetto

 

                                                                        A María Elena Boglio

Aquí es muy tranquilo. Nunca pasa demasiado. Hemos aprendido a distinguir las voces de las aves y los animales, el aleteo de los cisnes que pasan por la casa, el ruido de los diferentes motores que retumban por los caminos. No a mucha gente le gusta esta tranquilidad.

JOHN MCGAHERN

Había echado las cluecas la mañana del día que tuvieron que internar a Beatriz Helena y entonces fue él quien controló los huevos hasta que los pollitos nacieron. Eso era algo que la mortificaba un poco, porque se trataba de una tarea que siempre habían hecho las mujeres, primero su madre, después su hermana o ella misma. De los cerdos y las vacas sí se ocupaba él, pero ahora quedaban sólo ellos dos en este mundo y alguien tenía que estar en el hospital acompañando a Beatriz Helena. En los veintiún días que mediaron entre las cluecas y los pollitos saliendo del cascarón, había sucedido todo. Nomás unos pocos huevos perdidos y ahora estaban ahí piando ciento cincuenta pollitos; a fines de enero podría venderlos. Todos los meses pasaba por el campo el hombre del rastrojero y su hermana o ella le entregaban los pollos; era como una caja chica, así no tenían que usar dinero de la cosecha, los vendían y a veces también los canjeaban por ropa de cama o no perecederos que el hombre llevaba por los campos. La lluvia de la noche, con ser poca, refrescaba la tierra, le sacaba al campo un perfume a recién nacido. Fueron los dos al pueblo por primera vez después del sepelio, porque se estaban acabando las provisiones. Beatriz Estela un poco cansada de escuchar condolencias que, aun viniendo de sus compañeras de oración, tal vez no eran del todo sinceras. De cualquier modo, respondió con agradecimiento a cada saludo, a cada comentario acerca de lo que había querido Dios, ya no sufre, es mejor así, el señor la recibió en sus brazos , acerca de que ahora su hermana descansaba en paz. A Luis Ernesto no le gusta conversar, ha sido así antes y lo seguirá siendo ahora. Llegan al almacén y él deja la camioneta, como antes su padre dejaba el sulky, pide un vaso de Gancia y un plato de maníes y absorto va bebiendo y picando, acodado al mostrador, mientras su hermana hace las compras. Como otras veces, como antes, cuando estaban los tres, compraron azúcar, harina, yerba, té, queso cáscara colorada y dulce de batata y de membrillo para varios días. También café, cacao amargo y varias tabletas de chocolate, porque por las tardes Beatriz Estela prepara a veces leche con chocolate y se sientan a beber en silencio, mirando hacia el campo, hacia los sembrados. Tienen trigo, maíz y algo de sorgo para los animales, algunas vacas, cerdos para consumo propio —aunque en Navidad siempre venden algunos lechones— y los pollos que crían para cubrir gastos, sin echar mano de la cosecha. Fue sacando las cosas y las llevó a la despensa, detrás de la cocina. Después, mientras Luis Ernesto revisaba los corrales, hizo la limpieza de las habitaciones, cambió las sábanas por otras blancas, almidonadas, cambió también el agua de las jarras en los dormitorios, puso toallas nuevas (unas de algodón que Beatriz Helena había desflecado y bordado a lo largo de las noches), regó y barrió los pisos de ladrillo, pasó un trapo seco a los muebles y lavó la cacerola que en la corrida al hospital había quedado por semanas en remojo. Después, separó la ropa de trabajo de Luis Ernesto y salió al patio, llegó casi hasta el escusado, 27/89 hasta unos latones sobre braseros con agua y jabón blanco que ella misma ralla para que se disuelva fácilmente, porque no le gusta lavar con jabón en polvo, y puso la ropa en remojo, para que la mugre aflojara. Entró al escusado y cuando terminó, lavó paredes, piso y fondo con creolina hasta que todo quedó desinfectado. Después regresó a la casa, a la habitación que por años había compartido con su hermana y que ahora era sólo suya, repasó cosa por cosa con una franela pero no quiso cambiar nada de lugar, y puso a hervir, sobre un calentador, un jarro de agua con hojas de eucaliptus. Con el olor a eucaliptus reanudando la salud de la casa, se sentó a la pequeña mesa que estaba en la habitación, junto a la ventana desde la que se ve el molino, tan antiguo como ella misma, el molino al que los hermanos trepaban de niños para ver la inmensidad de la llanura, sacó papel y una lapicera a fuente negra con la pluma dorada y comenzó a escribir. Era una carta a su prima, la única prima con la que tenían trato, en la que le contaba lo ocurrido, el tiempo en el hospital desde el infarto de Beatriz Helena y luego la muerte, los trámites para el sepelio y los días de tristeza que siguieron. Si bien las noticias no eran buenas, podría decirse que más que de dolor, se trataba de una carta llena de resignación. Beatriz Helena había muerto con los auxilios religiosos, el padre Pedro —tan próximo siempre, tan querido— la había acompañado hasta último momento, le había dado la extremaunción y los había asistido a ellos espiritualmente, como siempre, desde hacía años; luego habían celebrado una misa de cuerpo presente en la capilla de Campo Arana, una misa muy conmovedora, y llevado los restos al cementerio viejo, donde están sepultados los padres. La enterramos ese día mismo porque las noches últimas fueron largas y estábamos prácticamente solos Luis Ernesto y yo, velando por ella, nomás nos acompañaban el peón, nuestras amigas del Sagrado Corazón y el querido padre Pedro que jamás nos abandona. Nos hemos quedado solos, querida prima, muy solos aquí los dos, pero no nos acobarda porque así nos criaron nuestros padres y aunque es inmensa la tristeza y la falta de anhelo en estos días, nos iremos resignando, como a todo. El Padre dice que debemos aprender a aceptar la soledad, de modo que ante las sombras que nos abruman a veces y la necesidad de perdón que nos agobia, cuando el demonio pregunta, en medio de la noche ¿para qué todo?, la Virgen sagrada nos asiste, Nuestra Señora del Bien renueva en las pequeñas cosas de cada día, nuestro deseo de servir a Dios. El campo está lindo, ha llovido mucho este año; ahora estamos por trillar. Alfa hay poca, nomás para nuestros animales, pero hemos sembrado maíz y está linda la huerta, tenemos tomates, pimientos, zapallitos de tronco y muchas flores de jardín. Estamos siempre ocupados, trabajo no nos falta, y eso siempre es bueno, porque no nos deja pensar. El domingo 13 recordaremos a papá con una misa en un nuevo aniversario de su muerte y dentro de dos meses, si Dios así lo quiere, iremos en peregrinación a Luján porque nos gustaría traer de 28/89 allí una imagen de Nuestra Señora para entronizarla en nuestra casa. Tengo muchas labores pendientes, ahora sólo a mi cargo, como coser y remendar la ropa. También quisiera decirte que el año pasado, con mi hermana ya enfermita, hicimos un viaje a Fortín Mercedes donde descansan los restos de Ceferino (ahora los llevarán a Chimpay) y visitamos la sepultura de Laura Vicuña, que ya es beata. Bueno, no tengo más noticias que éstas, querida prima, te deseo en lo más profundo de mi corazón un año con selectas bendiciones y te pido disculpas por no avisar de la muerte de Beatriz Helena pero, tanto Luis Ernesto como yo, pensamos que la ciudad está muy lejos de estos campos y los caminos muy feos con la lluvia y vos tan ocupada cuidando a nuestra tía. Te prometo que cuando pasen las novenas, iremos a visitarlas. Ahora me despido, no sin antes rogarte que reces por nosotros y nos acompañes en nuestras plegarias, para encontrar resignación. Respetos a la tía y para vos todo el cariño de Luis Ernesto y Beatriz Estela, que te quieren . Una vez, cuando era joven, Beatriz Estela había tenido un festejante; trabajaba en una máquina de trilla que por entonces contrataban, parecía muy bueno el muchacho y a ella le gustaba, pero sin que supiera por qué razón, él no le gustaba a su padre, así de sencillas y difíciles son a veces las cosas. Después al muchacho lo habían llamado para hacer el servicio militar y entonces todo se había disuelto como una tormenta en el cielo. Él le había escrito una carta desde el lugar a donde lo habían destinado, un sitio del sur, casi en la frontera con Chile…, en medio de esas cosas nuevas en su vida, del impacto de un paisaje cuya belleza no había imaginado y de la vida en el cuartel, él le hablaba tímidamente de sus sentimientos para con ella. No era exactamente una declaración de amor, una declaración explícita, era más bien una puerta abierta hacia algo que Beatriz Estela no se había atrevido a mirar. Pese a todo, ella había soñado muchas noches con el muchacho, soñaba que volvía a buscarla, vestido de soldado y se la llevaba a los tropezones por el campo, pero después con los años, aunque su padre ya no estaba, también los sueños se diluyeron. Cuando el padre murió supieron que habían quedado ahí, en ese campo cercano a la Capilla, como un testimonio del pasado, viviendo los tres a la manera de antes, custodiando las tierras, como habían vivido los padres de sus padres. Supieron también que estaban rodeados, que toda la región, excepto las hectáreas que ellos tenían, se había transformado para siempre. Los nuevos dueños cambiaban trigo por soja que da mayor rinde, cerraban los tambos, vendían animales, no había quien viviera en las viejas casas, ni un vecino a donde ir a jugar a las cartas alguna noche, ni donde pedir auxilio si les pasaba algo, pero tengo que decirte, prima, que no nos acobarda ni nos disgusta, porque hemos sabido, con el auxilio de Dios, permanecer a nuestro modo, y así será hasta el último día. Cuando ya no estemos,