Frente a un texto escrito, leído o cantado; cuento, novela o poesía, puede ocurrir que vayamos a su encuentro, lo transitemos y en la ultima nota o en la palabra final hagamos stop, cerremos el libro, y nos quedemos rumiando la trama de la historia, o repitiendo algunos versos que quisiéramos guardar en la memoria activa, como quien los tiene ahí, al alcance de la mano para una cita apropiada, o tarareando repetidas veces un estribillo que se nos quedó prendido en el oído o en otro lugar difícil de ubicar en el cuerpo, ya sea por el ritmo, por la melodía o por esas dos o tres palabras tan bien dichas.
Ese es el efecto primero del arte: arrebatar, enmarañarnos en el texto (en el caso específico de la literatura) provocando una divina CONFUSIÓN. Confusión… confundir… mezclar… fundir cosas diversas de manera que no puedan reconocerse o distinguirse.
Pero existe otra alternativa. Acceder a ella, supone haber tenido esa porfía del curioso, del que se está preguntando en todo momento y situación el por qué. Es el destino de quien por un momento interrumpe el vuelo mágico de la historia y se detiene porque necesita hundir los pies en la tierra abonada del escritor. Allí puede ocurrir el descubrimiento de un mundo que compite en cuanto vasto y alucinante, con la misma obra de la cual fue una simple referencia de menos de un renglón. La adicionó el inconsciente del autor sin pretensión. O tal vez, sí. Eso de la intención queda flotando como flotan las preguntas sin respuesta.
Quisiera en dos o tres entradas sucesivas en este blog, poder ejemplificar lo que digo.
Comencemos, entonces. Va aquí una experiencia personal. La viví leyendo la novela “El reflejo de las palabras” de Kader Abdolah. En un momento del relato, que transcurre en una región montañosa de la antigua Persia, en una fría noche de noviembre, una mujer está por parir en casa asistida por una comadre. Según la tradición, una vez nacido el niño nadie debe hablar, deben ser muy bien pensadas las primeras palabras que lleguen al oído del niño. El autor de esta novela dice entonces, que el patriarca de la familia, llamado Kazem Kan, eligió para tal momento un poema, los versos melodiosos de un poeta medieval: Hafiz.