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30 abr 2023

HUELLAS EN SEPIA, de Diana Vázquez


 CONOCIMIENTOS IMPRESCINDIBLES

Nuestra gran casa de verano y su Paraíso de frutales e higueras, costeaba toda una cuadra de tierra a lo largo. Del otro lado lindaba con un estrecho terreno y una casa desordenada separada por un cerco de ligustros entramado en el alambre. Era una vivienda que yo no lograba entender del todo, habitada por una familia de apellido difícil de pronunciar. La abuela, hijos y nietos vivían en distintas construcciones pegadas unas a otras.  De esa gente solo distinguía dos nenas de edad parecida a la  mía, Pocha y Teresita.

La Pocha, que era linda pero bastante tonta, ya grande, le conocí un trágico destino de muerte, hoy lo llamaríamos un femicidio, en manos de un esposo policía. Teresita era alegre y curiosa, llena de conocimientos que yo no tenía y dispuesta a compartirlos. Mi mamá y mis hermanas desalentaban esa amistad, pero como tenían poco tiempo y ganas para controlarme, cuando podía aceptaba la invitación tras–cerco de Teresita.

 A mis años me gustaría preguntarle cómo me veía. ¿Qué pensaba ella de mí? De esa nena gordita, de vestiditos primorosos en verano, solitaria pero expansiva. Que aparecía y desaparecía, con alguna muñeca llevada a la rastra y siempre un libro en la mano. Teresita me llamaba suavecito y yo respondía si andaba cerca, para meterme en el hueco de los ligustros que eran nuestro portal secreto. Fue ella la que me contó como salían los bebés de la panza de las mamás.

—Por el pupo –por supuesto. Y me instó a que comparáramos nuestras mutuas rutas de salidas.

A Teresita le gustaban las clases prácticas. Apenas lo hicimos me di cuenta que era un imposible. Lo del pupo, digo. Siempre tuve esa innata apreciación racional de las novedades. Observé que estaban férreamente cerrados. Nada podría salir por ese túnel en espiral, sellado con un nudo.  En el de ella se podía ver claramente. El mío era más confuso porque su fin se perdía entre la carne suave y rotunda. De todas maneras, era información altamente explosiva para ser usada en una mesa dominguera. En mi familia la palabra “pupo” no se nombraba y las personas increíblemente terminaban a la altura de los hombros para retomar consistencia antes de las rodillas.

Ese domingo había sido con un tedioso almuerzo en que nadie se percató de mi presencia y todo jolgorio había rodeado la noticia de la pronta llegada de mi primer sobrino. Era el momento justo. Fue tan hermoso escuchar el asombrado silencio que se instaló cuando dije:

—Teresita me contó que los bebés salen de la panza de las mamás por el pupo.

Ante mis conocimientos biológicos, papá simplemente se levantó dejando la servilleta con firmeza.  Quedaban aún tres higos en almíbar sobre su plato. Yo tenía escasos seis años.

 

EL TAJO Y LA COSA

Aunque anduviera leyendo cuanto escrito tuviera a mano y hubiese perdido mi entusiasmo por “El Tesoro de la Juventud” debido a un disgusto terrible que me dejó por dentro un tembladeral varios días  (quizás después se los cuente) y poseyera la inconmensurable dimensión del verbo con el “Larousse”, a mí me faltaba mucha calle. En la casa de invierno tenía los tres tomos del fantástico diccionario, pero estaba en el escritorio de mi padre. Era complicado llegar a su uso aunque las ilustraciones y los detalles desafiaran a viajar por el universo. En cambio, en la gran casa de campo, había un “Pequeño Larousse” mucho más disponible y que era igualmente encantador. Las personas grandes, alejadas de esas cajas de Pandora, ahora  encarceladas por los barrotes de sistemas como Google y el internet, no pueden ni imaginar lo que se pierden. Es tan sencillo, por ejemplo, caer en “pene” si una hizo una  visita a pendencia ,diviso péndulo, encallo en pene y termino  amarrando la barca de la curiosidad en penicilina, la substancia antibiótica producida por penicillium notatum, que curó los males de mi hermano Héctor, allá por la década del 30 ,una de las  historias favoritas de mi madre. Igual pasaba con vagina si una buscaba vaguada, o vulva al rastrear vulgo. Basta perseguir las palabras y seguirlas como perdiguero, tener una curiosidad infinita y leer buena literatura. De tal manera que los conocimientos estaban y su significado también, hilvanados como tela de araña y guardados. Bien guardados. Ya he dicho que los niños son sujetos astutos e intuyen qué  pueden o no hablar o saber. Ese verano, en el portal prohibido del ligustro, me reí cuando Teresita pronunciaba alguna palabra mal. No por maldad, sino porque me divertía cómo sonaba cocholate o estratua o vasaciones. Ella perdió la paciencia y me gritó que no era ninguna analfabética y entonces sí redoblé las carcajadas. Recuerdo que detuvo su partida, se dio vuelta y me miró con  desdén. En sus ojitos rasgados, color miel y algo reptilescos brillaba el deseo de hacer daño.

—Bien que no sabés nada del tajo y la cosa de los hombres

—dijo sibilante.

Para mí el tajo era la herida que sangraba cuando un cuchillo cortaba la piel y cosa podrían ser todas las cosas. Nunca había sospechado que hubiera una, que perteneciera solamente a los hombres. Ella supo al instante que era ganadora en ese duelo lingüístico.  Mis pupilas estaban dilatadas por el asombro y la boca abierta por el gancho de izquierda que me noqueó al instante. Hasta sabía que era “left hook” porque mi hermana Cristina  y Alberto se tiraban a la cara la frase en inglés ante cada discusión ganada. Teresita se acercó lentamente y me miró a los ojos.

—El tajo es por donde entra la cosa de los hombres si querés tener un bebé, estúmpida!

Left hook, me dije.

Moraleja.

No hay nada mejor que una buena cachetada de realismo  para que todos los conocimientos académicos cobren sentido.

Que lo disfruten,

Carmen

 

 

 

 

 

 

EL NO

De chica me dijeron

que había partes

indebidas de mostrar.

Un cuerpo dividido en claroscuros permitidos.

Y nosotras buscamos los rincones

                        para entrar infatigables

                        en la tenebrosa idea del pecado.

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