Entró y se sentó en la
barra. La vellonera, con sus opacas luces en colores, comenzaba a tocar en ese
momento una canción del Gran Combo y llenaba el ambiente de una festividad
artificial. Pidió la cerveza más barata y comenzó a beberla con lentitud. El
olor amargo y pesado siempre le había resultado molesto, por lo tanto,
intentaba sorber buches pequeños mientras aguantaba la respiración. Miró a su
alrededor y examinó con la vista a los otros cinco clientes que rondaban el
local. Los martes no eran días activos, el único incentivo de los que allí se
encontraban era el precio extremadamente módico de las bebidas. Dos hombres
jugaban billar a la luz de una bombilla titilante, cada golpe seco de las
esferas provocaba la celebración de los espectadores medio tomados. Él
acostumbraba esperar que algún individuo pasado en tragos se sentara a su lado
para poder hablar. Solo alguien borracho podría entender su historia. Esperó
durante media hora, pero nadie vino a beber junto a él. Sacó dos pesetas del
bolsillo y las colocó sobre la barra. No le quedaba mucho dinero para pagar un
licor más caro.
Llegó a su apartamento
con la tonada de salsa zumbándole en la cabeza. Prendió todas las bombillas,
como acostumbraba. Cada pared estaba cubierta por espejos que hacían ver el
espacio más grande y menos solitario. Sus reflejos caminaban junto a él
haciéndole compañía en la habitación. Miraba la lámpara sobre el televisor. A
pesar de los tres mil años que habían pasado, el metal conservaba su brillo.
Extrañaba tener amo. Al contrario de muchos otros de su especie, él no buscaba
la libertad. Eso solo significaba una cosa: estar solo.
Al no tener amo, sus
poderes y los de la lámpara disminuían. Las riquezas que había acumulado con el
pasar de los años iban menguando con rapidez. Durante las últimas décadas se
había mudado en múltiples ocasiones en busca de hogares más económicos donde
pudiera acomodar su soledad. El permanecer dentro de la lámpara era realmente
la última opción.
Le disgustaba cada vez
que tenía que ir a las casas de empeño a cambiar algún collar de oro por
dinero. Sus joyas eran regalos de antiguos amos satisfechos que luego de
cumplidos sus tres deseos buscaban la manera de agasajar a su genio. Las
túnicas de seda púrpura con bordados en hilo de oro blanco y las pantuflas con
suelas de plata fue lo primero que vendió. Luego le siguieron los vasos
incrustados de rubíes y zafiros, los anillos de marfil, las estatuas del dios
Buda enchapadas en oro, los broches de perlas negras; todo desaparecía y en su
lugar solo quedaban hojas vulgares de papel verde con rostros de presidentes
muertos. Todo se iba convirtiendo en un recuerdo avinagrado.
El último amo que tuvo
había muerto cincuenta años atrás. Se llamaba William y vivió con él por un
largo periodo. El viejo guardó su último deseo para su lecho de muerte, pero al
final pidió algo que él no podía realizar. Murió con la decepción de saber que
después de toda la vida alocada que había llevado, el genio no podía enviarlo
al cielo con un deseo. Desde aquella vez nadie había frotado la lámpara, ya la
gente no creía. Una vez había puesto un anuncio en el periódico diciendo que
buscaba amo, pero solo llamaron algunas mujeres cuarentonas con ideas inexactas
de lo que aquello significaba.
En las últimas semanas
había tenido el deseo particular de que su vecina, una muchacha joven y sola
con tres hijos pequeños, encontrara la lámpara; también tenía interés en la
pareja de ancianos que vivía en el cuarto piso. Otra opción era el hombre del
3B, que recientemente se había divorciado de su esposa y declarado en
bancarrota. Cualquiera de ellos podría ser un buen amo.
Un día se colocó en
medio del pasillo, dentro de su lámpara, para ver si alguien se interesaba.
Minutos después se encontraba de camino al zafacón. Había pensado en escribir
una nota que dijera “Frótame”, pero no podía obligar el deseo, la lámpara
sabría y no respondería el llamado. Amaba su lámpara, pero le molestaba su
terquedad y silencio perpetuo. Reflexionó, meditó, elaboró planes simples y
algunos más complejos, pero todos terminaban esfumándose. Concluyó que el
mundo, aparentemente, no lo necesitaba. El hombre se había convertido en un ser
autosuficiente, así que elaboró un nuevo plan. Cumpliría los últimos tres
deseos de su carrera.
Reunió las riquezas que
le quedaban, que eran más de las que él había calculado, las metió todas en un
bulto y se dirigió a la casa de empeño al final de la calle. Dejó caer sobre el
mostrador joyas del siglo pasado, figuras y utensilios finos. Sabía que obtenía
menos dinero en estos sitios, pero a la vez le hacían menos preguntas. Recogió
todos los billetes, que luego llegarían a nuevos dueños, y los acomodó dentro
del bulto.
El genio dejó todo en
orden y se dirigió en la noche hacia la playa con su lámpara en mano. Hubiese
querido presenciar el momento en que sus vecinos abrieran los sobres llenos de
dinero que les había dejado frente a las puertas.
Observó por largo rato
el ir y venir de las olas que le bañaban los pies desnudos. El salitre le
comenzaba a pesar en las pestañas. Esperó que subiera la marea y se colocó
dentro de su lámpara; pasaron unas horas antes de sentir que se encontraba
flotando. En la madrugada la lámpara se hundía en el agua fría y obscura. La
humanidad había enviado otro genio al olvido.
FIN
Saile Pagán Cantres posee
una maestría en Creación Literaria. Finalista del Premio Ana María Matute 2014.
Primer lugar en el Certamen Literario de la Universidad Politécnica de Puerto
Rico 2014. Actualmente estudia el doctorado en Filosofía y Letras. Es la
moderadora de InterCuento en
Ciudad Seva.
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