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30 sept 2019

AMUTAY, AMUTAY, TRIPA HUECUFÚ, de Cristina Bajo


AÑO 1807


Dicen que se dice
Que aquesto pasó
A la niña mala
Que al Diablo tentó.


Muchos maliciaron que María de la Cruz estaba “dañada” por haber fornicado con un infiel, lo cual era dos veces vergonzoso, como apuntara su tía Dolorita, por ser la joven cristiana y, además, hija de un Bustamante y una Cabrera, que en Córdoba es prosapia.
Pasado el tiempo de aquellos sucedidos, cuando las criadas eran ya unas morenas arrugadas y friolentas que se lo pasaban al lado del fogón contando cuentos de ánimas, reconocieron que hubo “alardes”, aquellas rarezas con que el Maligno, para que la gente se vaya anoticiando, anuncia sus perversas intenciones.
Estos alardes eran hechos que se presentaban, en un principio, sugestivos y a la vez dudosos de comprender. A saber, se decía que una vez se oyó, en las negruras de la noche, a alguien moviendo trastos en los fogones y cuando las morenas acudieron a conjurar al intruso armadas de escobas y crucifijos —por si era un alma en pena— encontraron cadenas, cerrojos, pasadores y trancas en su sitio... aunque un humillo maloliente escapaba por el ventanuco.
Una de ellas soltó un “¡Ayayayyy!” espeluznante, despertando al ama que, imaginando conductas contra el sexto mandamiento, les dio un susto de ordago al irrumpir en la cocina con la vara de disciplinar.
En la baraúnda de las fámulas que mentaban prodigios, la señora — reacia a aceptar pareceres de esclavas— buscó fundamento a lo sucedido: los ruidos serían de gato o pericote, únicos que podían escurrirse entre las rejas; el humo vendría del rescoldo y la hediondez, con el susto... en fin, dejarlo ahí.
Varios días después, una luz recorrió las habitaciones a las primeras del crepúsculo, mientras rezaban el rosario, y se escuchó el gemido de algo sobrenatural arrastrándose por los sótanos. Fue entonces que María de la Cruz cayó hacia atrás, donde por suerte estaba su ama de cría, una negra enorme llamada Betsabé, que la recogió en brazos mientras tiraba mandobles y distribuía cruces conminando a Belcebú a retirarse.
Calló el atroz lamento y la Niña volvió en sí, encontrándose el ama en la ímproba tarea de explicar aquello. Salió del paso acusando a la hija de haberse hartado de brevas calientes, con el agravante de una insolación, ya que la había descubierto, siestas atrás, volviendo del río, empapada y febril, muda de espanto. Zamarreada por la madre, María de la Cruz confesó haberse topado, en la Ribera del Bajo, con el Sombrerudo. La madre puso el grito en el cielo cuando mentó al duende perverso, ofensor de jovencitas, ladrón de voluntades, pero la desobediente le aseguró que, salvo el susto, nada hubo que lamentar, pues pudo escapar a tiempo, ya que tenía el pie en el estribo y una jaculatoria en la boca.
Poco después, una de las morenas lloró sus lágrimas, arrodillada por el tiempo de un ángelus sobre granos de maíz; la hermana del hacendado, señorita rígida como inquisidor en autos, la había encontrado volteando los retratos de los antepasados en la sala de honor. Sin embargo, no hubo forma de convencer a la chiquilla de que se reconociera culpable, pues se empecinó en que, sospechando una travesura del mozo Agustín (por quien la infeliz penaba) quiso enderezar el entuerto para que no le diera un soponcio al patrón.




Y así siguieron las cosas, con pequeñeces que desaparecían y aparecían, sombras sobre los lienzos de los muros sin cuerpos que las proyectaran, lamentos en habitaciones vacías, cuando no pasos y murmullos.
María de la Cruz comenzó a comer mal y dormir peor, y muy pronto su rostro semejó al de la Dolorosa por lo consumido.
Los vecinos, ignorantes de lo que sucedía en Los Talas, tenían sus preocupaciones: hechos sobrenaturales se insinuaban en el aire y en la tierra del valle de Calamuchita, como que se encontró el esqueleto de una bestia fabulosa en un socavón que abrió la crecida del río; cada vértebra tenía el tamaño de la cabeza de un buey y las garras parecían de un quirquincho gigantesco.
Las sierras habían dado nuevamente en bramar toda la noche, haciendo temblar el suelo, y las bandadas de urracas recorrían en vuelo los poblados, riendo y advirtiendo con voces mujeriles: “¡guay, guay, guay!”.
Pero el portento de portentos se produjo con el nacimiento, por San Miguel, de un ternero sin mandíbulas, la lengua colgando entre las fauces como algo obsceno y una teta paradita sobre el lomo.
Muchos culpaban de estos fenómenos a la presencia de prisioneros ingleses internados, por mandato de don Gutiérrez de la Concha, el gobernador, en San Ignacio de los Ejercicios.
Los herejes tenían sobresaltados a los pobladores de la zona, con la manía de tocar el cornetín a las cinco de la madrugada para saludar a una imaginaria Union Jack, dedicándose posteriormente a ejercicios de espadería.
No obstante, luego sucedieron hechos que vinieron a exculpar a los recluidos, como la profanación, en el cementerio de Santa Rosa, de la sepultura de la entenada de doña Braulia —dueña que supo ser del único burdel que había en la zona—, finada la mocita en el intento de desembarazarse.
Y al domingo siguiente, el párroco mismo pronunció un sermón apocalíptico, hasta con palabrotas, para que entendieran los simples, porque alguien evacuó “las aguas mayores” en los escalones del altar.
Pero, en la ignorancia de lo que secretamente sucedía —los amores de la Niña y el ranquel—, a todo se encontraba explicación: un trasnochado con alucinaciones de oído, un enamorado por demás desesperado, un perro que se atragantó de iguanas.
Cuando los hacendados del lugar, preocupados por limpiar sus campos de la herejía pampa, junto con los peones empeñados en resguardar el mate y la achura diarios, cazaron como a un animal feroz a aquel ranquel, en el Divisadero, y al mismo tiempo que muerto el perro, María de la Cruz cayó en rabioso colapso, alguien recordó haberla visto en merodeos, otro supuso encuentros, tal le agregó liviandades... y las malas lenguas bordaron el resto. Porque, ¿quién no recordaba todavía el romance de Bamba con la hija del Encomendero?
Fue entonces que don Pablo Apóstol Medrano dijo que podía precisar cuándo habían comenzado aquellos amores desnaturalizados —de cristiana e infiel— porque el día de la tormenta amarilla él había visto salir de entre las nubes encabritadas la estampa inconfundible —con patas caprinas y protuberancias frontales— que, presentándole descomedidamente el trasero, hizo temblar los aires con una ventosidad descomunal que apestaba a azufre.
Muchos pensaron que debió ser un trueno, pero nadie lo contradijo:
don Pablo Apóstol pagaba con justeza las quincenas, no debía un real en el territorio y de cuando en vez donaba un becerro al clero.
Pero este silencio a campo abierto no contuvo al otro, al de las tertulias masónicas de la ciudad donde, bajo techo, se deslizaron insinuaciones burlonas y de ahí le quedó al estanciero el mote de “don Pablo, el de la ventosidad infernal”. Otros, recopiladores de salaces sinónimos, lo decían más descomedidamente.
Mientras tanto, la fiebre envolvió a María de la Cruz en una telaraña de alaridos, de golpes de sangre, mejillas arañadas y blasfemias vociferadas.
Una galera fue despachada a Córdoba con la urgencia de transportar a la estancia al padre Ildefonso, fraile de graves modos con manos de ballestero, que de Galicia venía.
El mozo Agustín, hermano de la posesa, se obstinó en inquirir que para cuándo los médicos y su madre contestó que el exorcismo bastaría: para un pombero —el duende aquel— o un ranquel, si se iba al caso, un dominico era suficiente responso.
—Y si Satán no la suelta, podemos quemarla en auto de fe —barbotó el joven, que se creía jacobino.
El padre soltó unos cuantos “...ajos” —fue todo su aporte, dijeron después las malas lenguas— y Betsabé intervino recordándoles que la Eulogia Cayupán había curado casos que a doctores desconcertaban.
—¡Una curandera! —se alarmó Agustín, que vivía en la ilusión de que estaban en las Europas y no en tierras de bárbaros.
—Manosanta —corrigió la negra, cruzando dedos bajo el delantal, ya que existía cierto enigma en la Eulogia, y era que se tendía a suponerla mujer, siendo mejor verdad decir que su sexo se había perdido en la oscuridad de sus centenarios años.
Por otra parte, Eulogia —femenino— era su nombre de cristianada, pero Cayupán —su apelativo indígena— era masculino. Su mismo oficio, machi, o sea brujo, médico, hechicero, todo en uno, era, dentro de la sociedad pampa, ejercido por hombres y no por hembras.
En fin, manosanta, cristiana y mujer, o machi, infiel y varón, Betsabé tenía gran confianza en sus poderes.
A tiempo que se mantenía esta discusión en la estancia, otra se daba entre los vecinos. Nadie sabía ciertamente si María de la Cruz había fornicado con el indio, pero todos consideraban determinante el saberlo; tenían que decidir, se excusaban, si sería necesario bendecir o no las tierras. En otras palabras, pretendían un certificado de que la Niña continuaba “tan pucela”, para citar a Cervantes, “como su madre la parió”.
—¡Si hubo algo, fue atropello! —rugió el padre al enterarse de las infames disquisiciones.
La madre, recordando el entrelazamiento perfecto de los músculos cobrizos y el varonil abultamiento entre las piernas del indio, cavilaba en silencio.
Muchos llegaron a preguntar por la salud de la enferma; se acallaba la indiscreta inocencia de los niños y se respondían evasivas: “Dios lo quiso”, “que se haga la voluntad del Señor”, aunque ni un jesuíta hubiera alcanzado a explicar cómo podía ser que el Todopoderoso prestara su voluntad para que Lucifer se cebara en una doncella.
Los oficiosos aportaban pareceres: “De juro será gualicho si hubo infiel de por medio” era el más acudido. Otros recomendaban escribir “con pluma de paloma blanca, mojada en agua bendita recogida en Domingo de Ramos de la capilla de San Roque, en la frente, la cintura y los pies los nombres de la Sagrada Familia” para sitiar el mal y obligarlo a rendirse.
Una parienta de Impira les escribió: “Ño Isidoro, de estos lares, sana de palabra nomás allegándole una prendita sin lavar”, y alguien de Córdoba, por el camino a Santa Ana —cerca de la preciosa capillita— mandó recado: “Mama Salomé, negra fidelísima, les dirá cuál es el daño si le alcanzan las aguas menores”. ¡Como para acopiar orines amanecidos
estaban aquellos padres!
También salió a relucir un saludador —otra laya de curandero—, de quien se aseguraba había sanado a un rabioso. Eso sí, en Jueves de Pasión y con una quita de agua de la Compañía de Jesús que atesoraba desde la expulsión, ya iba para cuarenta años.
Y no se dejaba de tomar nota de otros peregrinos menjunjes: el agua de cenizas al rocío, el estiércol de cerdo hervido, infusiones de patas de chilicotes... O la penca recalentada, abierta de través, aplicada al vientre —o en la espalda, disimulaba el comedido—, donde levantaba babeantes ampollas que chupaban el mal.
Era larga la lista de prácticas avaladas por siglos de uso y enriquecidas con los creeres de las tierras nuevas.
En aquel desconcierto de consejos arribó, sólido como la Iglesia, el padre Ildefonso; puesto en autos, se arremangó y arremetió con la liturgia.
Enseguida se vio que eran demonios indígenas, porque no entendían latines; ergo, se negaron a abandonar el dulce y cálido cuerpo de la Niña, devolviendo en respuesta —los taimados— suspiros como esencias de Oriente y visiones de desnudeces que ponían en retirada al abstinente varón.
Y mientras el páter, enredado en cogitaciones tremebundas que lo llevaron a sospechar de las “meigas”, las tenebrosas brujas de su tierra, volvía a Córdoba por refuerzos, Betsabé, que había cortado con sus dientes el cordón que unía a María de la Cruz con la madre, se plantó ante el ama con la firmeza del amor.
—Disculpe la señora; yo me voy por la Eulogia, a Amboy.
Fuerza es decir que la matrona no se comprometió ni por sí ni por no, temiendo caer en herejía tanto como perder a la hija, el crédito de la familia, única que podía, mediante juicioso desposorio, arrimar alivio a aquellos apellidos de tantos blasones pero de menguados doblones.
Tomando el silencio por consentimiento, la esclava, en muía, se internó por esas sierras de gratos paisajes, para aparecer días después arrastrando una angarilla sujeta al animal, con un bulto cubierto de mantas de piel de chivas.
Misia Dolorita —allegada a la familia por un nunca bien dilucidado parentesco— se atrevió a mirar lo que bajo de ellas había; casi se desmaya al descubrir una mísera estantigua que olía a bosta de cojudo, humo áspero y acritura de raíces. Semejaba sólo hueso, tripa y pellejo, aunque los ojos de iguana transmitían una vigorosa voluntad y sus manos simiescas aferraban una chuspa rotosa, reventada de hierbas, semillas y terrones.
Mientras la misia corría por la señora, Betsabé cargó el envoltorio y entró a la casa seguida por una procesión de negros y mulatos, crios y animales; esquivó la sala donde barbas dieciochescas y encorsetadas mamas temblaban de indignación desde los lienzos, arremetió por la escalera y siguió los pasillos perfumados a fuerza de romero y albahaca guardada en los arcones.
Al llegar al dormitorio de María de la Cruz golpeó tres veces el suelo con el pie elefantino; y aquella cosa hedionda que transportaba, con un hilo de voz —más tufo que inflexión—, pronunció la fórmula que advertía a los Mil Diablos, que se estaban haciendo un festín con el espíritu de la Niña, que había venido a desalojarlos y que por los seis leones de su nombre —que tal significaba Cayupán, nombre varonil si los hay— se tragaría de un bocado a los chivos de su Majestad Infernal.
Una algarabía le contestó desde la pieza con silbidos de mofa y voces animales: ovejas, cerdos, aves de corral, burros, muías, una vaca...
—Esa vaca está preñada —paró la oreja la Eulogia.
Betsabé volvió a golpear y entró con su carga en el dormitorio, cumpliendo el ritual que manifestaba a quien fuera que, si bien la machi era más poderosa, estaba dispuesta a acordar para abreviar el padecimiento de la inocente.
Cuando el ama llegó sin aliento, encontró a la negra de pechos en el suelo, gimiendo las letanías mientras una de las mulatas, pálida de miedo, arrojaba vez tras vez piedras, semillas, terrones y falanges —cogidas de la chuspa aquella— sobre los ladrillos del piso. Alrededor de la Virgen de los Dolores, martirizada por los siete puñales clavados en su corazón, infinidad de cirios incendiaban las tinieblas en que se mantenía a la enferma. Y un olor acre, ora dulzón, envolvía los cortinados del lecho, donde aquella momia se había acomodado entre las blondas, con el pie aleprosado de mugre sobre la frente de la posesa.
Sacudía, en tanto, minúsculos sonajeros de plata —en la diestra— y matracas de pezuñitas —en la siniestra— y un cántico babeado, interminable, subía y caía, renaciendo mientras lamía las llamas de las candelas. Y por la boca de María de la Cruz se revelaban los intrusos en gruñidos, eructos, lamentos y risas descalabradas.
Agustín no soportó la ordalía de su hermana y de una galopada se llegó hasta San Ignacio de los Ejercicios en busca de un extranjero con quien había amistado, hallándolo una tarde vagabundeando cerca del río, como buscando algo extraviado. Llamábase el gringo Scarlett McElroy y decía no ser soldado sino cirujano de la Armada Británica.
—¡Salve usted a mi hermana! —fue la súplica desesperada del joven, súplica que conmovió al prisionero y obligó al hacendado, mentado “el Rey del Suelo”, por la extensión de sus tierras, que hacía de carcelero en la prisión sin muros a consentir en su traslado a Los Talas. Todo bajo palabra empeñada.
En una hora estuvieron en la estancia y Agustín lo presentó a sus padres, que vieron a un extranjero de buen cuerpo y privilegiada estatura, iniciando la treintena y todo él rojizo —como que provenía de las Tierras Altas de Escocia—; la pelambre colorada y encrespada le daba un aspecto faunesco, lo que determinó que el ama, entrenada en una vida de digna frigidez, se negara, por más médico que fuera, a que un hombre con
semejantes manos velludas y tales ojos amarillos se acercara a su hija.
Faltaba más, y era cismático.
Agustín rabió, insultó a la bruja, al cura —ausente por esos días— y al medioevo redivivo; su padre volvió a soltar varios “...ajos” y el gringo se aprestó a regresar a San Ignacio, cumpliendo con la palabra empeñada a su guardián, don José Antonio Ortiz del Valle.
A pesar de todo, aunque a regañadientes, la hospitalidad criolla se impuso: fue invitado a permanecer unos días entre ellos, previo aviso a San Ignacio.
Pasaron otros más antes que la Eulogia anunciara a Betsabé que no estaban tratando con el Diantre —nombre con el cual el Diablo no se sabía aludido— sino con el mismísimo Huecufú, el terrible demonio de las naciones pampas. Como cristianada, agregó, temía que fueran muchos los invasores y poca el agua bendita, pero puntualizó: la cohorte maligna se iría más pronto si conseguían reunir tantos animales como los que se
manifestaban por boca de María de la Cruz, ya que con la última embestida del ritual, “Aquello” tendería a guarecerse en el cuerpo de éstos, pues eran muy friolentos y les aterraban las corrientes de aire.
Surgió, por ende, el problema de clasificar numérica y genéricamente aquel zoológico de —rareza va— animales solamente domésticos. Y bien fuera, como adujo misia Dolorita, porque vayan cientos a atrapar un tigre, un chancho del monte, y aun más, a meterlos en la casa para el momento del desbande.
Sin embargo, mediante artilugio, las mulatillas los clasificaron así: una gallina, un grano de maíz; un caballo, una hebra de alfalfa; un pavo, un arroz; una muía, un poroto; un chivito, una ramita de orégano; un cerdo, un orejón... La Eulogia insistió en que la vaca venía preñada.
Pero sólo cuando la hechicera, prendida a los apolillados cortinados del lecho, exclamó: “¡Amutay, amutay, tripa Huecufú!” —lengua pampa y en versión libre: “Ya se fue, ya salió el Diablo”— se pudo considerar quebrado el maleficio.
Después de unos bostezos y muchos pataleos, María de la Cruz se durmió beatíficamente y a los que la velaban les quedó el problema de deshacerse de las bestias ahora poseídas.
La machi propuso, sacrificadamente, arrear con ellas hacia la salamanca de Achiras —antro infernal de demonios nativos—, donde se internarían entre sus iguales sin molestar a alma cristiana. El estanciero, agradecido, se comidió a pagar el favor —no quería esos bichos enloquecidos retozando por sus campos—, pero la Eulogia lo rechazó: perdería sus poderes si aceptaba dinero por sus artes.
Y ya sea porque los caminos de Dios son misericordiosos o porque bendito el Señor que nos usa de instrumento —como dijo el dominico, que llegó, como quien dice, para el Ite, missa est —-, María de la Cruz mejoró.
Su robustez y donosura criolla un tanto ajadas pero quizá más sugestivas; no más pechos de manzana y cántaros en las caderas, pero sí unos ojos más grandes en un rostro donde la belleza se volvió hueso y marfil. Sus senos florecieron cual azucenas y sus muslos se insinuaron como agua fluyente. El vientre, antes comba deliciosa de mujer-niña, era ahora una suave depresión que sugería el nido exacto para la cabeza de un hombre.
Así la vislumbró el extranjero cuando Agustín consiguió que diera su veredicto: ante la insistencia del primogénito, la madre cedió y Scarlett McElroy puso al fin los ojos sobre la joven adormecida.
En la habitación atestada —la madre, misia Dolorita, tía abuela Ermelinda, que había viajado desde Alta Gracia no bien el horizonte se despejó de íncubos, la negra Betsabé y la mulatita que había ayudado en la batalla final, el hacendado, que carraspeaba por no repetir su muletilla de “ajos”, sin faltar el dominico y sumándole el cura de Santa Rosa— se hizo el silencio cuando el médico, desde la puerta, llevó a cabo examen, diagnóstico y prescripción.
En el lecho, María de la Cruz daba la espalda a la puerta, pero despertó como si oyera una llamada incógnita en el cristal de su inconsciencia; rodó el cuerpo sobre la cama, la cabeza sobre el plumón de la almohada, y clavó los ojos con certera fijeza en el extranjero.
Nadie notó la llamarada que encendió el cuerpo del celta —raza que siempre cantó a memorables idilios— distendiéndole la nariz, apretándole los dientes. Los dedos de los pies se le curvaron como garras dentro de las botas, y los de las manos se cerraron y abrieron como si desmenuzara una flor.
Y mientras en un español entendible ponderaba el agua de clavos sumergidos toda la noche, al sereno, bebida en ayunas, complementada con sahúmos de incienso —como lo aconsejaba Teofrasto en su tratado Relativo a los olores para casos como el visto—, y la familia devolvía a este Scarlett McElroy al salón de visitas, sentía el aventurero esas ondas dolorosas que le apretaban el pecho, le encendían los ijares, le restaban aliento. Perdidas sus potestades, cayó en farfúlleos; la mano le subió hasta la barba y quedó pensativo: temblaba el montañés ante aquellas cálidas y pesadas y dulces y asfixiantes corrientes que le llegaban después de deslizarse por el laberinto de pasillos.
Al día siguiente la familia fue abandonando el solar a distintas horas: quien regresaba a Alta Gracia o a Córdoba, quien seguía al párroco a Santa Rosa, a pagar promesa; los varones recorriendo los campos abandonados en la emergencia, Betsabé conduciendo a la Eulogia y su mesnada diabólica hacia Achiras.
Sólo quedaron las criadas desmayadas, junto a los niños, de sueño. Nadie se dio cuenta de que María de la Cruz quedaba sola, reclusa aún por el desgaste febril, inerte y sumida en ensoñación seguramente seráfica.
El gringo dormía en la planta baja y despertó en la siesta alertado por la quietud estremecedora que se agranda en las casas vacías. Con la tentación royéndole el alma y las visceras, se asomó a la galería, tomó ánimo, atravesó el patio y subió los escalones cautamente, guiándose para encontrar la habitación, entre innumerables otras, por el olor de la sagrada resina que desde Río Cuarto había hecho traer el párroco. La siesta moría entre cuchillos de sol sobre las ventanas entornadas y María de la Cruz despertó al intuir un rumor que avanzaba a tientas por el corredor. Evaluó la joven el peso de un cuerpo en la vibración de una pisada, la respiración en un soplo, la cercanía en el roce de un zócalo... La puerta se abrió —sintió el frescor del pasillo— y luego, un calor rojo y
amarillo que la tocaba y se iba, como un espasmo, una marejada que la atraía sin esfuerzo y que provenía de aquel que, en el umbral, se había detenido dudando, temiendo y deseando.
No quiso María de la Cruz abrir los ojos, pero una sonrisa se le insinuó en los labios. Aspiró el aroma santo que parecía rasgar velos en su alma y esperó. Y después sintió el temblor de un pie descalzo, y recién al escuchar el sonido metálico del cinturón desprendiéndose de la pesada hebilla de marino, se volvió a enfrentarlo. Reconoció los ojos dorados y la pelambre rojiza, el fuego del aliento, el olor a tabaco, a bebida y sudor de hombre de otra tierra. Y sonrió la joven por primera vez después de tanto sufrir, al distinguir el miedo y el deseo campeando por aquel rostro que tanto había temido meses atrás, cuando lo encontró en el río. Tendió los brazos hacia el gringo, feliz porque ya no eran necesarios gritos y blasfemias, convulsiones y dolores para ser poseída por él, libre ya y lejos de su dominio pero poderosa ella, inalcanzable, y él, vencido y poseído, al fin, por ella.
Y dicen que Scarlett McElroy conspiró para raptarla una noche, poco después, y se la llevó en un caballo negro que devoraba leguas. Y galopó, galopó y voló; voló, voló y caminó. A Samborombón llegó y por la mar se la llevó. Seguramente al infierno, decían por el valle de Calamuchita, pero contaba Sir Walter Scott, dos años más tarde, haber conocido en las afueras de Abbotsford —cerca de Edimburgo— a una joven de peregrina
belleza: cabellos azules a fuer de negros, sombríos ojos oscuros —como de mujer que guarda secretos— y una piel de nata y rosas que provocaba al beso. Estaba casada con un caballero de las Highlands que había servido a las órdenes del comodoro Sir Home Riggs Popham en el descalabro que había sufrido la armada de Su Majestad en las riberas del Plata, enfrentada a unos salvajes que suplían la falta de armas con arrojo y estrategia.
Era el tal caballero mejor albéitar que galeno, aficionado a la novelería, regular poeta y buen narrador de raras historias que apuntó durante su estadía forzosa —siendo prisionero— en un lugar ignoto llamado San Ignacio, situado en una improbable comarca nombrada Calamuchita, perteneciente ésta a una comentada provincia que él escribía al modo inglés —Cordova—, todo en un remoto virreinato español.
De estos relatos, el que más atraía a la audiencia que se reunía con él en casa del boticario comenzaba con un misterioso conjuro que ni los mismos druidas hubieran desdeñado: “Amutay, amutay, tripa Huecufú, dijo la hechicera...”








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