AÑO 1807
Dicen que se
dice
Que aquesto
pasó
A la niña mala
Que al Diablo
tentó.
Muchos
maliciaron que María de la Cruz estaba “dañada” por haber fornicado con un
infiel, lo cual era dos veces vergonzoso, como apuntara su tía Dolorita, por
ser la joven cristiana y, además, hija de un Bustamante y una Cabrera, que en
Córdoba es prosapia.
Pasado el
tiempo de aquellos sucedidos, cuando las criadas eran ya unas morenas arrugadas
y friolentas que se lo pasaban al lado del fogón contando cuentos de ánimas,
reconocieron que hubo “alardes”, aquellas rarezas con que el Maligno, para que
la gente se vaya anoticiando, anuncia sus perversas intenciones.
Estos alardes
eran hechos que se presentaban, en un principio, sugestivos y a la vez dudosos
de comprender. A saber, se decía que una vez se oyó, en las negruras de la
noche, a alguien moviendo trastos en los fogones y cuando las morenas acudieron
a conjurar al intruso armadas de escobas y crucifijos —por si era un alma en
pena— encontraron cadenas, cerrojos, pasadores y trancas en su sitio... aunque
un humillo maloliente escapaba por el ventanuco.
Una de ellas
soltó un “¡Ayayayyy!” espeluznante, despertando al ama que, imaginando
conductas contra el sexto mandamiento, les dio un susto de ordago al irrumpir
en la cocina con la vara de disciplinar.
En la baraúnda
de las fámulas que mentaban prodigios, la señora — reacia a aceptar pareceres
de esclavas— buscó fundamento a lo sucedido: los ruidos serían de gato o
pericote, únicos que podían escurrirse entre las rejas; el humo vendría del
rescoldo y la hediondez, con el susto... en fin, dejarlo ahí.
Varios días
después, una luz recorrió las habitaciones a las primeras del crepúsculo,
mientras rezaban el rosario, y se escuchó el gemido de algo sobrenatural
arrastrándose por los sótanos. Fue entonces que María de la Cruz cayó hacia
atrás, donde por suerte estaba su ama de cría, una negra enorme llamada
Betsabé, que la recogió en brazos mientras tiraba mandobles y distribuía cruces
conminando a Belcebú a retirarse.
Calló el atroz
lamento y la Niña volvió en sí, encontrándose el ama en la ímproba tarea de
explicar aquello. Salió del paso acusando a la hija de haberse hartado de
brevas calientes, con el agravante de una insolación, ya que la había descubierto,
siestas atrás, volviendo del río, empapada y febril, muda de espanto.
Zamarreada por la madre, María de la Cruz confesó haberse topado, en la Ribera
del Bajo, con el Sombrerudo. La madre puso el grito en el cielo cuando mentó al
duende perverso, ofensor de jovencitas, ladrón de voluntades, pero la
desobediente le aseguró que, salvo el susto, nada hubo que lamentar, pues pudo
escapar a tiempo, ya que tenía el pie en el estribo y una jaculatoria en la
boca.
Poco después,
una de las morenas lloró sus lágrimas, arrodillada por el tiempo de un ángelus
sobre granos de maíz; la hermana del hacendado, señorita rígida como inquisidor
en autos, la había encontrado volteando los retratos de los antepasados en la
sala de honor. Sin embargo, no hubo forma de convencer a la chiquilla de que se
reconociera culpable, pues se empecinó en que, sospechando una travesura del
mozo Agustín (por quien la infeliz penaba) quiso enderezar el entuerto para que
no le diera un soponcio al
patrón.
Y así
siguieron las cosas, con pequeñeces que desaparecían y aparecían, sombras sobre
los lienzos de los muros sin cuerpos que las proyectaran, lamentos en
habitaciones vacías, cuando no pasos y murmullos.
María de la
Cruz comenzó a comer mal y dormir peor, y muy pronto su rostro semejó al de la
Dolorosa por lo consumido.
Los vecinos,
ignorantes de lo que sucedía en Los Talas, tenían sus preocupaciones: hechos
sobrenaturales se insinuaban en el aire y en la tierra del valle de
Calamuchita, como que se encontró el esqueleto de una bestia fabulosa en un
socavón que abrió la crecida del río; cada vértebra tenía el tamaño de la
cabeza de un buey y las garras parecían de un quirquincho gigantesco.
Las sierras
habían dado nuevamente en bramar toda la noche, haciendo temblar el suelo, y
las bandadas de urracas recorrían en vuelo los poblados, riendo y advirtiendo
con voces mujeriles: “¡guay, guay, guay!”.
Pero el
portento de portentos se produjo con el nacimiento, por San Miguel, de un
ternero sin mandíbulas, la lengua colgando entre las fauces como algo obsceno y
una teta paradita sobre el lomo.
Muchos
culpaban de estos fenómenos a la presencia de prisioneros ingleses internados,
por mandato de don Gutiérrez de la Concha, el gobernador, en San Ignacio de los
Ejercicios.
Los herejes
tenían sobresaltados a los pobladores de la zona, con la manía de tocar el
cornetín a las cinco de la madrugada para saludar a una imaginaria Union Jack,
dedicándose posteriormente a ejercicios de espadería.
No obstante,
luego sucedieron hechos que vinieron a exculpar a los recluidos, como la
profanación, en el cementerio de Santa Rosa, de la sepultura de la entenada de
doña Braulia —dueña que supo ser del único burdel que había en la zona—, finada
la mocita en el intento de desembarazarse.
Y al domingo
siguiente, el párroco mismo pronunció un sermón apocalíptico, hasta con
palabrotas, para que entendieran los simples, porque alguien evacuó “las aguas
mayores” en los escalones del altar.
Pero, en la
ignorancia de lo que secretamente sucedía —los amores de la Niña y el ranquel—,
a todo se encontraba explicación: un trasnochado con alucinaciones de oído, un
enamorado por demás desesperado, un perro que se atragantó de iguanas.
Cuando los
hacendados del lugar, preocupados por limpiar sus campos de la herejía pampa,
junto con los peones empeñados en resguardar el mate y la achura diarios,
cazaron como a un animal feroz a aquel ranquel, en el Divisadero, y al mismo
tiempo que muerto el perro, María de la Cruz cayó en rabioso colapso, alguien
recordó haberla visto en merodeos, otro supuso encuentros, tal le agregó
liviandades... y las malas lenguas bordaron el resto. Porque, ¿quién no
recordaba todavía el romance de Bamba con la hija del Encomendero?
Fue entonces
que don Pablo Apóstol Medrano dijo que podía precisar cuándo habían comenzado
aquellos amores desnaturalizados —de cristiana e infiel— porque el día de la
tormenta amarilla él había visto salir de entre las nubes encabritadas la
estampa inconfundible —con patas caprinas y protuberancias frontales— que, presentándole
descomedidamente el trasero, hizo temblar los aires con una ventosidad
descomunal que apestaba a azufre.
Muchos
pensaron que debió ser un trueno, pero nadie lo contradijo:
don Pablo
Apóstol pagaba con justeza las quincenas, no debía un real en el territorio y
de cuando en vez donaba un becerro al clero.
Pero este
silencio a campo abierto no contuvo al otro, al de las tertulias masónicas de
la ciudad donde, bajo techo, se deslizaron insinuaciones burlonas y de ahí le
quedó al estanciero el mote de “don Pablo, el de la ventosidad infernal”.
Otros, recopiladores de salaces sinónimos, lo decían más descomedidamente.
Mientras
tanto, la fiebre envolvió a María de la Cruz en una telaraña de alaridos, de
golpes de sangre, mejillas arañadas y blasfemias vociferadas.
Una galera fue
despachada a Córdoba con la urgencia de transportar a la estancia al padre
Ildefonso, fraile de graves modos con manos de ballestero, que de Galicia
venía.
El mozo
Agustín, hermano de la posesa, se obstinó en inquirir que para cuándo los
médicos y su madre contestó que el exorcismo bastaría: para un pombero —el
duende aquel— o un ranquel, si se iba al caso, un dominico era suficiente
responso.
—Y si Satán no
la suelta, podemos quemarla en auto de fe —barbotó el joven, que se creía
jacobino.
El padre soltó
unos cuantos “...ajos” —fue todo su aporte, dijeron después las malas lenguas—
y Betsabé intervino recordándoles que la Eulogia Cayupán había curado casos que
a doctores desconcertaban.
—¡Una
curandera! —se alarmó Agustín, que vivía en la ilusión de que estaban en las
Europas y no en tierras de bárbaros.
—Manosanta
—corrigió la negra, cruzando dedos bajo el delantal, ya que existía cierto
enigma en la Eulogia, y era que se tendía a suponerla mujer, siendo mejor
verdad decir que su sexo se había perdido en la oscuridad de sus centenarios
años.
Por otra
parte, Eulogia —femenino— era su nombre de cristianada, pero Cayupán —su
apelativo indígena— era masculino. Su mismo oficio, machi, o sea brujo, médico,
hechicero, todo en uno, era, dentro de la sociedad pampa, ejercido por hombres
y no por hembras.
En fin,
manosanta, cristiana y mujer, o machi, infiel y varón, Betsabé tenía gran
confianza en sus poderes.
A tiempo que
se mantenía esta discusión en la estancia, otra se daba entre los vecinos.
Nadie sabía ciertamente si María de la Cruz había fornicado con el indio, pero
todos consideraban determinante el saberlo; tenían que decidir, se excusaban,
si sería necesario bendecir o no las tierras. En otras palabras, pretendían un
certificado de que la Niña continuaba “tan pucela”, para citar a Cervantes,
“como su madre la parió”.
—¡Si hubo
algo, fue atropello! —rugió el padre al enterarse de las infames
disquisiciones.
La madre,
recordando el entrelazamiento perfecto de los músculos cobrizos y el varonil
abultamiento entre las piernas del indio, cavilaba en silencio.
Muchos
llegaron a preguntar por la salud de la enferma; se acallaba la indiscreta
inocencia de los niños y se respondían evasivas: “Dios lo quiso”, “que se haga
la voluntad del Señor”, aunque ni un jesuíta hubiera alcanzado a explicar cómo
podía ser que el Todopoderoso prestara su voluntad para que Lucifer se cebara
en una doncella.
Los oficiosos
aportaban pareceres: “De juro será gualicho si hubo infiel de por medio” era el
más acudido. Otros recomendaban escribir “con pluma de paloma blanca, mojada en
agua bendita recogida en Domingo de Ramos de la capilla de San Roque, en la
frente, la cintura y los pies los nombres de la Sagrada Familia” para sitiar el
mal y obligarlo a rendirse.
Una parienta
de Impira les escribió: “Ño Isidoro, de estos lares, sana de palabra nomás
allegándole una prendita sin lavar”, y alguien de Córdoba, por el camino a
Santa Ana —cerca de la preciosa capillita— mandó recado: “Mama Salomé, negra
fidelísima, les dirá cuál es el daño si le alcanzan las aguas menores”. ¡Como
para acopiar orines amanecidos
estaban
aquellos padres!
También salió
a relucir un saludador —otra laya de curandero—, de quien se aseguraba había
sanado a un rabioso. Eso sí, en Jueves de Pasión y con una quita de agua de la
Compañía de Jesús que atesoraba desde la expulsión, ya iba para cuarenta años.
Y no se dejaba
de tomar nota de otros peregrinos menjunjes: el agua de cenizas al rocío, el
estiércol de cerdo hervido, infusiones de patas de chilicotes... O la penca
recalentada, abierta de través, aplicada al vientre —o en la espalda,
disimulaba el comedido—, donde levantaba babeantes ampollas que chupaban el
mal.
Era larga la
lista de prácticas avaladas por siglos de uso y enriquecidas con los creeres de
las tierras nuevas.
En aquel
desconcierto de consejos arribó, sólido como la Iglesia, el padre Ildefonso;
puesto en autos, se arremangó y arremetió con la liturgia.
Enseguida se
vio que eran demonios indígenas, porque no entendían latines; ergo, se negaron
a abandonar el dulce y cálido cuerpo de la Niña, devolviendo en respuesta —los
taimados— suspiros como esencias de Oriente y visiones de desnudeces que ponían
en retirada al abstinente varón.
Y mientras el
páter, enredado en cogitaciones tremebundas que lo llevaron a sospechar de las
“meigas”, las tenebrosas brujas de su tierra, volvía a Córdoba por refuerzos,
Betsabé, que había cortado con sus dientes el cordón que unía a María de la
Cruz con la madre, se plantó ante el ama con la firmeza del amor.
—Disculpe la
señora; yo me voy por la Eulogia, a Amboy.
Fuerza es
decir que la matrona no se comprometió ni por sí ni por no, temiendo caer en
herejía tanto como perder a la hija, el crédito de la familia, única que podía,
mediante juicioso desposorio, arrimar alivio a aquellos apellidos de tantos
blasones pero de menguados doblones.
Tomando el
silencio por consentimiento, la esclava, en muía, se internó por esas sierras
de gratos paisajes, para aparecer días después arrastrando una angarilla sujeta
al animal, con un bulto cubierto de mantas de piel de chivas.
Misia Dolorita
—allegada a la familia por un nunca bien dilucidado parentesco— se atrevió a
mirar lo que bajo de ellas había; casi se desmaya al descubrir una mísera
estantigua que olía a bosta de cojudo, humo áspero y acritura de raíces.
Semejaba sólo hueso, tripa y pellejo, aunque los ojos de iguana transmitían una
vigorosa voluntad y sus manos simiescas aferraban una chuspa rotosa, reventada
de hierbas, semillas y terrones.
Mientras la
misia corría por la señora, Betsabé cargó el envoltorio y entró a la casa
seguida por una procesión de negros y mulatos, crios y animales; esquivó la
sala donde barbas dieciochescas y encorsetadas mamas temblaban de indignación
desde los lienzos, arremetió por la escalera y siguió los pasillos perfumados a
fuerza de romero y albahaca guardada en los arcones.
Al llegar al
dormitorio de María de la Cruz golpeó tres veces el suelo con el pie
elefantino; y aquella cosa hedionda que transportaba, con un hilo de voz —más
tufo que inflexión—, pronunció la fórmula que advertía a los Mil Diablos, que
se estaban haciendo un festín con el espíritu de la Niña, que había venido a
desalojarlos y que por los seis leones de su nombre —que tal significaba
Cayupán, nombre varonil si los hay— se tragaría de un bocado a los chivos de su
Majestad Infernal.
Una algarabía
le contestó desde la pieza con silbidos de mofa y voces animales: ovejas,
cerdos, aves de corral, burros, muías, una vaca...
—Esa vaca está
preñada —paró la oreja la Eulogia.
Betsabé volvió
a golpear y entró con su carga en el dormitorio, cumpliendo el ritual que
manifestaba a quien fuera que, si bien la machi era más poderosa, estaba dispuesta
a acordar para abreviar el padecimiento de la inocente.
Cuando el ama
llegó sin aliento, encontró a la negra de pechos en el suelo, gimiendo las
letanías mientras una de las mulatas, pálida de miedo, arrojaba vez tras vez
piedras, semillas, terrones y falanges —cogidas de la chuspa aquella— sobre los
ladrillos del piso. Alrededor de la Virgen de los Dolores, martirizada por los
siete puñales clavados en su corazón, infinidad de cirios incendiaban las
tinieblas en que se mantenía a la enferma. Y un olor acre, ora dulzón, envolvía
los cortinados del lecho, donde aquella momia se había acomodado entre las
blondas, con el pie aleprosado de mugre sobre la frente de la posesa.
Sacudía, en
tanto, minúsculos sonajeros de plata —en la diestra— y matracas de pezuñitas
—en la siniestra— y un cántico babeado, interminable, subía y caía, renaciendo
mientras lamía las llamas de las candelas. Y por la boca de María de la Cruz se
revelaban los intrusos en gruñidos, eructos, lamentos y risas descalabradas.
Agustín no
soportó la ordalía de su hermana y de una galopada se llegó hasta San Ignacio
de los Ejercicios en busca de un extranjero con quien había amistado,
hallándolo una tarde vagabundeando cerca del río, como buscando algo
extraviado. Llamábase el gringo Scarlett McElroy y decía no ser soldado sino
cirujano de la Armada Británica.
—¡Salve usted
a mi hermana! —fue la súplica desesperada del joven, súplica que conmovió al
prisionero y obligó al hacendado, mentado “el Rey del Suelo”, por la extensión
de sus tierras, que hacía de carcelero en la prisión sin muros a consentir en
su traslado a Los Talas. Todo bajo palabra empeñada.
En una hora
estuvieron en la estancia y Agustín lo presentó a sus padres, que vieron a un
extranjero de buen cuerpo y privilegiada estatura, iniciando la treintena y
todo él rojizo —como que provenía de las Tierras Altas de Escocia—; la pelambre
colorada y encrespada le daba un aspecto faunesco, lo que determinó que el ama,
entrenada en una vida de digna frigidez, se negara, por más médico que fuera, a
que un hombre con
semejantes
manos velludas y tales ojos amarillos se acercara a su hija.
Faltaba más, y
era cismático.
Agustín rabió,
insultó a la bruja, al cura —ausente por esos días— y al medioevo redivivo; su
padre volvió a soltar varios “...ajos” y el gringo se aprestó a regresar a San
Ignacio, cumpliendo con la palabra empeñada a su guardián, don José Antonio
Ortiz del Valle.
A pesar de
todo, aunque a regañadientes, la hospitalidad criolla se impuso: fue invitado a
permanecer unos días entre ellos, previo aviso a San Ignacio.
Pasaron otros
más antes que la Eulogia anunciara a Betsabé que no estaban tratando con el
Diantre —nombre con el cual el Diablo no se sabía aludido— sino con el
mismísimo Huecufú, el terrible demonio de las naciones pampas. Como
cristianada, agregó, temía que fueran muchos los invasores y poca el agua
bendita, pero puntualizó: la cohorte maligna se iría más pronto si conseguían
reunir tantos animales como los que se
manifestaban
por boca de María de la Cruz, ya que con la última embestida del ritual,
“Aquello” tendería a guarecerse en el cuerpo de éstos, pues eran muy friolentos
y les aterraban las corrientes de aire.
Surgió, por
ende, el problema de clasificar numérica y genéricamente aquel zoológico de —rareza
va— animales solamente domésticos. Y bien fuera, como adujo misia Dolorita,
porque vayan cientos a atrapar un tigre, un chancho del monte, y aun más, a
meterlos en la casa para el momento del desbande.
Sin embargo,
mediante artilugio, las mulatillas los clasificaron así: una gallina, un grano
de maíz; un caballo, una hebra de alfalfa; un pavo, un arroz; una muía, un
poroto; un chivito, una ramita de orégano; un cerdo, un orejón... La Eulogia
insistió en que la vaca venía preñada.
Pero sólo
cuando la hechicera, prendida a los apolillados cortinados del lecho, exclamó:
“¡Amutay, amutay, tripa Huecufú!” —lengua pampa y en versión libre: “Ya se fue,
ya salió el Diablo”— se pudo considerar quebrado el maleficio.
Después de
unos bostezos y muchos pataleos, María de la Cruz se durmió beatíficamente y a
los que la velaban les quedó el problema de deshacerse de las bestias ahora
poseídas.
La machi
propuso, sacrificadamente, arrear con ellas hacia la salamanca de Achiras
—antro infernal de demonios nativos—, donde se internarían entre sus iguales
sin molestar a alma cristiana. El estanciero, agradecido, se comidió a pagar el
favor —no quería esos bichos enloquecidos retozando por sus campos—, pero la
Eulogia lo rechazó: perdería sus poderes si aceptaba dinero por sus artes.
Y ya sea
porque los caminos de Dios son misericordiosos o porque bendito el Señor que
nos usa de instrumento —como dijo el dominico, que llegó, como quien dice, para
el Ite, missa est —-, María de la Cruz mejoró.
Su robustez y
donosura criolla un tanto ajadas pero quizá más sugestivas; no más pechos de
manzana y cántaros en las caderas, pero sí unos ojos más grandes en un rostro
donde la belleza se volvió hueso y marfil. Sus senos florecieron cual azucenas
y sus muslos se insinuaron como agua fluyente. El vientre, antes comba
deliciosa de mujer-niña, era ahora una suave depresión que sugería el nido
exacto para la cabeza de un hombre.
Así la
vislumbró el extranjero cuando Agustín consiguió que diera su veredicto: ante
la insistencia del primogénito, la madre cedió y Scarlett McElroy puso al fin
los ojos sobre la joven adormecida.
En la
habitación atestada —la madre, misia Dolorita, tía abuela Ermelinda, que había
viajado desde Alta Gracia no bien el horizonte se despejó de íncubos, la negra
Betsabé y la mulatita que había ayudado en la batalla final, el hacendado, que
carraspeaba por no repetir su muletilla de “ajos”, sin faltar el dominico y
sumándole el cura de Santa Rosa— se hizo el silencio cuando el médico, desde la
puerta, llevó a cabo examen, diagnóstico y prescripción.
En el lecho,
María de la Cruz daba la espalda a la puerta, pero despertó como si oyera una
llamada incógnita en el cristal de su inconsciencia; rodó el cuerpo sobre la
cama, la cabeza sobre el plumón de la almohada, y clavó los ojos con certera
fijeza en el extranjero.
Nadie notó la
llamarada que encendió el cuerpo del celta —raza que siempre cantó a memorables
idilios— distendiéndole la nariz, apretándole los dientes. Los dedos de los
pies se le curvaron como garras dentro de las botas, y los de las manos se
cerraron y abrieron como si desmenuzara una flor.
Y mientras en
un español entendible ponderaba el agua de clavos sumergidos toda la noche, al
sereno, bebida en ayunas, complementada con sahúmos de incienso —como lo
aconsejaba Teofrasto en su tratado Relativo a los olores para casos como el
visto—, y la familia devolvía a este Scarlett McElroy al salón de visitas,
sentía el aventurero esas ondas dolorosas que le apretaban el pecho, le
encendían los ijares, le restaban aliento. Perdidas sus potestades, cayó en
farfúlleos; la mano le subió hasta la barba y quedó pensativo: temblaba el
montañés ante aquellas cálidas y pesadas y dulces y asfixiantes corrientes que
le llegaban después de deslizarse por el laberinto de pasillos.
Al día
siguiente la familia fue abandonando el solar a distintas horas: quien
regresaba a Alta Gracia o a Córdoba, quien seguía al párroco a Santa Rosa, a
pagar promesa; los varones recorriendo los campos abandonados en la emergencia,
Betsabé conduciendo a la Eulogia y su mesnada diabólica hacia Achiras.
Sólo quedaron
las criadas desmayadas, junto a los niños, de sueño. Nadie se dio cuenta de que
María de la Cruz quedaba sola, reclusa aún por el desgaste febril, inerte y
sumida en ensoñación seguramente seráfica.
El gringo
dormía en la planta baja y despertó en la siesta alertado por la quietud
estremecedora que se agranda en las casas vacías. Con la tentación royéndole el
alma y las visceras, se asomó a la galería, tomó ánimo, atravesó el patio y
subió los escalones cautamente, guiándose para encontrar la habitación, entre
innumerables otras, por el olor de la sagrada resina que desde Río Cuarto había
hecho traer el párroco. La siesta moría entre cuchillos de sol sobre las
ventanas entornadas y María de la Cruz despertó al intuir un rumor que avanzaba
a tientas por el corredor. Evaluó la joven el peso de un cuerpo en la vibración
de una pisada, la respiración en un soplo, la cercanía en el roce de un
zócalo... La puerta se abrió —sintió el frescor del pasillo— y luego, un calor
rojo y
amarillo que
la tocaba y se iba, como un espasmo, una marejada que la atraía sin esfuerzo y
que provenía de aquel que, en el umbral, se había detenido dudando, temiendo y
deseando.
No quiso María
de la Cruz abrir los ojos, pero una sonrisa se le insinuó en los labios. Aspiró
el aroma santo que parecía rasgar velos en su alma y esperó. Y después sintió
el temblor de un pie descalzo, y recién al escuchar el sonido metálico del
cinturón desprendiéndose de la pesada hebilla de marino, se volvió a
enfrentarlo. Reconoció los ojos dorados y la pelambre rojiza, el fuego del
aliento, el olor a tabaco, a bebida y sudor de hombre de otra tierra. Y sonrió
la joven por primera vez después de tanto sufrir, al distinguir el miedo y el
deseo campeando por aquel rostro que tanto había temido meses atrás, cuando lo
encontró en el río. Tendió los brazos hacia el gringo, feliz porque ya no eran
necesarios gritos y blasfemias, convulsiones y dolores para ser poseída por él,
libre ya y lejos de su dominio pero poderosa ella, inalcanzable, y él, vencido
y poseído, al fin, por ella.
Y dicen que
Scarlett McElroy conspiró para raptarla una noche, poco después, y se la llevó
en un caballo negro que devoraba leguas. Y galopó, galopó y voló; voló, voló y
caminó. A Samborombón llegó y por la mar se la llevó. Seguramente al infierno,
decían por el valle de Calamuchita, pero contaba Sir Walter Scott, dos años más
tarde, haber conocido en las afueras de Abbotsford —cerca de Edimburgo— a una
joven de peregrina
belleza:
cabellos azules a fuer de negros, sombríos ojos oscuros —como de mujer que
guarda secretos— y una piel de nata y rosas que provocaba al beso. Estaba
casada con un caballero de las Highlands que había servido a las órdenes del
comodoro Sir Home Riggs Popham en el descalabro que había sufrido la armada de
Su Majestad en las riberas del Plata, enfrentada a unos salvajes que suplían la
falta de armas con arrojo y estrategia.
Era el tal
caballero mejor albéitar que galeno, aficionado a la novelería, regular poeta y
buen narrador de raras historias que apuntó durante su estadía forzosa —siendo
prisionero— en un lugar ignoto llamado San Ignacio, situado en una improbable
comarca nombrada Calamuchita, perteneciente ésta a una comentada provincia que
él escribía al modo inglés —Cordova—, todo en un remoto virreinato español.
De estos
relatos, el que más atraía a la audiencia que se reunía con él en casa del
boticario comenzaba con un misterioso conjuro que ni los mismos druidas
hubieran desdeñado: “Amutay, amutay, tripa Huecufú, dijo la hechicera...”
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