La señora Meme no se había roto la
cadera, como todos los viejitos, sino la rodilla. En la radiografía se veía con
nitidez el fémur astillado. Estaba roto en ocho trozos grandes y muchos
fragmentos pequeños. Pero eso no fue lo más grave.
Lucía y Juan Pablo no se ponían de acuerdo acerca del momento en
que había empezado la diarrea. Lucía pensaba que fue antes de la operación,
mientras esperaban que volviera de viaje su traumatólogo, cuando se contagió el
clostridium difficile. En la clínica les decían que el clostridium no siempre
se contagia: es una bacteria que vive en el intestino. Los antibióticos fuertes
que recibió la señora Meme para evitar infecciones en el hueso modificaron la
flora intestinal y provocaron la proliferación del clostridium. Pero Juan
Pablo, que estaba siempre pegado a la computadora, averiguó por Internet que
sólo el 5% de la población normal vive con el clostridium puesto y en cambio el
40% de la población hospitalaria lo tiene. De hecho, a partir del diagnóstico,
todos los médicos, las enfermeras y enfermeros se ponían guantes de goma antes
de tocar a la señora Meme y se cubrían con un delantal blanco que colgaba de un
gancho en la habitación.
Después de la operación la diarrea se volvió pavorosa, constante,
interminable. No había tiempo de llamar a la enfermera, Lucía se encargaba de
todo.
El traumatólogo estaba contento. Explicó cómo había reconstruido
el hueso, asegurándolo con una chapita de metal y dos tornillos. Al tercer día
contando desde la operación, la diarrea se detuvo y Juan Pablo se volvió a su
casa en Columbia, Maryland.
Pero ahora el vientre de la enferma estaba hinchado y doloroso. El
médico de cabecera convocó a un gran cirujano especializado en
gastroenterología. Cuando se acercó para palparla, la señora Meme tendió los
brazos hacia adelante, en un movimiento involuntario. “Ni necesito tocarla”
dijo el gran cirujano, en tono didáctico. “Ese reflejo defensivo es típico del
abdomen agudo.”
El colon estaba perforado. Peritonitis. Esa misma noche la
operaron otra vez. A las tres de la madrugada el gran cirujano les dio a Lucía
y a su marido una explicación muy complicada sobre la operación que acababa de
realizar. La jerga ingenieril, pensó Lucía, era la manera que tenía el hombre
de expresar su incertidumbre.
Al día siguiente, en terapia intensiva, por primera vez desde la
caída, Lucía vio llorar a su madre, desesperada porque el respirador no la
dejaba hablar. En esos largos días de angustia empezaron los primeros síntomas.
La señora Meme volvió de la anestesia desorientada y ya nunca recuperó del todo
su control sobre la realidad, que se le deshacía en hilachas.
Otra vez ella y yo, juntas y solas, pensaba Lucía, que cuando era
adolescente se llevaba muy mal con su mamá: dos personas a las que el destino
había decidido unir más de lo previsto, más de lo anunciado. Juan Pablo llamaba
por teléfono desde Maryland dos veces por día y prometió venir para la
siguiente operación. La señora Meme tenía ahora un ano contra natura y el gran
cirujano había asegurado que en un par de meses, en cuanto se recuperara, le
iba a reconstruir el intestino. Hablar de la siguiente operación no era
desalentador: en la salita de terapia intensiva sonaba como una garantía de
supervivencia.
La señora Meme, una mujer orgullosa y tímida, había vivido desde
los veinte años bajo la sombra protectora de su marido. La expresión estaba
bien empleada: el papá de Lucía y Juan Pablo, con su personalidad extrovertida,
fuerte y alegre, la protegía y también le hacía sombra. Lucía recordaba a su
madre, incluso de joven, siempre un poco excedida de peso, un poco descuidada
en su forma de vestir, un poco indiferente pero sobre todo un poco, demasiado
poco. Lucía adoraba a su padre, y él era mucho. Su voz alta y desafinada
llenaba la casa con canciones de moda en su juventud. La madre, en cambio,
mezquinaba hasta los besos, hasta la comida. Tenía un curioso sentido negativo
de la vida, provocado, tal vez, por su infancia huérfana, desdichada. “Qué
importancia tiene”, era una de sus frases preferidas, para lo bueno y para lo
malo. Sin embargo, le daba importancia, mucha importancia, al dinero. “La plata
sirve para estar tranquila” solía decir. Y con eso justificaba su resistencia
pasiva pero tozuda, a cualquier gasto que no fuera indispensable. Mientras su
marido disfrutaba de todos los usos posibles del dinero, que incluían dar
órdenes, ostentar, viajar, divertirse, y hasta derrochar, lo único que la
señora Meme quería del dinero era saber que lo tenía.
Después de la muerte de su padre, Lucía había ocupado el papel de
protectora, un poco mamá de su propia madre. Había una sola persona en el mundo
capaz de hacer reír a la señora Meme a carcajadas: su hijo Juan Pablo. Más de
una vez Lucía había visto la escena con una mezcla de culpa y de celos. Su
madre echaba la cabeza hacia atrás y le brillaba la mirada y ella, que tanto
quería a su padre, no podía dejar de reconocer la existencia de esa otra mujer
que se asomaba por un momento a los ojos opacos de la señora Meme. ¿Cómo
hubiera sido su vida con un marido menos intenso, menos frondoso? Durante años
la hija se había sentido culpable por el tono de malestar que tenían las
relaciones con su madre, en comparación con la espontaneidad que traía Juan
Pablo. Sólo cuando ella misma fue madre, mirándose por dentro con más crueldad
de lo que es capaz la mayoría, se perdonó un poquito, a costa de una acusación
mucho más grave. Las madres, había descubierto con horror, no sienten igual con
respecto a todos sus hijos, no los tratan de la misma manera. Ella y su
hermano, creyó entender, quizás no habían tenido la misma madre.
La confusión de la señora Meme empezó con las fechas. Al principio
parecía lógico que con tanta internación no supiese en qué día estaba. Una
tarde, cuando ya había salido de terapia pero seguía internada, Lucía le contó
que su hija casada, la mayor de sus nietas, estaba embarazada. “¿Hacía falta
más gente en el mundo?” contestó la señora Meme. Para Lucía fue una bofetada,
pero después pensó que esa respuesta extrema había sido otra señal de que la
mente de su madre se perdía por caminos extraños.
Antes de salir de la clínica hubo que reorganizar la vida de la
anciana. Ya no podría quedarse sola en su casa. En cambio, de a poco, iba
recobrando el uso de su pierna rota: volvería a caminar. La señora tenía largos
períodos de lucidez y solo por momentos se la veía como perdida en una niebla
espesa de la que salían de pronto algunos recuerdos nítidos, pero fuera del
lugar que les correspondía. Cuando estaba así podía confundir a Lucía con su
propia madre, que había muerto siendo ella muy pequeña, y la abrazaba con una
entrega infantil y confiada que a la hija le conmovía las entrañas. Otras veces
se echaba a reír de una manera extemporánea, como respondiendo a algo muy
divertido que nadie más podía ver o escuchar. Un día, a la hora de la merienda,
charlando con Lucía, se sirvió el té en el platito sin darse cuenta de que no
estaba la taza.
Lucía consultó con Juan Pablo y decidieron no sacarla de su casa.
Dos mujeres se turnaban para cuidarla, una de lunes a jueves y la otra los
fines de semana. Todos los días venía una enfermera que mandaba el seguro de
salud para ayudar a bañarla y a hacer los ejercicios que había recomendado la
kinesióloga. Cambiar la bolsa que llevaba pegada al ano contra natura era una
tarea desagradable que la señora Meme, siempre tan orgullosa, aprendió pronto a
hacer por sí misma y no quería delegar. La esposa del portero ayudaba también
cuando alguna de las dos mujeres tenía que salir. Fue en ésa época, entre la
segunda operación y la tercera, cuando la señora Meme empezó a hablar de Luis.
Al principio eran frases sueltas, distraídas. Se quedaba pensando
un momento, y después miraba a Lucía o alguna de sus nietas y hacía un
comentario perfectamente normal pero que nadie entendía, como “Qué cosa Luis,
siempre un pobre diablo”. A veces decía cosas más personales y por lo tanto más
inquietantes: “Lo que más me gustaba de Luis eran los dientes”. Una vez
confundió al marido de Lucía y se alarmó: “Andate, Luis” le dijo muy seria “Vos
no podés estar acá”. “Mamá, no es ningún Luis –le explicó Lucía–. Es mi
marido”. La señora Meme, que entraba y salía de su niebla, la miró con perfecta
lucidez y le dijo “Gracias, pero ya me di cuenta. Luis era más buen mozo”.
Lucía no sabía si comentárselo a su hermano. Pero cuando Juan
Pablo decidió que para la tercera operación venía por un mes entero con su
familia, supo que era mejor advertírselo. A Juan Pablo le costó aceptar: cuando
él llamaba por teléfono, la encontraba siempre bien. Tenían conversaciones
largas y cómodas en que la señora Meme se quejaba de la excesiva preocupación
de Lucía. “No soy un bebé”, protestaba. “¿Y si te volvés a caer?” le retrucaba
su hijo. Y la madre se callaba, vencida, culpable: “Por una vez que me caí me
ponen presa” rezongaba. Pero sabía que los chicos tenían razón, que se lo
merecía.
Hacía un año que no veía a los hijos de Juan Pablo. Cuando
entraron en su casa, directamente del aeropuerto, se los quedó mirando
asombrada. “Qué lindos chicos” dijo “Qué parecidos entre ellos. ¿Son
parientes?” Pero enseguida recordó sus nombres y los convidó con sus famosas
galletitas de manteca. “Las que más le gustaban a papá” dijo Lucía. “Y también
a Luis” dijo la señora Meme.
La llegada de Juan Pablo pareció despertar una catarata de
recuerdos que perturbaban a sus hijos. Ya casi no había visita en la que no lo
mencionara. “El día en que estabas por nacer, tomé un café con Luis. Me
agarraba de la mesa con cada contracción, él estaba asustadísimo” le dijo una
tarde a Lucía. Pero fue muchísimo peor cuando se quedó mirando a Juan Pablo con
desaforada ternura. “Sos tan parecido a tu papá”, le dijo, por primera vez en
su vida.
El neurólogo miró la resonancia magnética, pronunció el nombre de
la enfermedad, que todavía era incipiente, recomendó una medicación que no la
curaba pero hacía más lento su avance.
La tercera operación resultó menos cruenta de lo previsto. Después
de una semana de internación, débil pero caminando con bastón, la señora Meme
volvió a su casa. Recuperar el uso de su esfínter le hizo tan bien que hasta
parecía estar mejor de la cabeza. Sin embargo, tenía sus episodios de ausencia.
Sobre todo, seguía mencionando a Luis.
¿Quién era Luis? ¿Quién había sido? Con la excusa de buscar el
certificado de defunción de su padre, Lucía y Juan Pablo dieron vuelta la casa
y miraron papel por papel sin encontrar nada. Ni una esquela, ni una foto, ni
la servilleta de un bar, ni una flor prensada dentro de un libro. “Mamá nunca
fue romántica” dijo Lucía. Y su hermano tuvo que aceptar, sin palabras, que
había estado esperando encontrar lo mismo que ella. En cambio, en el fondo de
un placard, había una caja con recuerdos de su padre: cartas, fotos, papeles,
invitaciones, un diario íntimo en clave y hasta los menúes de las fiestas en las
que había estado.
Ahora, cuando la señora Meme mencionaba a Luis, empezaron a
hacerle algunas preguntas. “¿Estabas mal con papá?” preguntó Lucía, previsible.
“No era tu papá. Era yo, que venía fallada de fábrica”, contestó la señora
Meme. “¿Qué hacía Luis?” quiso saber Juan Pablo. “No tuvo suerte en la vida”
contestó la señora Meme. Enseguida cambiaba de tema y no había manera de
hacerla volver sobre la cuestión.
Antes de volverse a Maryland, como buen argentino, Juan Pablo
quiso consultar a un psicoanalista muy conocido, muy caro, que trabajaba con
gente de la tercera edad. “No tiene sentido que la vea” les dijo, después de
escucharlos. “Tal vez un psiquiatra... pero si el neurólogo la está llevando
bien, no la molesten más.” Como los vio tan angustiados, les hizo una caricia
psicoanalítica de despedida. “¿Vieron que los chiquitos tienen a veces amigos
imaginarios? A los viejos les puede pasar lo mismo. Amantes imaginarios. No es
raro. Deseos reprimidos durante toda la vida, fantasías quizás muy vívidas en
su momento, que dejaron su huella. Fíjense el nombre que eligió: Luis. Es
decir, Luis. En inglés, ‘es Lu’. Lucía, la hija mayor. Ella tuvo la sensación
de serle infiel a su marido cuando se produjo el desplazamiento su libido hacia
su primer bebé.”
Un amante imaginario. Claro, tan evidente. La asociación de
ciertas anécdotas con fechas de sucesos familiares, como el nacimiento de
Lucía, lo confirmaba. Entre ellos, empezaron a llamarlo “el Amim” por
“AManteIMaginario”. Usar el apodo era menos perturbador que el nombre. Juan
Pablo se volvió a su casa con un nudo en la garganta. Hacía más de treinta años
que se había ido del país y seguía doliendo.
Por teléfono, desde lejos, todo era más sencillo. Su mamá, como le
contó a Lucía, jamás le mencionaba al Amim. En cambio Lucía, que antes había
llegado, incluso, a ocultarle por un tiempo lo que pasaba, se divertía
contándole las historias del Amim que inventaba la señora Meme. Ahora se daba
cuenta de que muchas eran imposibles, incluso contradictorias. Unos meses
después la señora Meme desapareció.
Lucía no tenía a quién echarle la culpa. Estaban tomando el té en
la confitería Las Violetas, se levantó para ir al baño y cuando volvió a la
mesa su madre ya no estaba. “¿Tenía plata en la cartera?” preguntó Juan Pablo.
Lucía lo sintió como una acusación (la que ella se estaba haciendo a sí misma).
“Por supuesto. Mamá no está tan mal. Plata, documentos, celular. Por las dudas,
un cartoncito con sus datos. Y los míos.”
“No podemos tomar la denuncia hasta las cuarenta y ocho horas” le
dijeron en la comisaría. Pero cuando ella explicó, entre sollozos, que su madre
estaba enferma (trató de exagerar su situación y recién en ese momento se dio
cuenta de que no estaba exagerando) y se ofreció a traer un certificado médico
si fuera necesario, le aceptaron la denuncia. “¿Cómo se hace para que salga en
los diarios, en la tele?” preguntó. “Vaya a llorarle a la secretaria del
juzgado” le aconsejó amablemente una chica policía muy eficiente, peinada con
cola de caballo.
Esa noche no tuvieron ninguna noticia. Al día siguiente llamó una
mujer diciendo que había encontrado la cartera, los documentos y el celular.
Desde lejos, Juan Pablo se desesperaba. A cada rato llamaba a su hermana para
pedirle noticias, para darle ideas, órdenes o instrucciones. “¿Voy para allá?”
preguntó. “No tiene sentido” le dijo Lucía, “No cambia nada”.
Una semana después salió el aviso del juzgado en los diarios y
empezaron a pasarlo por la tele, en los canales oficiales. Lucía revisaba todos
los días la página de policiales y se turnaba con su familia para montar
guardia al lado del teléfono. Si la señora Meme estaba en condiciones de
recordar algo, sin duda no serían los números de celular.
Un mediodía la llamaron del juzgado. Una asistente de la
secretaria le explicó con calma que su madre no estaba secuestrada. Le habían
robado la cartera, se había perdido y estaba en la casa de un señor que no
sabía cómo encontrar a sus familiares hasta que vio el aviso.
Lucía llamó antes por teléfono, y aunque la voz masculina que la
atendió no sonaba cascada, se dio cuenta de que se trataba de un hombre muy
viejo cuando le dijo “Ah, usted debe ser la nena”. Enseguida tosió un poco y se
corrigió. “Quiero decir, la hija.”
Era un edificio arruinado, cerca de la estación Once. Un palomar:
diez departamentitos por piso. Construcción vieja y barata, baldosas de patio
en los paliers, paredes con un revestimiento en relieve que alguna vez fue tan
moderno y ahora era viejo y sucio.
Les abrió la puerta un viejo de tez morena, con mucho pelo blanco.
Era un departamentito de dos ambientes, pobre y limpio. Lo primero que vio
Lucía, antes todavía que a su madre, fue una foto de su madre joven, una foto
que no conocía, en un marco, sobre una repisa. No era muy grande, había otras,
pero la vio inmediatamente y no pudo sacarle los ojos de encima, como si se
hubieran quedado pegados a los ojos risueños de su madre, entrecerrados por el
sol de frente. Su marido la tomó de la mano.
En ese momento apareció la señora Meme. Tenía puestas unas
sandalias blancas y un vestido nuevo, floreado. Usaba colorete, se había
pintado los ojos, y parecía más vieja que nunca, y más feliz. Retrocedió al
verlos, lanzó un pequeño grito, se tapó la cara con las manos como tratando de
que no la reconocieran, y estuvo a punto de escapar hacia el dormitorio, pero
el viejo consiguió atraparla en un abrazo cariñoso. Le puso el brazo sobre los
hombros y la apretó contra él, acariciándola para calmarla, como se acaricia y
se calma a un perrito asustado por los fuegos artificiales.
–Shhh. Ya está, linda. Tranquila, está todo bien, son los
chicos...
Lucía miró la escena con lágrimas en los ojos. No podía hablar.
–Usted es Luis –dijo su marido.
Una sombra de tristeza dolorosa oscureció la cara del hombre, que
los miró con una expresión de desesperanza, como si asomara a sus ojos el lento
fracaso de toda una vida.
–No. No soy Luis. Yo soy Jorge –les dijo, con voz rota–. A mí
nunca me quiso tanto.
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