El tren acababa de
salir de Génova, y se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas
ondulaciones de la larga costa rocosa, deslizándose como serpiente de hierro
entre mar y montaña, reptando sobre playas de arena amarilla en las que el leve
oleaje bordaba una lista de plata, y entrando bruscamente en las negras fauces
de los túneles, lo mismo que entra una fiera en su cubil.
Una voluminosa señora
y un hombre joven viajaban frente a frente en el último vagón, mirándose de
cuando en cuando, pero sin hablarse. La mujer, que tendría veinticinco años,
iba sentada junto a la ventanilla, y miraba el paisaje. Era una robusta
campesina piamontesa de ojos negros, pechos abultados, y mofletuda. Había
metido debajo del asiento de madera varios paquetes, y conservaba encima de sus
rodillas una cesta.
El joven tendría
veinte años; era flaco, curtido; tenía el color negro de las personas que
cultivan la. tierra a pleno sol. Llevaba a su lado en un pañuelo toda su
fortuna; un par de zapatos, una camisa, unos pantalones y una chaqueta. También
él había ocultado algo debajo del banco: una pala y un azadón, atados con una
cuerda. Iba a Francia en busca de trabajo.
El sol, que ascendía en el cielo, derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era en los últimos días de mayo; revoloteaban por los aires aromas deliciosos, que penetraban en los vagones por las ventanillas abiertas. Los naranjos y limoneros en flor derramaban en la atmósfera tranquila sus perfumes dulzones, tan gratos, tan fuertes y tan inquietantes, mezclándolos con el hálito de las rosas que brotaban en todas partes como las hierbas silvestres, a lo largo de la vía, en los jardines lujosos, en las puertas de las chozas y en pleno campo.
El sol, que ascendía en el cielo, derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era en los últimos días de mayo; revoloteaban por los aires aromas deliciosos, que penetraban en los vagones por las ventanillas abiertas. Los naranjos y limoneros en flor derramaban en la atmósfera tranquila sus perfumes dulzones, tan gratos, tan fuertes y tan inquietantes, mezclándolos con el hálito de las rosas que brotaban en todas partes como las hierbas silvestres, a lo largo de la vía, en los jardines lujosos, en las puertas de las chozas y en pleno campo.
Las rosas están en
aquella costa como en su propia casa. Embalsaman la región con su aroma fuerte
y ligero; gracias a ellas, es el aire una golosina, sabroso como el vino, y
como el vino, embriagador.
El tren iba muy
despacio, como entreteniéndose en aquel jardín, en aquella blandura. Se paraba
a cada instante, en estaciones pequeñas, delante de unas pocas casas blancas, y
en seguida echaba a andar otra vez, con paso tranquilo, después de haber
lanzado silbidos. Nadie subía a él. Hubiérase dicho que el mundo entero
dormitaba, sin decidirse a dar un paso en aquella cálida mañana de primavera.
La gruesa mujer
cerraba de cuando en cuando los ojos, pero volvía a abrirlos bruscamente al
sentir que la cesta se le iba de las rodillas. La volvía a su sitio con gesto
rápido, miraba durante algunos minutos por la ventanilla y se amodorraba de
nuevo. Gotas de sudor le cubrían la frente, y respiraba con dificultad, como si
la acometiese una opresión dolorosa.
El joven había dejado
caer la cabeza y dormía profundamente, como buen campesino.
Súbitamente, al salir de una pequeña estación, pareció despertarse la campesina, abrió su cesta, sacó un trozo de pan, huevos duros, un frasco de v¡no y ciruelas, unas hermosas ciruelas coloradas, y se puso a comer.
Súbitamente, al salir de una pequeña estación, pareció despertarse la campesina, abrió su cesta, sacó un trozo de pan, huevos duros, un frasco de v¡no y ciruelas, unas hermosas ciruelas coloradas, y se puso a comer.
También el joven se
había despertado bruscamente, la miraba, siguiendo con la vista el trayecto de
cada bocado, desde las rodillas a la boca. Permanecía con los brazos cruzados,
fija la mirada, hundidas las mejillas, cerrados los labios.
Comía ella con gula, bebiendo a cada instante un sorbe de vino para ayudar a pasar los huevos, y de cuando en cuando suspendía la masticación para dejar escapar un ligero resoplido.
Comía ella con gula, bebiendo a cada instante un sorbe de vino para ayudar a pasar los huevos, y de cuando en cuando suspendía la masticación para dejar escapar un ligero resoplido.
Se lo tragó todo: el
pan, los huevos, las ciruelas, el vino. En cuanto ella acabó de comer, el joven
cerró los ojos. La joven se sintió algo apretada y se aflojó el corpiño. El
joven volvió súbitamente a mirar.
Sin preocuparse por
ello, la mujer se fue desabrochado el vestido; la fuerte presión de sus senos
apartaba la tela, dejando ver, entre los dos, por la abertura creciente, algo
de la ropa blanca interior y un trozo de piel.
Cuando la campesina
se sintió más a sus anchas, dijo en italiano:
—No
se puede respirar, de tanto calor como hace.
El joven le contestó en el mismo idioma y con el mismo acento:
—Hace un tiempo hermoso para viajar.
El joven le contestó en el mismo idioma y con el mismo acento:
—Hace un tiempo hermoso para viajar.
Ella le preguntó:
—¿Es
usted del Piamonte?
—Soy
de Asti.
—Y
yo de Casale.
Eran de pueblos
cercanos, trabaron conversación.
Se dijeron la sarta
de vulgaridades que repiten constantemente las gentes del pueblo y que bastan
para satisfacer a sus inteligencias tardas y sin horizontes. Hablaron de sus
pueblos. Tenían enemigos comunes. Citaron nombres, y a medida que descubrían
una nueva persona conocida de los dos, iba creciendo su amistad. Las frases
salían rápidas, precipitadas, de sus labios, con las sonoras terminaciones y el
acento cantarín del idioma italiano. Luego hablaron de sí mismos.
Ella estaba casada y
había dejado sus tres hijos al cuidado de una hermana, porque haba encontrado
colocación de nodriza; era una buena colocación, en casa de una buena señora
francesa, en Marsella.
El iba en busca de
trabajo. Le habían asegurado que lo encontraría por allí, porque se edificaba
mucho.
Después guardaron
silencio.
El calor se iba
haciendo terrible, pues caía a torrentes sobre el techo de los vagones. Una
nube de polvo se arremolinaba detrás del tren y se metía dentro, y el perfume
de los naranjos y de las rosas se pegaba con más fuerza al paladar, como si se
espesase y adquiriese más pesadez.
Otra vez se volvieron
a dormir los dos viajeros.
Se despertaron casi a
un tiempo. El sol descendía hacia la superficie del mar iluminando su sábana
azul con un torrente de claridad. El aire era ahora más fresco y parecía más
ligero.
La nodriza, con el
corpiño abierto, los mofletes sucios y la mirada sin brillo, jadeaba; y exclamó
con voz fatigosa:
—Desde
ayer no he dado el pecho, y estoy mareada, como si fuera a desmayarme.
El joven no contestó, porque no supo qué decir. Ella prosiguió:
—Con la cantidad de leche que yo tengo, es indispensable dar de mamar tres veces al día; de lo contrario, se siente una molestia. Es como si llevase un peso sobre el corazón, un peso que me impide respirar y que me deja aplanada. Es una desgracia el ser tan abundante de leche.
El murmuró:
El joven no contestó, porque no supo qué decir. Ella prosiguió:
—Con la cantidad de leche que yo tengo, es indispensable dar de mamar tres veces al día; de lo contrario, se siente una molestia. Es como si llevase un peso sobre el corazón, un peso que me impide respirar y que me deja aplanada. Es una desgracia el ser tan abundante de leche.
El murmuró:
—Sí. Es una
desgracia. Eso debe de molestarla mucho.
En efecto, daba la impresión de estar muy enferma, agobiada y a punto de desfallecer. Dijo con voz apagada:
En efecto, daba la impresión de estar muy enferma, agobiada y a punto de desfallecer. Dijo con voz apagada:
—Con
sólo apretar encima, sale la leche como de una fuente. Es un espectáculo
curioso. Parece increíble. Todos los habitantes de Casale venían a verlo.
—¡Ah,
sí! —exclamó el joven.
—Como
lo oye. Se lo haría ver a usted, pero con eso no adelanto nada. De esa forma no
sale toda la cantidad que en este momento necesitaría. No dijo más. El tren se
detuvo. En pie, junto a una barrera, estaba una mujer que tenía en sus brazos a
un niño que lloraba. Era encanijada y harapienta.
La nodriza, que la
contemplaba, dijo con voz de lástima:
—Ahí tiene usted una a la que yo podría aliviar. Y a mí me podría dar un gran alivio su pequeño. No soy rica, y la prueba está en que dejo mi casa, m¡ familia y al último hijo que he tenido para colocarme; pues con todo eso, daría a gusto cinco francos para que me dejase diez minutos a ese chico y poder darle de mamar. El niño se sosegaría y yo también. Sería como darme nueva vida.
—Ahí tiene usted una a la que yo podría aliviar. Y a mí me podría dar un gran alivio su pequeño. No soy rica, y la prueba está en que dejo mi casa, m¡ familia y al último hijo que he tenido para colocarme; pues con todo eso, daría a gusto cinco francos para que me dejase diez minutos a ese chico y poder darle de mamar. El niño se sosegaría y yo también. Sería como darme nueva vida.
Se calló otra
vez. Luego se pasó varias veces su mano febril por la frente sudorosa, y se
lamentó:
—No
puedo aguantar más. Creo que me voy a morir.
Y se abrió
completamente el corpiño con gesto inconsciente.
Surgió a la vista el
seno derecho, enorme, tenso, con su pezón moreno. La pobre mujer gimoteaba:
—¡Ay
Dios mío! ¡Ay Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo?
El tren se había
puesto otra vez en marcha y seguía su camino por entre flores que exhalaban el
penetrante aroma de los atardeceres tibios. De cuando en cuando se descubría un
barco de pesca que parecía dormido sobre el mar azul, con sus blancas velas inmóviles,
reflejándose en el agua como si hubiese otro barco boca abajo.
El joven, confuso,
balbució:
—Señora...
Tal vez yo mismo... podría aliviarla.
Ella le contestó con
voz entrecortada:
—Desde
luego...; si es usted tan amable. Me haría usted un gran favor. No puedo
resistir más; no puedo resistir más.
El joven se arrodilló
delante de ella, y la mujer se inclinó, poniéndole en la boca, con gesto de
nodriza, su pezón moreno. Al cogerlo entre sus dos manos para acercarlo al hombre,
apareció en la punta una gota de leche. El joven se la bebió con avidez,
cogiendo entre sus labios, como un niño recién nacido, aquella teta pesada, Y
se puso a mamar glotonamente, con ritmo regular.
Se había cogido a la cintura de la mujer con sus dos brazos y se la apretaba, para acercarla más; y bebía a tragos, lentamente, con movimiento del cuello igual al de los niños.
Se había cogido a la cintura de la mujer con sus dos brazos y se la apretaba, para acercarla más; y bebía a tragos, lentamente, con movimiento del cuello igual al de los niños.
De pronto le dijo
ella:
—Ya me ha descargado
bastante de ésta. Coja ahora la otra.
La cogió, con docilidad.
La mujer había puesto
sus dos manos encima de las espaldas del joven y respiraba profundamente, con
felicidad, saboreando el aroma de las flores que se mezclaba con las corrientes
de aire que la marcha del tren precipitaba dentro de los vagones.
—¡Qué
bien huele! —dijo ella.
El joven no contestó;
seguía bebiendo de aquel manantial de carne y cerraba los ojos como para
saborear mejor.
Ella lo apartó con
suavidad.
—Basta.
Me siento mejor. Esto me ha dado vida y tranquilidad.
Se levantó él, enjugándose la boca con el revés de la mano. Y ella le dijo, al mismo tiempo que se metía dentro del corpiño aquellas dos cantimploras vivientes:
Se levantó él, enjugándose la boca con el revés de la mano. Y ella le dijo, al mismo tiempo que se metía dentro del corpiño aquellas dos cantimploras vivientes:
—Me
ha hecho usted un gran favor. Se lo agradezco mucho, señor.
Pero el joven
le contestó con acento reconocido:
—Soy
yo quien le da las gracias, señora. ¡Llevaba dos días sin probar bocado!
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