Solo, al filo de la muerte, Porfirio Zapico habría de develar el enigma propuesto por el viejo titiritero aquella noche, tan lejana y tan igual.
Ya era la hora. La oscuridad de su lecho, la inmovilidad de los grillos, esa sorda inmutabilidad del universo, le decían en un último silencio que todo estaba a punto. Y esperó. Como esperaban el plato de la sopa en las noches de invierno, como ansiaba la esquiva mano de la ayudante del mago, cinco centímetros antes del contacto.
Hacía veinte años que, así tan pronto como escuchada, la frase se le había borrado de la memoria, y vino a adherírsele ahora como una tinaja recién moldeada sobre su cerebro.
Comprendió.
Porfirio Zapico vio balancearse delante de sus ojos al trapecio, las gradas venirse a pique a cuarenta y cinco grados vertiginosamente. Creyó sentir fugazmente la risita seductora de la ayudante del mago, escuchar el tropel de los caballos, aturdirse con un estruendo escandaloso de palmas. Entonces buscó las manos desnudas de muñecos del titiritero, sabio anciano que en su lecho de muerte había jurado a su hijo que lo estaría esperando con los brazos extendidos en el trapecio de enfrente, justo a esta hora. Él lo sabía, era ésta la hora.
Y Porfirio Zapico se lanzó.
Cuento publicado en "El límite de lo irreal o de Hoy no pasa"