1- En la pantalla apareció
un recuadro. Reclamaba el número de serie y Emilia suspiró y se acomodó en su
silla de mimbre. Requerimientos como ese era lo que más la desquiciaba. Al
menos su hijo no estaba ahí, marcándole en silencio el paso del tiempo mientras
ella buscaba sus anteojos para revisar otra vez las instrucciones. Sentada en
el escritorio del pasillo, se enderezó en la silla para aliviar el dolor de
espalda. Inspiró profundamente, exhaló y, verificando cada dígito, ingresó el
código de la tarjeta. Sabía que su hijo no tenía tiempo para hacer tonterías, y
aun así se lo imaginó espiándola desde alguna cámara oculta en el pasillo,
padeciendo su ineficiencia desde esa oficina de Hong Kong, tal como lo hubiera
hecho su marido si todavía estuviera vivo. Después de vender el último regalo
que su hijo le había mandado, Emilia pagó las expensas atrasadas del
departamento. No entendía mucho de relojes, ni de carteras de diseño, ni de
zapatillas deportivas, pero había vivido lo suficiente para saber que cualquier
cosa envuelta en más de dos texturas de celofán, entregada en cajas afelpadas,
y contra firma y documento, valía lo suficiente para saldar sus deudas de
jubilada y dejaba muy en claro lo poco que sabía un hijo sobre su madre. Le
habían sacado al hijo pródigo en cuanto el chico cumplió los diecinueve años,
seduciéndolo con sueldos obscenos y llevándolo de acá para allá. Ya nadie iba a
devolvérselo, y Emilia todavía no había decidido a quién echarle la culpa. La
pantalla volvió a parpadear, «Número de serie aceptado». No tenía una computadora
última modelo pero le alcanzaba para el uso que le daba. El segundo mensaje
decía «conexión de kentuki establecida», y enseguida se abrió un programa
nuevo. Emilia frunció el ceño ¿de qué servían esos mensajes si eran
indescifrables? La enervaban, y casi siempre estaban relacionados con los
dispositivos que le enviaba su hijo. Para qué perder tiempo tratando de
entender aparatos que nunca volvería a usar, eso era lo que se preguntaba cada
vez. Miró la hora. Ya eran casi las seis. El chico llamaría para preguntar qué
le había parecido el regalo así que hizo un último esfuerzo por concentrarse.
En la pantalla el programa mostraba ahora un teclado de controles, como cuando
jugaba a la batalla naval en el teléfono de su hijo, antes de que esa gente de
Hong Kong se lo llevara. Por sobre los controles una alerta proponía la acción
«despertar». La seleccionó. Un video ocupó gran parte de la pantalla y el
teclado de controles quedó resumido a los lados, simplificado en pequeños
íconos. En el video, Emilia vio la cocina de una casa. Se preguntó si podría
tratarse del departamento de su hijo, aunque no era su estilo y el chico nunca
tendría el lugar tan desordenado ni sobrecargado de cosas. Había revistas en la
mesa debajo de algunas cervezas, tazas y platos sucios. Detrás, la cocina
abierta a un living pequeño, en iguales condiciones. Se oyó un murmullo suave,
como un canto, y Emilia se acercó a la pantalla para intentar entender. Sus
parlantes eran viejos y ruidosos. El sonido se
repitió y descubrió que
en realidad se trataba de una voz femenina: le estaban hablando en otro idioma
y no comprendía ni una palabra. Emilia sabía inglés –si le hablaban despacio–,
pero eso no sonaba a inglés para nada. Entonces apareció alguien en la
pantalla, era una chica y llevaba el pelo claro y húmedo. La chica volvió a
hablar y el programa preguntó con otro recuadro si debía habilitarse el
traductor. Emilia aceptó el recuadro, seleccionó «Spanish» y, cuando la chica
le habló, otra vez un subtítulo escribió sobre la imagen:
«¿Me escuchas? ¿Me
ves?».
Emilia sonrió. En su
pantalla la vio acercarse aún más. Tenía ojos celestes, un anillo en la nariz
que no le quedaba nada bien, y un gesto concentrado, como si ella también
tuviera dudas sobre lo que estaba pasando.
–Yes –dijo Emilia.
Fue todo lo que se animó
a decir. Es como hablar por Skype, pensó. Se preguntó si su hijo la conocería y
rezó para que no fuera su novia porque, en general, ella no se llevaba bien con
las mujeres demasiado escotadas, y no era prejuicio, eran sesenta y cuatro años
de experiencia.
–Hola –dijo, solo para
comprobar que la chica no podía oírla.
La chica abrió un manual
del tamaño de sus manos, lo acercó mucho a su cara y se quedó leyendo un
momento. Quizá usara anteojos, pero le diera vergüenza ponérselos frente a la
cámara. Emilia todavía no entendía de qué se trataba eso, aunque tenía que
aceptar que empezaba a sentir cierta curiosidad. La chica leía y asentía,
espiándola cada tanto por sobre el manual. Al fin pareció haber tomado una
decisión, bajó el manual y habló en su idioma inentendible. El traductor
escribió sobre la pantalla:
«Cierra los ojos».
La orden la sorprendió,
Emilia se enderezó en su asiento. Cerró los ojos un momento y contó hasta diez.
Cuando los abrió la chica todavía la miraba, como esperando algún tipo de
reacción. Entonces vio en la pantalla de su controlador una nueva ventana que,
servicial, ofrecía la opción «dormir». ¿Tendría
el programa un detector sonoro de instrucciones? Emilia seleccionó la opción y
la pantalla quedó a oscuras. Oyó a la chica festejar y aplaudir, volver a
hablarle. El traductor escribió:
«¡Ábrelos!
¡Ábrelos!».
El controlador le ofreció
una nueva opción: «despertar». Cuando Emilia la seleccionó el video volvió a
encenderse. La chica sonreía a cámara. Es una estupidez, pensó Emilia, aunque
reconoció que tenía su gracia. Había algo emocionante y todavía no alcanzaba a
entender exactamente qué. Seleccionó «avanzar» y la cámara se movió unos
centímetros hacia la chica, que sonrió divertida. La vio acercar el dedo índice
despacio, muy despacio hasta casi tocar la pantalla, y la volvió a oír hablar.
«Estoy tocando tu
nariz.»
Las letras del traductor
eran grandes y amarillas, podía verlas con comodidad. Accionó «retroceder» y la
chica repitió el gesto, notablemente intrigada. Era clarísimo que también era
la primera vez para ella, y que de ninguna manera estaba juzgándola por su
falta de conocimiento. Compartían la sorpresa de una experiencia nueva y eso le
gustó. Volvió a retroceder, la cámara se alejó y la chica aplaudió.
«Espera.»
Emilia esperó. La chica
se alejó y ella aprovechó para accionar «izquierda». La cámara giró y así vio
mejor lo pequeño que era el departamento: un sofá y una puerta al pasillo. La
chica volvió a hablar, ya no estaba en cuadro, pero el traductor la transcribió
de todas formas al español:
«Esta eres tú».
Emilia giró hasta su
posición original y ahí estaba otra vez la chica. Sostenía una caja a la altura
de la cámara, de unos cuarenta centímetros. La tapa estaba abierta y decía
«kentuki». Emilia tardó en entender lo que veía. El frente de la caja era casi
todo de celofán transparente, podía verse que estaba vacía, y en los lados
había fotos de perfil, de frente y de espaldas de un peluche rosa y negro, un
conejo rosa y negro que se parecía más a una sandía que a un conejo. Con sus
ojos saltones y dos largas orejas adosadas en la parte superior. Una hebilla
con forma de hueso las unía, manteniéndolas erguidas unos pocos centímetros, y
luego caían lánguidas, a los lados.
«Eres una linda
conejita –dijo
la chica–. ¿Te
gustan los conejitos?»__
2- Varios años atrás, su
hijo también le había regalado la computadora, enviada desde Hong Kong y
envuelta en celofanes. Otro regalo que, al menos al principio, a Emilia le
había traído más disgustos que alegrías. El plástico blanco de la carcasa se
había decolorado y podría decirse que ahora ya se habían acostumbrado la una a
la otra. Emilia la encendió, se puso los anteojos y el controlador del kentuki
se abrió automáticamente. En la pantalla, la cámara apareció inclinada, como si
estuviera caída. Reconoció enseguida el mismo departamento de la chica
escotada. La cámara estaba acostada a ras del suelo. Solo cuando levantaron al
kentuki Emilia vio el sitio del que acababan de moverla y entendió que la
habían dejado en una cucha. Una cucha de felpa fucsia con pintitas blancas. La
chica habló y los subtítulos amarillos del traductor aparecieron inmediatamente
en la pantalla.
«Buenos días.»
Los pechos estaban bien
ajustados en un top celeste y todavía llevaba el anillo en la nariz. Emilia le
había preguntado a su hijo qué relación tenía con esa chica y él le había dicho
que ninguna, y se había puesto otra vez a explicarle cómo era que funcionaban
los kentukis y a hacerle preguntas sobre qué había visto y en qué ciudad había
quedado asignada y cómo la habían tratado. Era una curiosidad sospechosa, en
general a su hijo no le interesaba
nada la vida de su madre.
–¿Estás segura de que
eres conejo? –volvió a preguntarle su hijo.
Emilia recordaba haber
oído algo de «linda
conejita»,
recordaba la caja que la chica le había mostrado y entendía, ahora que alguien
se había tomado el trabajo de explicárselo, que lo que ella estaba manejando
era un peluche con la forma de algún animal. ¿Serían animales del horóscopo
chino? ¿Qué significaba entonces ser conejo y no ser, por ejemplo, serpiente? «Me encanta cómo
hueles.»
La chica acercó demasiado
su nariz a la cámara y la pantalla de Emilia se oscureció un segundo. ¿A qué
olería?
«Vamos a hacer
muchas cosas juntas. ¿Y sabes lo que vi en la calle hoy?» Contó algo que había
pasado frente al supermercado. Aunque parecía una tontería, Emilia intentaba
entender, seguía las letras amarillas de la pantalla pero el traductor iba
demasiado rápido. Le pasaba lo mismo que en el cine: si las oraciones eran muy
largas desaparecían antes de que pudiera terminar de leerlas. «Y el día está
precioso –dijo
la chica– ¡mira!» La levantó sobre su
cabeza, alzándola hacia la ventana, y por un momento Emilia vio una ciudad
desde lo alto: las calles anchas, las cúpulas de algunas iglesias, los canales
de agua, la fuerte luz roja del atardecer cubriéndolo todo.
Emilia abrió grandes los
ojos. Estaba sorprendida, era un movimiento que no había esperado y la imagen
de esa otra ciudad la impactó. Nunca había salido del Perú, jamás en toda su
vida si descontaba el viaje a Santo Domingo para el casamiento de su hermana.
¿A qué ciudad la habrían asomado? Quería volver a verla, quería que la alzaran
otra vez. Accionó las ruedas del kentuki para un lado y para el otro, giró la
cabeza varias veces, lo más rápido que pudo. «Puedes llamarme Eva», dijo la chica. Volvió
a pararla en el piso y se alejó rumbo a la cocina. Abrió la heladera y algunos
cajones, empezó a preparar su comida.
«Espero que te
guste el almohadón que te compré, mi gordita.»
Emilia dejó un rato al
kentuki mirando a la chica, quería estudiar atentamente el controlador. ¡Que me
alce de nuevo!, pensaba, ¡que me alce de nuevo! No entendía cómo comunicarse
con ella. ¿O sería que, en su condición de conejo, solo le tocaba escuchar? ¿Cómo
cuerno se hacía hablar a esos animalitos? Ahora sí tenía preguntas que hacer,
pensó Emilia. Si no lograba hacérselas a la chica, llamaría otra vez a Hong
Kong y se las haría a su hijo. Ya era momento de que el chico se hiciera un
poco más responsable de las cosas que le enviaba a su madre. Unos días más
tarde descubrió que estaba en Erfurt, o había grandes posibilidades de que el
sitio donde se movía su kentuki fuera una pequeña ciudad llamada Erfurt. Había
un almanaque de Erfurt pegado en la heladera de la chica, y estaban las bolsas
que llegaban al departamento y que ella
dejaba en el suelo por
días, «Aldi-Erfurt», «Meine Apotheke in Erfurt».
Emilia lo había
googleado: Erfurt tenía, como únicos atractivos turísticos, un puente medieval
del siglo XIII y un monasterio por donde había pasado Martín Lutero. Quedaba en
el centro de Alemania y a cuatrocientos kilómetros de Múnich, la única ciudad
alemana que en realidad le hubiera gustado conocer. Hacía ya casi una semana
que se paseaba unas dos horas al día por el departamento de Eva. Se lo había
contado a sus amigas en el café de los jueves, después de natación. Gloria
preguntó qué era eso que Emilia llamaba «Kentuki», y en cuanto se lo explicaron
decidió que compraría uno para su casa, para las tardes en que cuidaba a su
nieto. Inés, en cambio, estaba horrorizada. Juró que no pisaría la casa de
Gloria si compraba ese aparato. Lo que quería saber Inés, y lo preguntó varias
veces golpeando la mesa con el dedo índice, era qué tipo de reglamentación
implementaría el gobierno con una cosa así. No se podía contar con el sentido
común de la gente, y tener un kentuki circulando por ahí era lo mismo que darle
las llaves de tu casa a un desconocido.
–Además no entiendo –dijo
Inés al final–, ¿por qué no te buscas un novio en vez de andar arrastrándote
por el piso de una casa ajena?
Inés era torpe para decir
las cosas, a veces a Emilia le costaba perdonarla. Se quedó un rato mordiendo
la bronca, pensando en ese comentario incluso ya en su casa, mientras enjuagaba
y colgaba su toalla de natación. Sin Gloria, concluyó, su amistad con Inés no
habría durado ni un día. Para el final de la semana, Emilia ya había
establecido una nueva rutina. Después de lavar los platos preparaba un poco de
té y se encendía puntualmente en el departamento de Eva. A Emilia le parecía
que la chica empezaba a acostumbrarse a ese horario tardío pero regular en el
que ella despertaba al kentuki. Entre las seis y las nueve de la noche del
horario alemán, Emilia circulaba alrededor de las piernas de la chica, atenta a
lo que pasaba. El sábado, de hecho, cuando Emilia despertó y la chica no
estaba, encontró un cartel pegado a la pata de una de las sillas, a unos
centímetros del piso. Tuvo que transcribirlo en su teléfono, letra por letra,
para entender lo que decía, y le alegró confirmar que era para ella:
«Mi Pupi: Yo estoy
al súper yendo. Sin retardo, vuelvo yo en treinta minutos, ya fácil. Con
atención, tu Eva».
Le hubiera gustado tener
el papel original, con la letra fina e inclinada de la chica para pegarlo en su
heladera, porque a pesar del alemán, de la tinta fucsia y brillante, era una
escritura sofisticada, algo que podría haber enviado un pariente lejano o
alguna amiga desde el extranjero.
La chica le había
comprado un juguete para perros pero, como
Emilia no lo usaba, solía dejarle cerca otro tipo de objetos para ver si alguno
la tentaba. Había un ovillo de hilo que a veces empujaba y un pequeño ratón de
piel cuya funcionalidad Emilia no terminaba de descifrar. Aunque le agradecía
la buena intención, lo que a ella realmente le interesaba era ver las cosas que
la chica tenía en el departamento. Se asomaba con ella cuando acomodaba las
compras en las alacenas,
cuando abría el mueblecito del baño, o el armario frente a la cama. Miraba sus
decenas de zapatos mientras Eva se preparaba para salir. Si algo le llamaba la
atención, Emilia ronroneaba alrededor de la chica y ella lo dejaba un rato en
el piso. Como ese masajeador de pies que una vez le había mostrado. No tenía
nada que ver con lo que podía conseguirse en Lima. Era muy decepcionante que su
hijo siguiera mandándole perfumes y zapatillas deportivas cuando podría hacerla
tan feliz con un masajeador de pies como ese. También ronroneaba para que Eva
la alzara, o si quería que la sacara de la cucha. En Lima, en el supermercado, una
tarde en que había ido a comprar sus galletitas de coco y granola y había encontrado
el estante vacío, ronroneó también en silencio, para sí misma. Se avergonzó de
inmediato, preguntándose cómo podía andar haciéndose la conejita en cualquier
sitio. Entonces una de sus vecinas cruzó el pasillo y Emilia la vio tan vieja,
gris y coja, murmurando desgracias por lo bajo, que recuperó cierta dignidad.
Estaré loca pero por lo menos estoy actualizada, pensó. Tenía dos vidas y eso
era mucho mejor que tener apenas media y cojear en picada. Y al final, qué
importaba hacer el ridículo en Erfurt, nadie la estaba mirando y bien valía el
cariño que obtenía a cambio. La chica cenaba alrededor de las siete y media
mirando las noticias. Llevaba su plato al sofá, se abría una cerveza, alzaba al
kentuki y lo ponía
junto a ella un rato.
Entre los almohadones, era casi imposible para Emilia moverse, aunque podía
girar la cabeza y mirar el cielo por la ventana o estudiar a Eva más de cerca:
la textura de lo que llevaba puesto, cómo se había maquillado, las pulseras y
los anillos, e incluso podía ver las noticias europeas. No entendía nada –el
traductor solo se ocupaba de la voz de Eva–, pero las imágenes eran casi
siempre suficientes para formarse una opinión sobre lo que estaba pasando, en
especial cuando no había mucha gente en el Perú siguiendo las noticias
alemanas. Hablando al respecto con sus amigas y en el supermercado, se dio
cuenta enseguida de que manejaba información exclusiva y de que la gente no
solía estar al tanto de la actualidad europea en todo su detalle. Día por
medio, alrededor de las nueve menos cuarto, la chica se vestía para salir y
dejaba a Emilia sola. Antes de apagar las luces, la llevaba hasta su cucha.
Emilia sabía que, una vez ahí, difícilmente podía volver a moverse, así que a
veces intentaba escapar antes de que la levantaran, corriendo de acá para allá,
metiéndose debajo de la mesa. «¡Vamos, gordita, que se me hace
tarde!», decía Eva, que aunque en alguna
ocasión terminara enojándose, solía reírse mientras intentaba atraparla. Le
contó esto a su hijo y el chico se alarmó.
–¿O sea que te paseas el
día entero detrás de ella y cuando la chica se va te quedas en esa almohada
para perros?
Emilia estaba comprando
en el súper y el tono del chico la asustó. Se detuvo con su carrito,
preocupada, acomodó el teléfono en su oreja.
–¿Lo hago mal?
–¡Es que entonces no te
estás cargando, mamá!
No entendía bien de qué
le estaba hablando su hijo, pero le gustaba que, desde que tenía el kentuki, si
le mandaba mensajes con sus dudas y progresos, o comentándole lo que hacía la
chica, él contestaba enseguida. Emilia se preguntaba si su hijo habría sabido
de antemano que regalarle un kentuki lo acercaría a su madre, o si el regalo le
estaba dando más problemas de los que había calculado.
–Mamá, si no te cargas
cada día vas a terminar quedándote sin batería, ¿no te das cuenta?
No, no se daba cuenta.
¿De qué tenía que darse cuenta?
–Si la batería llega a
cero se pierde la vinculación de los usuarios, ¡y adiós Eva!
–¿Adiós Eva? ¿No puedo
volver a encenderme?
–No, mamá. Se llama
«caducidad programada».
–Caducidad programada…
Estaba en la góndola de
enlatados cuando repitió esas dos palabras y el repositor la miró con
curiosidad. Su hijo se lo explicó todo otra vez, hablando más fuerte al
teléfono, como si el problema de Emilia fuera auditivo. Al fin entendió, y le
confesó desconcertada que hacía una semana que circulaba con el kentuki sin
cargarse. Él suspiró aliviado. –Te está cargando ella –dijo–, menos mal.
Emilia meditó esto
mientras esperaba para pagar. Entonces, cuando ella se iba a la cama y dejaba a
su kentuki en la cucha hasta el día siguiente, la chica lo sacaba de ahí, lo
calzaba en el cargador y una vez que la carga se completaba volvía a dejarlo en
su sitio. Emilia movió los duraznos que habían quedado debajo de las latas de
arvejas y los puso arriba para que no se golpearan. Así que, cada día, alguien
en la otra punta del mundo hacía eso por ella. Sonrió y guardó su teléfono. Era
toda una atención.
3-Emilia despertó a su kentuki y encontró la cámara acostada. Sobre el piso de la cocina de Eva podía ver cuatro pies desnudos que iban y venían. ¿Cuatro pies desnudos? Emilia frunció el ceño y buscó con la mirada su teléfono.
3-Emilia despertó a su kentuki y encontró la cámara acostada. Sobre el piso de la cocina de Eva podía ver cuatro pies desnudos que iban y venían. ¿Cuatro pies desnudos? Emilia frunció el ceño y buscó con la mirada su teléfono.
Aunque no iba a llamar a
su hijo por semejante tontería, la situación no dejaba de ser alarmante y era
bueno saber que el teléfono estaba cerca. Reconoció los pies de Eva y entendió
que los otros –más robustos, más peludos– eran los pies de un hombre. Intentó
mover el kentuki, pero la habían acostado en la cucha. Chilló. No siempre
chillaba, así que el llamado funcionó. Eva caminó hacia ella y la puso sobre el
piso, enderezando otra vez la cámara. Eso aclaró muchas cosas y también
confirmó lo que Emilia temía:
Eva estaba desnuda. El hombre
que estaba con ella también estaba desnudo, y ahora preparaba algo sobre el
fuego sacudiendo una sartén. Eva le tiró un beso a la cámara y se alejó hacia
el baño. Por un momento, Emilia dudó. En general, la seguía, Eva nunca cerraba
la puerta y ella la esperaba fuera, la espalda del kentuki discretamente
apoyada en la pared del pasillo. Pero había
un hombre en la casa. ¿No
era peligroso alejarse, dejar a ese intruso solo en la cocina? ¿Esperaría Eva
que su conejita se ocupara de lo que ocurría mientras ella iba al baño? Se
quedó en el umbral del pasillo, mirando hacia la cocina.
El hombre abrió la
heladera, sacó tres huevos, los rompió sobre la sartén y dejó las cáscaras
sobre la mesa. El tacho de basura estaba a unos centímetros de él, aunque quizá
el hombre no lo sabía. Sacudió la sartén con una leve inclinación de cabeza,
como si siguiera alguna técnica, y eructó. Fue un ruido seco y suave, que
difícilmente Eva podría haber escuchado desde el baño. Después abrió la
heladera y protestó. Emilia creía que el hombre hablaba alemán, pero era
imposible saberlo, el traductor no parecía funcionar con él.
Entonces el hombre se
volvió hacia el living. Su sexo oscuro y peludo le colgaba entre las piernas
–dónde más, ya casi lo había olvidado–. Emilia dio un salto en su silla de
mimbre. Ella también necesitaba ir urgente al baño, pero no quería dejar a Eva
sola con ese hombre, no podía irse ahora.
Tampoco podía mover al
kentuki: no estaba claro si el hombre miraba hacia el living o si la estaba
mirando a ella, y aunque pensó en esconderse entendió que escapar quizá la
delataría. Emilia se arriesgó. Volvió a sentarse en su silla
e hizo retroceder al
kentuki unos centímetros. Entendió el error cuando el hombre la siguió con la
mirada. Fue hacia ella y Emilia giró el kentuki y se retiró lo más rápido
posible hacia el pasillo, camino al baño. Oyó los pasos a sus espaldas. Intentó
acelerar más, apretó tan fuerte el dedo sobre su teclado que se hizo daño, no
había manera de ir más rápido. Los pasos del hombre se oían muy cerca y Emilia
dejó de respirar. Alcanzó a tomar el pasillo, hacia el
baño, pero mucho antes de
que pudiera entrever a Eva la levantaron del suelo.
Chilló. Vio en el techo
del pasillo una guardilla que nunca había sospechado, y luego la cara de él,
enorme en su pantalla, la barba de un par de días y los ojos demasiado claros,
demasiado grandes frente a ella. Tenían algo de locura y la estaban buscando.
Ahora apenas un ojo, como si un gigante se hubiera apoderado de su casa y
acabara de encontrar en su computadora un agujero por el cual mirarla. La había
encontrado. Dijo una palabra que a ella le sonó a grosería y que el traductor
no aclaró. Emilia soltó el mouse y se cerró el camisón con las dos manos.
Entonces oyó un ruido aún más desesperante: la ducha. Eva había abierto la
ducha. Su pequeña niña que vivía sola y aparentemente sin ningún adulto cerca
traía a un hombre a la casa y lo dejaba circulando solo mientras se duchaba. En
su casa, Emilia volvió a ponerse de pie. Estaba furiosa y no podía alejarse de la
computadora. El kentuki se balanceaba en el aire, regresaban al living. El
hombre dejó el Kentuki sobre la mesa y se inclinó para mirarlo. Cuando
se enderezó, su sexo
ocupó toda la pantalla de Emilia. No se parecía en nada al de su marido, tanto
más pálido y blando. El hombre le hablaba en alemán y el sexo la miraba. Quizá
todos los genitales masculinos hablaban solo alemán y por eso ella nunca se
había entendido bien con su Osvaldo. Se permitió sonreír, orgullosa también de
lo moderna que se sintió de pronto, controlando a su kentuki mientras superaba
con gracia los recuerdos de su mayor fracaso, atenta a ese gran sexo de macho
alemán que ahora podía mirar sin avergonzarse. Era una historia digna de contar
el martes a las chicas después de natación, hasta pensó en sacar una foto.
Entonces giró sobre la mesa de su
ama y vio algo de lo que
no podía reírse. El hombre hurgaba la cartera de Eva. Sacó la billetera y la
abrió, miró los documentos y las tarjetas, contó el dinero y sacó un fajo de
billetes. Emilia chilló –cómo la enojaba que eso fuera lo único que podía
hacer–. Él atinó a levantarla, ella alcanzó a zafarse. Intentó moverse en
círculos, chillando como una verdadera gallina mientras él trataba de
agarrarla. Fueron solo unos segundos de destreza. Hasta que él volvió a
levantarla y se la llevó a la cocina. El vaivén la mareó. Cuando se detuvo se
dio cuenta de que el alemán estaba a punto de meterla debajo de la canilla. Por
un momento vio las cáscaras de huevo, muy cerca, la baba de la clara escurriéndose
sobre la fórmica limpia. La canilla escupió un gran chorro de agua. Si la
mojaban, pensó de pronto, algo dentro de ella podría romperse, dejar de
funcionar. Chilló otra vez. Oyó el ruido hueco del chorro golpeando sobre su
cabeza. Volvió chillar. ¿Realmente ese bruto pedazote de carne podía dejarla
fuera de juego? Se sacudió lo más rápido que pudo, y logró caer en la pileta.
Él volvió a atraparla.
«¿Hay huevos para
mí?»
La voz de Eva irrumpió
suave y fresca, mientras la mano de él volvía a apresar el kentuki. Él pareció
explicarse y Eva lo escuchó distraída mientras se secaba el pelo húmedo con una
toalla. Después lo calmó, no hacía falta limpiar al kentuki, ella también lo
engrasaba a veces, lo único importante era mantener impecables sus ojos.
«Porque ahí es
donde está la cámara»,
dijo Eva tomando a su conejita.
Emilia repitió para sí
misma lo que Eva acababa de decir. Diciendo «la cámara», la chica se refería a
ella, a Emilia, por primera vez. Y eso era dar por sentado que había alguien
dentro de la conejita, alguien a quien Eva quería y cuidaba. Esta feliz
revelación le pareció aún más fuerte que la imagen del sexo del alemán. Qué
gran jornada, pensó Emilia. Eva volvió a dejarla en el suelo y se alejó. Seguía
desnuda de la cintura para abajo, y Emilia sintió que quería a esa chiquita más
que nunca. Eran importantes la
una para la otra, lo que
les pasaba juntas era algo real. La siguió hacia el living, siguió su colita
desnuda, pequeña y perfecta, que la inundó de una ternura parecida a la que
tantas veces había sentido por su hijo, cuando todavía era un chico. Eva se
tiró sobre el sofá y Emilia le golpeó suavemente la punta de los pies. Así
logró que la chica al fin la alzara y la colocara junto a ella, mirando hacia
la cocina. El hombre se acercaba con la comida servida en un plato. Hizo una
pregunta, ¿quizá si traía sal y pimienta? Emilia no podía entenderle, intuía
sus palabras por las respuestas de Eva: que sí, dijo la chica, que claro que
había alguien ahí, dentro de la conejita. Y el hombre, desde la cocina, dejó de
sonreír y miró a Emilia a los ojos.
4- Había conseguido el
número de urgencias de la policía de Erfurt. Si el alemán se ponía violento con
Eva, ella ya sabía adónde llamar. Todavía no podía dar ninguna dirección –eso
lo tenía claro–, y si en Erfurt no entendían su rudimentario inglés, tampoco serviría
de mucho. Sin embargo, se sentía preparada para lo que fuera. Mantenía su
teléfono siempre cerca: si algo pasaba, Emilia grabaría inmediatamente un video
de lo que ocurría en Erfurt.
No tenía claro si en
Alemania se podía inculpar a alguien con un video doméstico, pero si Eva
llegara a necesitar alguna vez pruebas de algún tipo, ella las tendría.
Aun así, asumía sus
limitaciones, y contaba con que pronto se le ocurriera algo más. Klaus –así se
llamaba el alemán– ya no se metía con ella. Su hijo le había explicado que el
controlador no lo traducía porque solo se enfocaba en el timbre de voz del amo.
Así que era fácil ignorar a Klaus cuando estaba con la chica. Cuando el alemán
no estaba, ella aprovechaba para circular por la casa con diligencia, atenta a
las cosas que había a su alcance y a las posibilidades que le ofrecían. Seguía
a Eva de cerca, ávida de toda nueva información, atenta a cualquier cosa que la
chica pudiera decir o hacer, y que le diera una nueva pista para su plan.
«Estás inquieta, mi
gordita, ¿qué pasa?», preguntaba Eva.
Si Emilia ronroneaba, Eva
dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y pellizcaba la panza de la conejita.
Que su ama pensara que ella solo necesitaba un poco de amor era una recompensa
práctica y estimulante. Antes de sentarse frente a su computadora, Emilia se
preparaba su té y subía la calefacción. Los días empezaban a enfriarse y sabía
que, una vez sentada y encendida en Erfurt, ya no encontraría el momento para
levantarse.
Llamó a su hijo después
de esa jornada.
–Quiero mandarte una foto
de Eva –le dijo–, está guapísima.
Su hijo le explicó que no
podían tomarse fotos desde el kentuki. Dijo que era «un tema de privacidad» y
que todo estaba «encriptado». Emilia pensó que quizá su hijo estaba celoso, y
se descubrió a sí misma sonriendo.
–Ningún problema –dijo–,
tomo una foto de la pantalla, mañana te mando algunas.
Su hijo hizo un silencio,
quizá sorprendido por la rapidez con que su madre resolvía estos problemas
tecnológicos. Y entonces, con la voz pausada de quien empieza una confesión, le
habló de su kentuki. No del kentuki que ella tenía en Erfurt, sino del de él.
Junto a la tarjeta de conexión de Emilia había comprado también un kentuki,
aunque no fue hasta que la vio tan contenta con su dispositivo que se animó a
encenderlo. Además, tener él también una conexión lo ayudaba a ver más
claramente las inquietudes y las dudas que ella le planteaba.
–Pero… –dijo Emilia,
cuando en realidad quería preguntar desde cuándo, y si también era en Erfurt, y
si no sería que ahora eran vecinos y podían aprovechar para verse un poco más
seguido.
–Escucha esto, mamá.
¿Sabes lo que hizo ayer?
Emilia tardó en entender
de quién estaban hablando. Hecha la confesión, su hijo pareció perder el miedo
y empezó a hablar sin parar sobre esas últimas semanas –un mes, prácticamente,
dedujo ella enseguida–, soltándole sin culpa todo lo que le había estado
ocultando. Emilia fue hasta el comedor con el teléfono y se sentó frente a la
mesa, como cuando tenía que ordenar las facturas del gas y del agua y
necesitaba espacio suficiente para que nada se le escapara. La voz de su hijo
decía que su kentuki le había mandado una torta helada de chocolate para su
cumpleaños.
–¿Le pasaste la
dirección? –preguntó ella alarmada.
¿Cómo había podido pasar
tanto a sus espaldas? En el fondo, Emilia intentaba hacer algo con la angustia
que se le había atorado en la garganta.
¿Y qué tipo de madre era
ella, que nunca se le había ocurrido mandarle una torta a su hijo para su
cumpleaños? ¿Habría pensado él en eso?
–No, no. No le di ninguna
dirección, mamá. Lo que pasa es que, desde el balcón de mi departamento, vio
que el Young Kee Restaurant está justo enfrente, y se acordó que había estado
ahí en un viaje a Hong Kong, con su marido.
¿Desde el balcón del
departamento de su hijo? ¿Era una mujer casada?
Hizo un gran esfuerzo
para no interrumpirlo.
–Es vieja pero muy viva.
–Emilia tragó saliva. ¿Vieja pero viva? Entonces qué era lo que ella no era
para su hijo, ¿vieja o viva?–.
Con eso calculó la dirección
de mi edificio y mandó una torta helada de chocolate a cada uno de los
departamentos. Hay dos al frente y dos detrás por cada piso, ¡son treinta y dos
tortas, mamá!
Emilia pensó que eso era
mucho dinero. Y tardó un segundo más todavía en darse cuenta de que su hijo le
había comprado a ella la conexión a un kentuki, y en cambio, para él, se había
comprado un kentuki real, uno como el que Eva tenía en Erfurt. ¿Prefería su
hijo «tener» a «ser»? ¿Y qué le decía eso de su propio hijo? No quería
descubrir nada incómodo, y aun así, si la gente podía dividirse entre los que
eran «amos» y los que preferían «ser», la intranquilizaba estar del lado
opuesto al de su hijo.
–¿Y sabes qué es lo más
gracioso?
–¿Qué es lo más gracioso?
–respiró profundo.
–Que al pobre tipo que le
tocó traer las tortas, y que estuvo subiendo y bajando por el edificio media
mañana, mucha gente ni siquiera se las aceptaba. Me dio dos extra cuando me
entregó la mía.
Emilia bebió un sorbo de
té, todavía estaba demasiado caliente.
–O sea que tienes tres
tortas.
Fantástico, pensó Emilia.
Y su hijo dijo:
–Te estoy mandando una
foto de ella.
«Ella.» ¿Se refería a la
torta o a la mujer? Emilia oyó un bip, miró el teléfono y abrió la foto. La
mujer era una morocha grandota y robusta, parada en la puerta de una casa de
campo. Parecía tener la misma edad de Emilia.
–Fue cocinera toda su
vida –dijo su hijo–. También en la guerra de los Balcanes, cocinaba para la
guerrilla croata. Te mando otra foto, mira…
Emilia escuchó un bip más
y decidió no abrir la nueva foto. ¿Podía ella mandarle un regalo ahora, casi
una semana después?
–Es de los noventa en
Ravno, buscando minas antipersonas con dos soldados. ¿No es fabulosa? ¿Viste
las botas de campaña que tiene?
¿Desde cuándo su hijo
pensaba con semejante entusiasmo en las mujeres
trabajadoras? Como si
ella nunca, en toda su vida, le hubiera cocinado nada.
¿O es que el sacrificio
solo valía si tamizabas la harina en el medio de una guerra y con un par de
botas de hombre?
Cuando al fin cortaron,
Emilia se quedó un rato mirando la fórmica de la mesa. Aunque pensó en irse a
la cama se sentía demasiado despabilada. Llamó a Gloria y le contó lo que su
hijo acababa de confesarle. Gloria había comprado un kentuki para su nieto y
les gustaba intercambiar anécdotas. Se habían visto en natación esa mañana
pero, como Inés ya no soportaba escucharlas hablar de los kentukis, ellas se
hablaban por teléfono y dejaban los ratos de natación para la política, los
hijos y la comida. Si algo importante pasaba con sus kentukis, se despedían
frente al portón del club haciéndose señas a escondidas de Inés, prometiéndose
llamarse en cuanto estuvieran solas. Era divertido, y más de una vez
aprovechaban para hablar también de Inés, a la que querían muchísimo, por
supuesto, pero a la que últimamente notaban muy conservadora. Al final, como
había dicho Gloria en su último llamado, o te modernizás o la vida te pasa por
encima.
Le había contado a Gloria
lo que había pasado con el alemán. Lo del sexo, lo del dinero que sacó de la
billetera de Eva y cómo la corrió como si ella fuera una gallina por el living
y la metió debajo del chorro de agua. Gloria creía que se había salvado de
milagro, una vecina había perdido a su kentuki lechuza dejándolo en el baño
cuando se duchaba. Usaba el agua demasiado caliente, había que decirlo, quizá
el vapor era peligroso para los modelos de animalitos que no eran originarios
de zonas tropicales.
–Pero esto que dices de
tu hijo, no termino de entenderlo, ¿qué es lo que te inquieta tanto? –preguntó
Gloria al teléfono.
Emilia pensó en la última
foto que el chico le había mandado, en las botas de guerra de la mujer. No
sabía qué era realmente.
–Cómprate uno –dijo
Gloria.
¿Qué solucionaba eso? No
iba a comprarse un kentuki. No era ese tipo de persona y además no tenía el
dinero.
–Son carísimos –dijo
Emilia.
–Hay gente que los vende
usados en internet. A mitad de precio. Te acompaño a buscarlo.
–No quiero algo que
alguien ya no quiere. Además, yo no soy de las que quieren «tener» –dijo,
pensando en las botas de la mujer del kentuki de su hijo–. Yo soy más bien de
las que «son».
Lo pensó durante ese día,
y el siguiente. El jueves, antes de conectarse a Erfurt, paseó por algunos
clasificados. No había muchos, pero había. La gran mayoría estaban anunciados
en la sección de mascotas y de tanto ver fotos de animalitos Emilia se preguntó
si no sería mejor adoptar un perro o un gato, aunque era cierto eso de que un
kentuki no ensuciaría ni dejaría pelos, y que no había que sacarlos a pasear.
Después de un gran suspiro cerró el explorador y conectó el controlador del
kentuki. Klaus estaba circulando otra vez por la casa. Emilia se enderezó en su
silla y se acomodó los anteojos. Se enfocaría en Erfurt y en la chica, que no
estaba llevando su vida nada bien.
De su propia vida y de la
de su hijo se ocuparía más tarde, tenía todo el tiempo del mundo.
5- Eva estaba tomando clases de yoga –le había costado deducirlo, pero ahora lo veía muy claro–, eso era lo que hacía los días que Klaus solía esperarla mirando sus partidos y tomando cerveza. Emilia hubiera esperado algún tipo de notificación sobre esta nueva actividad, aunque desde que Klaus circulaba por la casa Eva había dejado de pegarle cartelitos en las patas de las sillas y la comunicación ya no era tan fluida como antes. A veces, cuando estaban solas, la chica practicaba yoga frente al espejo.
5- Eva estaba tomando clases de yoga –le había costado deducirlo, pero ahora lo veía muy claro–, eso era lo que hacía los días que Klaus solía esperarla mirando sus partidos y tomando cerveza. Emilia hubiera esperado algún tipo de notificación sobre esta nueva actividad, aunque desde que Klaus circulaba por la casa Eva había dejado de pegarle cartelitos en las patas de las sillas y la comunicación ya no era tan fluida como antes. A veces, cuando estaban solas, la chica practicaba yoga frente al espejo.
«¿Lo hago bien? –preguntaba–. ¿Qué tal me veo,
mi gordita?»
Se veía fenomenal. Emilia
chillaba de entusiasmo y Eva se reía. Una vez, Emilia fue hasta su talón
izquierdo y le dio algunos toquecitos hasta que ella entendió que debía colocar
el pie alineado con el hombro. Aunque Emilia nunca había hecho yoga, tres años
de gimnasia rítmica en su juventud la habían dotado de cierto sentido común, un
saber aplicable a otras disciplinas. Muchas veces, casi la mitad de las veces,
cuando Emilia se encendía solo estaba Klaus, y si veía al alemán se cuidaba de
no moverse ni hacer ningún ruido. Prefería controlarlo haciéndose la dormida.
Dejaba sus ojitos abiertos pero no hacía ningún movimiento ni respondía si el
alemán se asomaba en su pantalla. Total, qué sabría ese hombre acerca de cómo
funcionaba realmente un kentuki, seguro que no había leído un manual en su
vida. Klaus seguía abriendo la billetera de la chica y haciendo llamadas
lascivas mientras se rascaba los genitales frente al televisor. Era una imagen
repulsiva y al final Emilia se hartaba y se alejaba, se ocupaba de las
actividades de su propia casa asomándose cada tanto al pasillo para evaluar de
un vistazo cómo iban las cosas en Erfurt. Sabía que dejar a ese hombre sin
control era irresponsable, sabía que tarde o temprano la chica tendría
problemas, y Emilia era la única que podría señalar un culpable. Lo habló con
Gloria y ella le prestó su pequeña camarita de mano y le explicó cómo usarla.
Funcionaba como un buen aliciente: no estaba al tanto de todo lo que pasaba en
Erfurt, era verdad, pero tenía un registro diario de su conexión. Si algo
pasaba, ella lo tendría grabado y lo
enviaría a la policía
inmediatamente. A veces revisaba al azar algunas grabaciones, solo para
quedarse tranquila de que se estuvieran guardando bien, y para saber con qué
tipo de material contaría si el momento llegaba. En eso estaba cuando Gloria
llamó para preguntar si podía pasar por su casa. Por un momento la sorpresa la
contrarió.
Tendría que correr para
ordenar antes de que llegara, aunque luego se acordó de Klaus, y de que al fin
podría mostrarle a alguien su pequeño Erfurt, así que aceptó y corrió a barrer
el living y la cocina. Después repasó el cuarto y, al pasar frente a su
computadora, solo por costumbre, le dio una rápida mirada al departamento de
Eva. Estaba limpiando el espejo del baño cuando reparó en lo que acababa de
ver. Dejó el paño en la pileta y, sacándose los guantes, regresó para chequear
lo que ocurría. Desde la cucha, la imagen horizontal mostraba a Klaus tomando su
cerveza frente al televisor y toda su atención estaba en la remera roja del
alemán. Decía «Klaus Berger» y llevaba el número cuatro. Emilia acercó su silla
de mimbre y se sentó frente al escritorio. Debajo decía «Rot-Weiß Erfurt».
Abrió su explorador y lo googleó inmediatamente. Era un club de fútbol, tal
como pensó. El sitio web tenía un listado de jugadores y Klaus Berger estaba en
la lista, con la fotografía de un hombre mucho más atractivo y profesional del
que veía en su pantalla, tirado en un sofá. Emilia no se dejó engañar, no había
duda de que eran el mismo. Googleó el nombre por separado y lo encontró en
varias redes sociales. Casi todas las fotos de Klaus eran iguales: o sostenía
una pelota, o abrazaba la cintura de una chica o se sostenía de los hombros de
otros jugadores. No vio a Eva en ninguna de las fotos, y reparó en su
decepción. ¿Le hubiera gustado contactarse con ella, escribirle un correo? No
estaba segura. ¿Qué le diría?
¿«Abrigate más»? ¿«Come
más»? ¿«Busca un hombre bueno»?
Ahí estaban los datos de
contacto de Klaus, listados prolijamente uno bajo el otro. Cuando Emilia se
detuvo en el número de teléfono supo lo que haría a continuación, y es que
sentarse a esperar desgracias no era su manera de hacer las cosas, no había
criado a un hijo como el suyo cruzada de brazos. Buscó su teléfono, marcó el
número de Klaus y le escribió un mensaje: «Sé que sacas dinero de la billetera
de Eva», lo escribió en español. Y solo tras enviarlo cayó en la cuenta de que,
en cuanto el mensaje llegara, Klaus obtendría también su número. Pensó en Inés,
que seguía insistiendo en que tener un kentuki era abrirle las puertas de tu
casa a un completo desconocido, y por primera vez comprendió el peligro real
que esto implicaba. Las campanitas chinas de su teléfono le avisaron que tenía
un mensaje nuevo y un escalofrío de terror la obligó a ponerse de pie. ¿Podía
de verdad estar recibiendo un correo de ese enorme alemán? Pensó en su marido,
aunque no supo muy bien por qué. Y al fin juntó fuerzas y estiró la
mano hasta su teléfono.
El mensaje decía:
«Me paga 50 por semana a
cambio de mi gran oferta sexual. ¿Quiere unírsenos?». Entendió el inglés y el
mensaje la dejó unos segundos sin respirar. Después sonó el teléfono, su propio
teléfono en sus propias manos. Era el número de Klaus. Sabía que si no atendía
pronto se dispararía la grabación de su voz, e imaginó a Klaus escuchando su
español de peruana, sus disculpas de mujer ya grande y su promesa de devolver
el llamado. Temió volver a mirar la pantalla de su computadora. Klaus podría
haberla sacado de su cucha mientras ella temblaba todo este tiempo –intentando
releer una y otra vez el mensaje sin sus anteojos–, podría haberse dado al fin
el gusto de meterla bajo el chorro de agua de la cocina, o haberla tirado por
la ventana. Quizá ya estaba muerta sin saberlo. Dejó el teléfono sobre la mesa,
juntó fuerzas y se giró para ver: la imagen horizontal seguía inmóvil. Esperó
hasta asegurarse
de que Klaus no andaba
cerca. Tenía que calmarse. Respiró y esperó. No se oía el ruido del televisor,
de hecho, el departamento estaba en completo silencio. Quizá Klaus era
demasiado cobarde para una represalia y es que, finalmente, cualquier cosa que
hiciera contra ella terminaría trayéndole problemas con la chica. Desde donde
estaba no tenía una imagen completa del living y la cocina, pero no parecía
haber nadie. El bolso que solía traer Klaus y dejar junto a la puerta ya no
estaba. Suspiró aliviada. Y entonces lo vio. En el espejo del living, escrito
con el lápiz labial rojo de Eva, y a la altura en la que lo podría haber
escrito un kentuki –aunque ningún kentuki podría en realidad escribir nada en
un espejo– decía: «Puta». Era una
caligrafía espantosa.
Estaba en inglés y se preguntó si Eva también sería capaz de entenderlo. Todavía
faltaban casi veinte minutos para que ella regresara y, aún así, hiciera lo que
hiciera Emilia con su kentuki, sabía que sería imposible levantarse sola y
borrarlo. Cuando Eva entró a su departamento dejó su bolso sobre la mesa y vio
su lápiz labial destapado y arruinado en el piso.
«¿Qué pasó acá?», preguntó.
La voz intentaba ser
autoritaria. Eva se acercó a la cucha y descubrió el cartel en el espejo. ¿De
verdad creía la chica que un kentuki acostado sobre su cucha era capaz de hacer
semejante cosa a semejante altura? Ahora sí que Emilia quería escribirle a Eva,
quería gritarle: «¡No fui yo! ¡Hay que sacar a este hombre de la casa!».
«¿Quién hizo esto?»
Emilia movió sus ruedas,
tenía la sensación de que, si la sacaban de la cucha y lograba al fin moverse,
encontraría la manera de explicarse. Pero Eva parecía demasiado enojada. Limpió
con detergente el espejo y tiró a la basura
el lápiz labial. Después
se sentó frente al televisor, en una posición muy similar a la de Klaus, lo que
a Emilia le pareció casi una provocación. La chica se estiró hasta la cerveza
que había quedado junto al sofá y bebió mirándola de reojo, intranquila. Al
rato volvió a levantarse, fue directo hacia ella, la agarró y se la llevó al
baño. ¿Qué estaba pasando? Emilia nunca había visto el baño. Una mezcla de
miedo y excitación la contrarió en Lima frente a
su computadora. Eva la
metió en la bañera, la retó una última vez y, antes de salir, apagó la luz y
cerró la puerta.
Emilia se quedó dura
frente a su pantalla negra, sería difícil escapar de una bañera, y todavía más
complicado procesar la cantidad de cosas que acababan de pasar. Todavía estaba
en eso cuando, unos minutos más tarde, el timbre de la casa la hizo saltar
sobre su silla. Tardó en levantarse, en recordar la visita de Gloria. Se
acomodó un poco el pelo y cruzó el comedor. No había terminado de ordenar la
casa pero ahora le resultaba un tema absolutamente menor. El timbre volvió a
sonar y Gloria la llamó y golpeó la puerta. En cuanto Emilia le abrió, Gloria
entró con una caja que apoyó sobre la mesa del comedor.
–Ábrelo –dijo, con una
sonrisa pícara que a Emilia no le gustó. Las dos se quedaron mirando la caja.
–Vamos, pues –Gloria
quitó parte del papel de regalo.
Emilia entendió enseguida
que era una caja de kentuki, una ya abierta y algo sucia. Gloria sacó un
cargador, un cable para conectarlo a la pared, el manual y, al fin, un kentuki
envuelto en un repasador. Se lo entregó a Emilia con suma delicadeza.
–Es un regalo –dijo
Gloria–, así que no se puede devolver.
Emilia pensó en Klaus y
en la furia con la que Eva tiró a la basura su lápiz labial. Pensó que era
demasiado, que era mucho más de lo que ella podía manejar. Cuando desenvolvió
al kentuki descubrió algo absolutamente inesperado: era una conejita, una idéntica
a la que ella misma era en Erfurt. Recordó que tenía una hebilla lo
suficientemente fuerte en el baño y pensó que, si se la colocaba entre las dos
orejitas, como siempre lo hacía Eva, sería como tenerse a sí misma circulando
por su propia casa. Emilia sonrió, no quería animar a su amiga, pero el gesto
se le escapó, y Gloria ya estaba aplaudiendo con su típico entusiasmo.
–Sabía que eran la una
para la otra –dijo.
Emilia dejó al conejo
sobre la mesa. Se preguntó cómo alguien podía desprenderse de semejante
dulzura. Era suave y bonito. Vio que tenía los párpados cerrados y se dio
cuenta del tiempo que hacía que no veía a alguien con los ojos cerrados, ¿años,
quizá? ¿Quizá esa única vez que su hijo vino a verla desde Hong Kong y se quedó
dormido frente al televisor?
–Debe estar descansando.
Pero está cargado –dijo Gloria y enchufó la base junto a la puerta del living–.
¿Tomamos alguna cosita? Cuando Gloria se fue, Emilia recogió las tazas y se
puso el pijama. La conejita seguía inmóvil, así que la dejó en el living, sobre
su cargador, y se fue a la cama. Se despertó a medianoche, sobresaltada. ¿Con
qué había soñado? Habría jurado que con Klaus, algo espantoso, aunque no podía recordar
exactamente qué. Encendió las luces y cruzó el living. El kentuki seguía sobre
su cargador con los ojos cerrados, tal como lo había dejado antes de acostarse.
Como estaba desvelada fue hasta su silla de mimbre y encendió la computadora.
Era la primera vez que se encendía en Erfurt a esa hora. Miró el reloj: las
tres y diez en Perú eran las siete y diez de la mañana en Alemania. Estaba
sobre la mesa de la cocina. En una esquina en la que nunca había estado y que
le daba una perspectiva absolutamente nueva del departamento. Después vio la
señal de carga en su pantalla, y lo entendió. Eva la había perdonado. La había
sacado de la bañera y la había colocado sobre su cargador, como su hijo le
había dicho que ocurría cada noche, mientras ella dormía plácidamente en Lima.
Ya había algo de luz en el departamento y no le hizo falta bajarse del cargador
para ver las fotos pegadas en la heladera. No había ninguna de Klaus, pero al
centro, debajo de un calendario, había una
foto de Eva con ella, de
Eva con su conejita. Estaba sentada en su sofá –la foto estaba tomada de
arriba, quizá por el propio Klaus–, Eva sostenía a su conejita como si fuera un
cachorrito. Tenía los labios fruncidos, le tiraba un beso, y Emilia se vio a sí
misma dulcemente dormida, con los ojitos cerrados. La imagen le pareció de una
ternura conmovedora. Tomó su teléfono y sacó una foto de la pantalla. Al día
siguiente la imprimiría y la pegaría en su
heladera. La colocaría al
centro, alejada de todos esos imanes de delivery, para verla cada vez que
pasara por ahí, tal como Eva hacía con ella.
Podría decirse que es la primera parte de la historia de Emilia, extraída de la novela de Samanta Schweblin: KENTUKI. Qie la disfruten,
Carmen
Carmen
Segunda parte y final del relato
Había soñado con Klaus.
Se había movido en la cama, entre las sábanas, y lo había sentido abrazarla en
la oscuridad. Y después algo peor. Algo caliente y espumoso, y la rigidez del
gran sexo alemán entre sus piernas terminó de despertarla. Estaba tan alarmada
que tuvo que sentarse un momento y encender el velador. Entonces vio a su
conejita. Estaba en el medio de la habitación, los ojitos abiertos mirándola
con dulzura. ¿La habría visto soñar? ¿Habría visto más de lo que debía?
Llevaban casi una semana de convivencia, una semana tan armónica y amorosa que
a Emilia hasta le habría avergonzado confesarlo. A Gloria sí, a Gloria le
contaba porque era su gran amiga en esa aventura y tenían la confianza. A su
hijo, en cambio, no le había dicho nada. Estaba demasiado fascinado con la
mujer de las botas negras, demasiado ocupado últimamente para contestarle a su
madre con un mínimo de interés, y cuando hablaban de kentukis tenía mucho más
para decir que para escuchar.
Lo que le preocupaba a
Emilia era lo poco que el chico cuidaba su intimidad: le indignaba que incluso
ella, de otra generación y con toda una vida alejada de las tecnologías, fuera
tanto más consciente de la exposición y el riesgo que implicaba la relación con
esos bichitos. Lo veía cada día por TV Noticias. Invitaban a especialistas que,
como el estado del tiempo, listaban en el programa de las diez de la noche
nuevos consejos y precauciones. Emilia creía que era una cuestión de sentido
común, y de saber medirse. Se necesitaba experiencia de vida y un poco de
intuición. Pero valía la pena arriesgarse, al fin y al cabo, había animalitos
como el suyo, como el que ella era en Erfurt. Seres con buenas intenciones que
no pretendían más que compartir tiempo con otros.
Así había sido con Eva,
al principio. Después Klaus había generado sus asperezas, y ahora los días
volvían a discurrir con tranquilidad. Aunque el alemán seguía llamando. Las
primeras veces, Emilia veía su número brillar en la pantalla y temblaba. Iba y
venía por la casa con el teléfono sin saber qué hacer. Al final siempre
atendía. El alemán le hablaba en un inglés cerrado e inentendible, gran parte
se le escapaba, y sin embargo, al tercer o cuarto llamado, empezó a
familiarizarse con esa voz grave y se dio cuenta de que descifrar lo que le decía
tampoco era tan importante. Sospechaba, con toda la apertura mental de la que
había resultado capaz en esos últimos meses, que quizá había algo más en la
lascivia y la agresividad de esos llamados. Se dijo a sí misma que era
necesario hacer el esfuerzo de escucharlo, era una oportunidad para deducir más
detalles de la realidad de la chica. Lo hacía por Eva, es decir por las dos.
Escuchaba la voz del alemán y cerraba los ojos, intentando entender. Quizá en
el fondo el hombre también estaba pidiendo atención, quizá el llamado era una
forma de descarga de una vida dura y opresiva que Emilia no podía sospechar. A
veces el tono de Klaus parecía ser de pregunta, seguido de un silencio, y
entonces Emilia decía alguna tontería en español, sobre el clima o sobre las
noticias del día, hasta que Klaus la interrumpía y volvía a hablar. El que
cortaba era siempre él. Emilia, por supuesto, aguantaba firme hasta el final. Hizo
a un lado las sábanas, se puso su desabillé y se levantó. La conejita la siguió
hasta la cocina y pusieron agua para el té. No había pasado una semana y ya
tenían su rutina. Al principio, Emilia intentó no entregarse a los encantos de
ese animalito. Creía que verse tan genuinamente representada, ser en Erfurt
algo tan parecido a lo que se movía el día entero a sus pies, podía parecer
engañoso, podía hacerla confiar más de lo que debía. Pero era notable el
respeto que sentía de parte del kentuki. Es que no eran parecidas por la tonta
apariencia de ser dos conejitas del mismo pelaje y color, o por una hebilla
puesta entre sus orejitas al mismo estilo. Era como verse a sí misma a cada
rato, parecían almas gemelas en casi todo lo que podían serlo, y a veces hasta
le dolía dejarla encerrada para salir a comprar en la esquina.
–Eres la única persona que
conozco que es «amo» y «ser» al mismo tiempo
–le había dicho Gloria.
Hablaban de kentukis a
escondidas, en las duchas de natación, mientras Inés hacía sus últimos largos.
–Eso te dará una mirada
especial, ¿no?
Era posible, sí, se daba
cuenta. A veces inspeccionaba el piso de Erfurt buscando a Eva mientras oía a
su propia conejita moverse a sus espaldas como un eco diferido de ella misma. Y
para su conejita tenía que ser tranquilizador ver a tu amo «ser» kentuki. Tenía
que ponerte a pensar en todas las vetas de comprensión y solidaridad que
implicaba semejante ejercicio. Pero ¿en que se había convertido? ¿En un monje
zen de las complejidades bifacéticas de los kentukis? Era alguien que estaba aprendiendo
mucho, eso no se podía negar.
–Es que entienden todo,
¿se da cuenta? –le dijo al señor del supermercado más tarde, reprimiéndolo.
Ella estaba pagando en la
caja y vio que el hombre tenía al kentuki sobre el mostrador, caminando sobre
tickets y facturas. No le pareció inteligente darle tanta libertad, y Emilia
empezaba a sospechar que, si había abusos de algunos kentukis, era por
negligencia de sus amos. Y viceversa. Los límites eran en
realidad los fundamentos
de estas relaciones. Al fin y al cabo, así había actuado ella con su hijo, y no
le había salido nada mal.
De regreso del súper
guardó las cosas en la heladera y se preparó algo para almorzar. Ahí estaba la
imagen que había impreso de ella y Eva en Erfurt, la veía cada vez que abría y
cerraba esa puerta. Había impreso otras fotos también, ya que estaba, tomadas
de su pantalla con su propio teléfono, y las había pegado por acá y por allá, y
hasta había una en un portarretratos muy bonito, regalo de su hijo. También
había impreso algunas de Klaus. Le gustaban las del alemán cocinando en
calzoncillos. Por ahora –salvo las dos del espejo del baño– esas estaban en la
mesita de luz. Y había una muy
graciosa con la que
Emilia quería hacerle a Gloria una tarjeta. En el fondo, tenía que admitirlo,
le daban ganas de que su amiga viera qué tipo de hombre era el que la llamaba
algunas tardes.
Almorzó viendo el
noticiero y después limpió la cocina. Aprovechaba esas horas para las
cuestiones hogareñas porque era un rato en el que la conejita solía dormir. La
dejaba sobre su cargador, como Eva hacía con ella. Cuando la levantaba,
chequeaba siempre con angustia que la discreta lucecita entre las ruedas
traseras estuviera encendida. Gloria le había explicado que era la única manera
de asegurarse de que, aunque el animalito estuviera dormido, la conexión seguía
establecida.
A las dos de la tarde,
bien puntuales, ya estaban ambas frente a la
computadora,
despertándose en Erfurt. A veces la conejita le pedía subir y Emilia la dejaba
frente a la pantalla. Debía de ser fascinante para el animalito verse a sí
mismo en otro lugar, verse comandado por tu ama.
–Es Erfurt, Alemania. –De
a poquito Emilia le pasaba cierta información.
La conejita ronroneaba,
le tocaba los brazos, la miraba a los ojos y
parpadeaba. Le gustaba
Erfurt y, claramente, no le gustaba Klaus. La última vez que él había llamado,
el kentuki se había quedado un rato mirando el número iluminar la pantalla del
teléfono, inmóvil como si llamara el mismísimo diablo. Quizá notaba la tensión
de su ama. Quizá llegaba a entender algo de lo que Klaus le decía al oído y no
le gustaba.
–No es nada malo,
chiquita –le dijo Emilia después de cortar–. No te
preocupes.
En la pantalla de Erfurt,
Klaus había dejado el teléfono sobre la mesa de la cocina y se preparaba un
sándwich. Iba de acá para allá en calzoncillos, abriendo la heladera, partiendo
algunos huevos sobre la sartén, casi sin soltar su cerveza. Emilia se preguntó
si, cuando estaban en la cama, le diría a Eva las mismas palabras que a ella, y
el pudor la obligó a mirar de reojo a su conejita. Entonces
sonó el teléfono de Klaus,
en Erfurt. Klaus bajó el fuego y atendió. A Emilia le gustaba su alemán mucho
más que su inglés, aunque no
lo comprendiera en
absoluto y su tono fuera tan distinto al que usaba con ella.
Klaus escuchaba, serio.
Fue hasta la ventana con la cabeza inclinada sobre el teléfono, parecía poner
mucha atención en lo que le decían. Emilia no tenía la menor idea de qué se
trataba, pero él estaba inusualmente atento, era una llamada extraña. Klaus la
miró. Miró a Emilia de un modo que la alarmó, como esa primera vez antes de
correrla como a una gallina. Klaus se acercó, asintiendo en el teléfono. Eva
abrió la puerta del departamento y entró. Venía de yoga, con su colchoneta y el
bolso al hombro. Klaus tapó el micrófono del teléfono y le explicó algo, y Eva
también la miró, sin soltar las cosas, como si acabaran de darle una noticia
que todavía necesitaba entender. Los dos la miraban y Emilia los miraba en la
pantalla. No lograba deducir qué era lo que estaba pasando. Klaus retomó el
teléfono y asintió. Tomó nota en un papel, y dijo unas palabras más antes de
cortar. Se acercó a Eva mostrándole la pantalla, cruzándola con el dedo como si
estuviera mostrándole distintas imágenes. Eva miraba. Su boca tenía una mueca
extraña, después se le escapó una sonrisa, fue un gesto breve y perverso que
Emilia nunca antes le había visto. Dejó caer su bolso y la colchoneta de yoga y
se sentó. Miró al kentuki en el piso, que se acercó hasta sus pies, porque
Emilia quería verla de cerca, tan desesperada estaba por entender. Eva se agachó
junto a ella. Se sentó en el piso con las piernas cruzadas y el teléfono en la
mano, y marcó.
En la casa de Emilia sonó
el teléfono. Estaban pasando demasiadas cosas como para atender. El aparato
tembló sobre el escritorio hasta que la conejita lo empujó y lo dejó pegado a
su mano. Era el número de Klaus. Cuando Emilia atendió, Eva la miró y sonrió.
Le habló en alemán, pero el traductor seguía funcionando en la pantalla.
«Hola.»
En el teléfono su voz se
oyó más dura y adulta.
«Su conejita acaba
de mandarme fotos de usted charlando por teléfono con mi novio.»
La trataba de usted.
«Fotos de su casa
repleta de fotos nuestras. También fotos de usted. Me parece que su conejita
puritana está hecha una furia.»
Emilia quería entender,
pero no entendía.
«Su conejita parece
muy desilusionada con su ama. Y yo quiero decirle algo…» La voz de Eva se oyó
más grave y lenta, tan sensual que a Emilia se le erizaron los pelos de la
nuca. «Emilia…
–sabía
su nombre–, me
gusta mucho, mucho, su ropa interior de vieja.»
¿La habrían visto con su
bombacha beige? ¿La que le llega hasta debajo de los pechos?
«Mucho –dijo Eva mirando a
Klaus–, nos
gusta a los dos.»
Emilia dio un salto en la
silla y volcó el té que había a un lado. Estaba de pie sin saber qué hacer, con
su corazón latiendo peligrosamente rápido. Se dio cuenta de que todavía
sostenía el teléfono en su oído.
–Señorita… –intentó
decir, y su voz débil y carrasposa le recordó lo vieja que estaba. No sabía
cómo continuar. Cortó. En Erfurt Eva miró el teléfono y le dijo algo a Klaus,
que se rio a carcajadas, tomó a Eva de un brazo, la levantó de un tirón y
empezó a quitarle los pantalones de yoga. Emilia apagó la pantalla, furiosa.
Después la volvió a prender y Eva estaba bajándole a Klaus los calzoncillos.
¿Cómo se desconectaba esa pesadilla? Tanteó el controlador y encontró el botón
rojo que tantas otras veces había pasado por alto.
«¿Desea anular su
conexión?»
Emilia aceptó y dejó sus
manos aferradas al respaldo de mimbre. Apretó el tejido hasta hacerlo sonar,
marcándolo irremediablemente. Un cartel rojo saltó en la pantalla: «Conexión
finalizada». Era la primera vez que Emilia veía algo tan grande y rojo en su
computadora y su cuerpo no parecía capaz de responder a ningún nuevo estímulo.
Se quedó inmóvil, agotada de tanto espanto y maltrato. El kentuki la miraba
desde la otra punta del escritorio, parecía juzgarla con una reprobación que
Emilia ya no estaba dispuesta a soportar. Tuvo un repentino recuerdo de Klaus:
él le había enseñado cómo se mataban las gallinas en la vida moderna. Emilia
levantó al conejo, lo llevó a la cocina y lo metió en la pileta. Cuando lo
soltó para abrir la canilla el kentuki intentó zafarse, pero ella lo tomó
fuerte de las orejas y, con todo el rencor y la frustración de las que era
capaz, lo metió debajo del chorro de
agua. El conejo gritó y
pataleó, y Emilia se preguntó qué pensaría su hijo si pudiera espiarla en ese
momento, qué tan avergonzado se sentiría de ella si viera sus manos agarrotadas
sosteniendo al conejo debajo del agua, tapándole los ojitos y hundiéndolo
contra el desagüe con todas sus fuerzas, ahogándolo hasta que la pequeña luz
verde de la base dejara de titilar.
Ojalá les haya gustado,
Carmen
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