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4 abr 2019

EL ABUELO MARTÍN, de Claudia Piñeiro

Pasa a buscar a su hijo a las nueve en punto, como cada sábado. Así lo acordó con Marina cuando se separaron. El niño se le abraza a las piernas en cuanto su madre abre la puerta. Casi sin más palabras que un saludo, ella le da su mochila. Hernán le pide una campera. “No creo que haga falta”, dice ella, pero él insiste. No le aclara que llevará a Nicolás fuera de la ciudad, a la casa del abuelo Martín, donde la temperatura siempre es menor en unos grados. Para qué, ella empezaría con sus recomendaciones: que los caballos pueden patear al chico, que el estanque es peligroso, que no vaya a treparse a ningún árbol. Las mismas recomendaciones que daba cuando estaban casados y que hicieron que Hernán dejara de ir. Ahora que es tarde, se arrepiente. La muerte del abuelo Martín, tres meses atrás, canceló cualquier posibilidad de reparación.
Es un día de sol y la ruta está vacía. Hernán pone uno de los cedés preferidos de Nicolás, pero antes de salir de la ciudad su hijo ya está dormido. Siendo así, él prefiere el silencio y dedicarse a pensar en lo que tiene que hacer, su madre le encargó ocuparse de la venta de la casa. A él no le cayó bien el encargo; bastante tiene con sus cosas, pero era el candidato natural para la tarea y no pudo negarse. No sólo había sido el preferido de su abuelo, sino que además es arquitecto. Qué mejor que un arquitecto para poner a punto una casa que se quiere vender. En la familia se dice que Hernán es arquitecto por el abuelo Martín. Mientras sus hermanos y primos andaban a caballo o se metían en el estanque, él lo acompañaba en las múltiples tareas que le demandaba la casa. El abuelo tenía una empresa constructora y aunque no estudió arquitectura era como si lo hubiera hecho. Incluso mejor, muchas tareas las realizaba con sus propias manos: levantar una pared, pintar un ambiente, reparar los techos. Por el cariño que le tiene y si no fuera tan desastroso el estado de sus finanzas después del divorcio, lejos de venderla, Hernán se quedaría con esa casa.
Pasa la tranquera y se alegra de que su madre se haya ocupado al menos de deshacerse de los animales.





 Para él queda, además de las reparaciones, contactar una inmobiliaria, fijar un precio de venta, mandar a hacer una limpieza profunda. Sin embargo, Hernán tiene muy claro qué será lo primero: tirar la pared que su abuelo levantó en medio del living, una pared sin sentido arquitectónico que divide el ambiente en dos e interrumpe el paso. Levantada para tapar un dolor o fijarlo para siempre. Porque en medio de esa pared, frente al sillón preferido de su abuelo, cuelga el retrato de Carmiña Núñez, su abuela, a quien Hernán apenas conoció. Muchas tardes, cuando bajaba el sol, vio a su abuelo sentarse con un vaso de whisky frente a esa pared y admirar el retrato. Una mujer morena, bonita, luciendo un vestido de encaje blanco que tal vez haya sido el que llevó puesto el día de su casamiento. Pasaban los años y el abuelo Martín parecía seguir enamorado de ella, aferrado al recuerdo de su mujer muerta. O eso creía Hernán, hasta que un día se lo comentó a su madre. Ella puso mala cara: “De esa mujer yo no hablo”. Entonces se dio cuenta de que casi nadie en la familia mencionaba a su abuela, sólo el abuelo Martín que, cuando insinuaban algún enojo, decía: “Todos hablan, pero nadie sabe”. Muchos años después se enteró por una prima de que su abuela no estaba muerta sino que se había ido con otro hombre. Nadie supo más de ella, si formó otra familia en alguna parte del mundo, ni siquiera si seguía viva o no. Nadie volvió a mencionarla, excepto el abuelo. Para él ella seguía inmaculada, en su vestido de encaje con el que la contempló tantas tardes, frente a la pared que Hernán se dispone a tirar.
A poco de llegar, Nicolás ya se mueve en el lugar como si viviera allí. “¿Me querés ayudar?”, le dice Hernán cuando pasa junto a él con las herramientas. “No”, contesta el niño y se sube a la hamaca que cuelga de un árbol. Él se ríe, le gusta que Nicolás haga lo que tenga ganas. Entra a la casa, deja las herramientas junto a la pared y descuelga el retrato. Lo deja a un costado, ya verá cómo deshacerse de él más tarde. Toma cincel y martillo y empieza a golpear. Se pregunta si Marina, a pesar de haberlo negado, lo habrá dejado por otro, como hizo su abuela. El cincel se clava con facilidad, la pared es hueca. No le sorprende, no debía sostener nada, apenas un cuadro. Apoya el cincel y golpea otra vez, los ladrillos casi se le desarman en la mano. Y una vez más. Hasta que el cincel se engancha y queda atrapado. Hernán tira y la herramienta sale con un pedazo de encaje blanco, sucio, envejecido. Siente un mareo, como si el aire se hubiera enviciado con algo más que el polvillo, le cuesta respirar. Se detiene un instante a la espera de no sabe qué. Sus ojos clavados en ese muro a medio demoler. Y de repente, como si ahora sí lo supiera, rompe la pared con los puños, la desarma, va haciendo a un lado los pedazos, hasta que aparece el vestido de su abuela y su esqueleto sostenido por la tela que impidió que se convirtiera en un manojo de huesos. Se le nubla la vista. Busca luz mirando a través de la ventana.
Nicolás acaba de saltar de la hamaca y viene hacia la casa.


Que lo disfruten,
Carmen


2 comentarios:

buhoevanescente dijo...

una lectura muy lechuza!!!!

Carmen Nani dijo...

Cómo es eso de muy lechuza?
Carmen