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16 sept 2025

HOY VIENE MAMITA, de Estela Esmania

 

“Yo te barrí con una escoba negra...” 

Olga Orozco

 

Sofía te contesta que sí, que hoy es domingo. Y domingo quiere decir para vos, día de visitas. Mamá, mamita, repetís, y lo repetís para que esa palabra te endulce la boca y para que esperar se te haga más fácil. Esperar a que sean las tres implica moverte todo el tiempo, para no ver, para no oír, para sentir que son ajenos los olores y el frío. Se te da por pensar cuando te acostás y el frío no te deja dormir que tu mamá te dejó, enojada por aquella vez que le rompiste ese collar de perlas de varias vueltas que usaba cuando iba al teatro con tu papá. Tu mamá se puso como loca esa noche, y te retaba: Sos una niña mala Julia, muy mala. Seguramente no bastó que le besaras las manos y le pidieras perdón, porque tu mamá te trajo a este lugar y te dejó al cuidado de la gorda Sofía.

Después de dar cincuenta vueltas a la mesa del comedor (las contás cada vez que llegás a una mancha oscura y antigua) y de conseguir que todo a tu alrededor se quede en silencio, te acercás a la ventana chica, con rejas, que apenas te permite mirar hacia afuera. Y afuera está lindo, lo sabés porque tocás el vidrio con la nariz y lo sentís tibio. Echás vapor por la boca y dibujás tu nombre, y al lado de tu nombre un sol como el que brilla en alguna parte, lejos de tus ojos. No te pensarás quedar allí todo el día, dice Sofía, falta mucho para las tres. ¿Mucho como cuánto?, querés saber, pero Sofía ya te arrastra hasta la sala donde las otras miran televisión. Le sacás la lengua, la maldecís, hasta que te amenaza: Cuando venga le cuento que te orinás. Y vos, que tenés vergüenza de que tu mamá se entere de que todavía mojás la cama, te sentás obediente, y allí te quedás imaginando cosas terribles para Sofía: que se le deshaga ese peinado tan prolijito que le sobresale, apenas, debajo de la cofia, que pierda los anteojos. Vos también tenés cosas para contarle a tu mamá cuando venga. Le vas a contar, esta vez sí le vas a contar, que Sofía te roba los chocolates, que te da un chirlo cada vez que te encuentra mojada, que te obliga a comer la polenta grumosa y sin sal, que por las noches, cuando se apagan las luces y las estufas, te morís de frío, y que cuando el frío se te mete en los huesos, tosés y te orinás y cantás hasta quedarte dormida: Yo soy Julia y Julia tiene una casa y la casa tiene un patio y el patio tiene una oveja y la oveja tiene lana y la lana es tibia, tibia. Pensás en el abrigo de piel que traerá tu mamá cuando venga y en su olor a perfume, porque hoy es domingo, y los domingos ella huele a flores y ese olor se te queda prendido en las manos, en todo el cuerpo, cuando ya no está. Mamita huele lindo, te decís, ¿o se lo decís a Sofía?, no como todo en este lugar, que huele a remedios, a orines, a polenta. También vas a contarle, y estás segura de que tu mamá se va a horrorizar, que don Amílcar anda siempre persiguiéndote, a vos y a las otras, y que cuando Sofía desaparece se abre la bragueta y muestra su pito; un pito que le cuelga chiquito y triste, y que vos gritás, y que gritan las otras, y que Sofía llega y también grita: Viejo asqueroso.

 

LA VIDA DIFÍCIL, de Sławomir Mrożek

LA REVOLUCIÓN

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver. Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable. Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista. La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida. Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio. Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista. Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejo de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución. Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna. Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total.

26 abr 2025

EL NERVIO ÓPTICO, de María Gainza

 EL BUEN RETIRO 

Durante un período aterrador de la adolescencia en que me debatía entre la niñez y la adultez y nadie sabía cómo tratarme me mudé a la casa de mi abuela. Fue una mudanza en bloque familiar. Dijeron que había que redecorar nuestro departamento después del incendio. Pero un año después, al volver, todo estaba tal cual lo habíamos dejado: a no ser que la decoración incluyera, como un detalle de color, las revistas Planète chamuscadas sobre la mesa ratona del living. Nunca supe el porqué de esa mudanza pasajera, pero ¿quién no arrastra algún misterio en su biografía? Hay detalles que se pierden en la noche de los tiempos y es mejor así: terminar de entender las cosas vuelve rígida la mente. La casa de mi abuela era un búnker art déco, con una escalera caracol de mármol que tenía una baranda que se curvaba como un signo de interrogación. Había también un jardín de media manzana con una pileta de veinte metros que se tapó para hacer una cancha de squash cuando, años después, el lote se vendió a una universidad. En el fondo del jardín había una puerta enmascarada por una ampelopsis, una puerta reservada para el batallón de empleados de la casa. Yo tenía prohibido usarla porque, según mi mamá, si los vecinos me veían entrar y salir por ahí iban a pensar que era la hija de la mucama. Las pocas veces que burlé la prohibición fue para acompañar a mi papá a lo de Amuchástegui. Salíamos por la «puerta de servicio» porque de esa manera nos ahorrábamos tener que dar la vuelta a la manzana. Amuchástegui era un pintor de animales que vivía en una casa victoriana que se venía abajo y que mi papá visitaba no tanto para comprar arte sino como salida terapéutica. Sentado en una silla desvencijada que no parecía pertenecer a ningún período histórico definido, tomando té en un frasco de mermelada, mirando láminas de arte salpicadas de moho, se volvía un hombre parecidísimo a él pero más a gusto consigo mismo. En esa temporada que pasé en lo de mi abuela mi amiga Alexia se quedó un par de veces a dormir, y un día en que estábamos desprogramadas mi papá nos propuso hacer una visita al taller. Amuchástegui era un tipo más bien serio pero esa tarde se mostró más simpático que nunca, casi exultante diría yo, y sin que nadie se lo pidiera nos mostró, aunque creo que solo se lo estaba mostrando a Alexia, cómo pintaba usando un finísimo pincel de marta que embebía en un aguarrás tan penetrante que te llegaba al esfenoides. Nos estábamos yendo cuando, de la nada, o más bien debido a esa propensión de los hombres por competir delante de las mujeres, mi papá sacó la chequera y le compró a Amuchástegui una pintura de un gato encaramado a un árbol. Amuchástegui nos aclaró que era un gato montés. Me llamó la atención, no se lo veía muy salvaje. Estaba pintado pelo por pelo en ocres y negros con un nivel de detalle delirante. Hiperrealismo, dijo mi papá un rato después, mientras lo colgaba en el escritorio de lo de mi abuela. Alexia no dijo nada: ella, que para todo tenía una opinión. Pero tres años más tarde, un sábado en que la convencí de ir al Bellas Artes, vimos el autorretrato de Fujita por primera vez: ese japonés resbaladizo con su gato ladino hecho de una sucesión de veloces líneas negras. Alexia me miró y supe perfectamente qué pensó, porque para entonces ya nos comunicábamos por telepatía: «Al lado de este gato, el de tu padre parece embalsamado». Nos decíamos hermanas del corazón; nos protegíamos con la cursilería, un poco como una forma de pudor y otro poco como una forma alta de la sinceridad. Ella era mi otra mitad, mi mejor mitad, y a veces también mi sherpa personal. Yo iba a un colegio privado de zona norte, ella a un colegio de echadas en el centro, y salvo por un inglés de internado, mi educación era mediocre, llena de agujeros. La suya, en cambio, era profunda y ubicua: tenía dos hermanos mayores que eran mellizos, los dos eran rockeros, los dos usaban remeras negras de los Ramones que hacían que las Lacoste amarillas de mis hermanos parecieran el uniforme del enemigo. Muchas de las cosas que serían el combustible de mi vida me las señaló Alexia: a los trece años me hizo ver La naranja mecánica en un cineclub piojoso del Abasto; seis meses después me pasó los Nueve cuentos de Salinger en una edición que parecía mordida por un perro; y me hizo escuchar por primera vez a Sumo en un casete pirata que habían grabado sus hermanos en el Einstein. 


18 may 2024

SOUS CHEF, de Dardo Passadore


 SOUS CHEF

Había luz / detrás de la luz 

como quien mira / y sin ver

observa / claudica / pero no se va

no quiere irse / yéndose / lo más seguro.

Tu mano revolvía una salsa /

mientras explotaban las supernovas.

Mientras se deshilachaban las carnes /

y en franca reducción / desglazabas/

esos restos de corazón.

No distraigas la mirada.

No mires más allá.

No.


"Los poetas afirman que mantienen un culto por los rituales, y que la poesía te imprime con su métrica cierta analogía con la receta: hay una manera de hacerlo y el desafío es crear dentro de esa regla. Cuando comemos nos integramos, la mesa nos asimila, es como si nos comiéramos los unos a los otros y la poesía es un poco eso también”, dice Dardo Passadore

Sobre nuestro invitado:

Escritor, Chef profesional y Corredor Inmobiliario. Nació en Montevideo, actualmente vive en Córdoba desde el año 2005. Cursó varios años de la carrera Licenciatura en Letras, primero en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires y luego en La Facultad de Humanidades y Ciencias de Montevideo. Egresó como Chef Profesional en el Instituto “Azafrán” de Córdoba en el 2022 y como Martillero y Corredor inmobiliario en la Universidad Siglo XXI también en Córdoba en el 2015. Participa en forma permanente de los Cafés Literarios “La Bandada” de Lily Chávez, “La noche del Buho” de Ricardo Di Mario, “ Urdimbres” de Stella Marys Darraidou y “La Mazamorra” de Daniel Tomás Quintana y ha sido publicado en varias revistas literarias. Ha publicado un libro de Poemas “Montevideo sin razón” a través de Ediciones Del Callejón en el 2020 y “Agonías Discursivas”, por Ediciones del Mono Armado en el 2022, actualmente está en imprenta su tercer poemario “ Dobladillos” con prólogo de Claudia Tejeda y nuevamente editado por Ediciones Del Callejón. Fue galardonado con el primer premio de poesía en el Primer Certamen Literario de la Ciudad de Déan Funes 2020. Fue seleccionado para integrar las siguientes Antologías:  Antología Literaria 2021 del Encuentro de Escritores de Los Reartes, Antología “Abrapalabra Festival II- 2022” organizado por el poeta Darío Valenzuela, Antología del Café “La Tríada” de la poeta Elena Demitropulos.Fue seleccionado para participar del Encuentro “Escritores con la gente” del Festival de Cosquín organizado por el poeta Hugo Rivella en el año 2022.

 

BONSAI, de Guadalupe Nettel

 


Nuestros cuerpos son como árboles bonsái. Ni una hojita inocente puede crecer en libertad, sin ser viciosamente suprimida, tan estrecho es nuestro ideal de apariencia. KHYENTSÉ NORBU Desde que me casé, tenía la costumbre de pasear los domingos por la tarde en el jardín botánico de Aoyama. Era una manera de descansar de mi trabajo y de las ocupaciones domésticas –si permanecía en casa los fines de semana, Midori, mi mujer, me pedía inevitablemente que arreglara alguna cosa–. Después del desayuno, tomaba algún libro y caminaba por el barrio, hasta llegar a la avenida Shinjuku para entrar al jardín por la puerta del este. Así podía caminar junto a las fuentes largas, recorrer las hileras de árboles que hay en el patio y, si hacía sol, sentarme a leer en alguna banca. En los días de lluvia entraba al café, casi siempre vacío a esas horas, y me ponía a leer frente a una ventana. Al volver a casa salía por la puerta de atrás, donde el guardia me dirigía un saludo cordial de reconocimiento. A pesar de que iba al parque cada domingo, tardé muchos años en entrar al invernadero. Desde muy niño aprendí a disfrutar de los jardines y los bosques, pero nunca me habían interesado las plantas de manera individual. Un jardín era para mí un espacio arquitectónico donde predomina lo verde, un lugar donde uno puede ir sólo pero nunca sin algo que leer o en que entretenerse y al que era posible acudir incluso con clientes de la empresa para cerrar un buen negocio. De joven había ido a ese mismo jardín con alguna chica del colegio y más tarde con alguna novia de la universidad, pero tampoco a ellas se les había ocurrido visitar el invernadero. Hay que reconocer que el edificio no era precisamente atractivo: más que un jardín cerrado, parecía un gallinero o un almacén de verduras. Lo imaginaba un lugar agobiante, enloquecedor como el mercado de Tsukiji, aunque más pequeño y lleno de plantas desconocidas con nombres impronunciables. Pero una tarde, 


LA MANSEDUMBRE, de Giovanna Rivero


 


LA MANSEDUMBRE

I

 

_¿Era caliente el líquido riscoso que te dejaron ahí? Caliente

—Tibio. Viscoso. ¿Era un líquido como la clara del huevo? La clara, Elise, cuando recién quiebras el

cascarón...

—Si. Creo q se sí. No lo sé. Pensé que era sangre del mes.

—Y sin embargo no era. Era la semilla de un varón.

—Sí, Pastor Jacob. Digo la verdad.

—La verdad siempre es más grande que los siervos. Y más si la sierva se ha distraído, si no se ha cuidado como lo exige el Señor. Nosotros vamos a determinar cuál es la verdad. Según hemos grabado en tu primer testimonio, tú estabas sumida en un sopor extraño, como si hubieras ofrecido tu voluntad al diablo.

—Yo jamás le ofrecería mi voluntad al diablo, Pastor Jacob.

—No digas jamás, Elise. Somos débiles. Tú eres muy débil, ya ves.

—Yo estaba dormida, Pastor Jacob.

—Eso lo tenemos en cuenta.

¿...Vendrá mi padre a la reunión de los ministros?

-No. El hermano Walter Lowen no puede formar parte dc la reunión. Ya la deshonra y la tributación lo tienen muy ocupado. Anda, Elise, dile a tu madre que traigo las sábanas de esa noche, vamos a examinarlas. Que ya nadie las toque. Todo es impuro ahora, ¿me entiende ?

—Sí, hermano Jacob.

 

II

 

Su padre la mira por unos segundos y luego aparta los ojos, avergonzado, piensa Elise, o enojado. O ambas cosas. De inmediato vuelve a ocuparse del tema que los ha llevado hasta allí, hasta esa villa en los márgenes de la vida. Ese conjunto de casas no se parece en nada a la colonia. Son construcciones dispersas, obstinadas en alcanzar algún retazo de ese cielo sucio, sin pájaros. Dos o tres horribles edificios de ladrillo visto y ventanas mezquinas reinan en todo ese todo. Elise mira sus zapatos y piensa que debería quitárselos, cuidarlos mejor por si el pie le crece. Tiene quince, es cierto, pero ha escuchado que a su abuela Anna el pie le creció hasta que tuvo su primer hijo, a los dieciocho. Ella es muy parecida a la vieja Anna: los ojos casi transparentes, la frente redonda, como ideando soluciones o alabanzas. A ella también, cuando canta, se le brotan azules como riachuelos subterráneos las venas de las sienes. Eso es cantar con amor, dice su padre. O decía. Porque después del último turbión el mundo se precipitó sobre ella.



16 oct 2023

UN DÍA PERFECTO PARA EL PEZ BANANA, de J.D. Salinger

 


En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda. No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono. —Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño. —Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora. —Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero. A través del auricular llegó una voz de mujer: —¿Muriel? ¿Eres tú? La chica alejó un poco el auricular del oído. —Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo. —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien? —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han... —¿Estás bien, Muriel? La chica separó un poco más el auricular de su oreja. —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde... —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada... —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después... —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad. —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo. —¿Cuándo llegasteis? —No sé... el miércoles, de madrugada. —¿Quién condujo? —Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada. —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que... —Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad. —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles? —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche? —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para... —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para... —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás... —Muy bien—dijo la chica. —¿Sigue llamándote con ese horroroso...? —No. Ahora tiene uno nuevo —¿Cuál? —Mamá... ¿qué importancia tiene? —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre... —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita. —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo... —Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza... —Lo tienes tú. —¿Estás segura?—dijo la chica. —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él? —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído. —¡Pero está en alemán! —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos... —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche... —Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo. —Muriel, mira, escúchame. —Te estoy escuchando. —Tu padre habló con el doctor Sivetski. —¿Sí?—dijo la chica. —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre.


LOA ÁNGELES NO TIENEN TUMBA, de Claudia Tejeda


Precepto

Hubo un tiempo de sopas renegadas

de pálidos caldos en la noche. 

La mesa se agrandaba de obtusas esquinas

y cucharas que se ahogaban entre fideos huecos.

El deber ante el hambre 

de todos los niños del mundo 

tragarse la propia escasez

                         hasta la última gota de culpa.


Claudia de Lourdes Tejeda nació en Alta Gracia, Córdoba, Argentina.
Poeta, narradora formada en talleres literarios. Ha obtenido reconocimiento en concursos de poesía y cuento. Sus obras han sido publicadas en varias antologías. Participa de mesas de lectura y encuentros nacionales e internacionales.
Está a cargo de AMA América Madre filial Alta Gracia. Desde el año 2011 organiza las acciones de adhesión al Festival Internacional Palabra en el mundo de la ciudad. Coordina la Noche literaria en “El café de las malas compañías”.
Editó los libros: De hiedras y grietas (poemas y relatos); Como racimo de abejas (narrativa breve); Andamios de pan (poesía); El rayo imperfecto (poesía);
Anisacaterías junto a Carlos Medina (poemas ilustrados); Un ojo con patio (poesía); Trencadís. Poemas de amor irregular (poesía); además de integrar varias antologías.


Que la disfruten

Carmen


5 sept 2023

LA MUJER QUE NO ESTÁ, María de los Ángeles Fornero

Trágica y lírica, LA MUJER QUE NO ESTÁ nos lleva al galope por una Córdoba profunda metiéndonos de lleno desde la primera línea en una narración caleidoscópica para contarnos una de las formas del poder y la muerte en el nombre de María Eugenia Lubaki. Con un ritmo que cala hasta los huesos, la autora teje y desteje una historia de ficción ─basada en hechos reales─ abrevando en el lenguaje poético, como las mejores novelas cortas. La sensación página tras página es la de estar viviendo un viaje cinematográfico y cubista. Para calmar el vértigo, la autora propone subtítulos y números en el tejido, algo así como paradas en movimiento para organizar el texto, señales en el camino. Acá están las indias yucat, la tierra y los títulos, un comisario, una fiscal, una amiga, una hermana, una madre, unos hijos, una marcha, Alta Gracia, los hacheros, el glifosato, derechos y apellidos, rosas y carbón. Acá está la mujer que no está. Una escritura vibrante nos mantiene en tensión desde la primera palabra hasta la última en ambientes cargados de espesa realidad para hablar de machismo, de patriarcado, de falocracia, al fin, de ética. Una novela que se lee rápido y se disfruta mucho en lo lingüístico, y que invita a hacer una reflexión honda y lenta para concebir una sociedad más bella, es decir, más justa, más verdadera, más humana. 


María Elena Barbieri Sawisky


Que la disfruten
Carmen

30 abr 2023

HUELLAS EN SEPIA, de Diana Vázquez


 CONOCIMIENTOS IMPRESCINDIBLES

Nuestra gran casa de verano y su Paraíso de frutales e higueras, costeaba toda una cuadra de tierra a lo largo. Del otro lado lindaba con un estrecho terreno y una casa desordenada separada por un cerco de ligustros entramado en el alambre. Era una vivienda que yo no lograba entender del todo, habitada por una familia de apellido difícil de pronunciar. La abuela, hijos y nietos vivían en distintas construcciones pegadas unas a otras.  De esa gente solo distinguía dos nenas de edad parecida a la  mía, Pocha y Teresita.

La Pocha, que era linda pero bastante tonta, ya grande, le conocí un trágico destino de muerte, hoy lo llamaríamos un femicidio, en manos de un esposo policía. Teresita era alegre y curiosa, llena de conocimientos que yo no tenía y dispuesta a compartirlos. Mi mamá y mis hermanas desalentaban esa amistad, pero como tenían poco tiempo y ganas para controlarme, cuando podía aceptaba la invitación tras–cerco de Teresita.

 A mis años me gustaría preguntarle cómo me veía. ¿Qué pensaba ella de mí? De esa nena gordita, de vestiditos primorosos en verano, solitaria pero expansiva. Que aparecía y desaparecía, con alguna muñeca llevada a la rastra y siempre un libro en la mano. Teresita me llamaba suavecito y yo respondía si andaba cerca, para meterme en el hueco de los ligustros que eran nuestro portal secreto. Fue ella la que me contó como salían los bebés de la panza de las mamás.

—Por el pupo –por supuesto. Y me instó a que comparáramos nuestras mutuas rutas de salidas.

A Teresita le gustaban las clases prácticas. Apenas lo hicimos me di cuenta que era un imposible. Lo del pupo, digo. Siempre tuve esa innata apreciación racional de las novedades. Observé que estaban férreamente cerrados. Nada podría salir por ese túnel en espiral, sellado con un nudo.  En el de ella se podía ver claramente. El mío era más confuso porque su fin se perdía entre la carne suave y rotunda. De todas maneras, era información altamente explosiva para ser usada en una mesa dominguera. En mi familia la palabra “pupo” no se nombraba y las personas increíblemente terminaban a la altura de los hombros para retomar consistencia antes de las rodillas.

Ese domingo había sido con un tedioso almuerzo en que nadie se percató de mi presencia y todo jolgorio había rodeado la noticia de la pronta llegada de mi primer sobrino. Era el momento justo. Fue tan hermoso escuchar el asombrado silencio que se instaló cuando dije:

—Teresita me contó que los bebés salen de la panza de las mamás por el pupo.

Ante mis conocimientos biológicos, papá simplemente se levantó dejando la servilleta con firmeza.  Quedaban aún tres higos en almíbar sobre su plato. Yo tenía escasos seis años.

 

EL TAJO Y LA COSA

Aunque anduviera leyendo cuanto escrito tuviera a mano y hubiese perdido mi entusiasmo por “El Tesoro de la Juventud” debido a un disgusto terrible que me dejó por dentro un tembladeral varios días  (quizás después se los cuente) y poseyera la inconmensurable dimensión del verbo con el “Larousse”, a mí me faltaba mucha calle. En la casa de invierno tenía los tres tomos del fantástico diccionario, pero estaba en el escritorio de mi padre. Era complicado llegar a su uso aunque las ilustraciones y los detalles desafiaran a viajar por el universo. En cambio, en la gran casa de campo, había un “Pequeño Larousse” mucho más disponible y que era igualmente encantador. Las personas grandes, alejadas de esas cajas de Pandora, ahora  encarceladas por los barrotes de sistemas como Google y el internet, no pueden ni imaginar lo que se pierden. Es tan sencillo, por ejemplo, caer en “pene” si una hizo una  visita a pendencia ,diviso péndulo, encallo en pene y termino  amarrando la barca de la curiosidad en penicilina, la substancia antibiótica producida por penicillium notatum, que curó los males de mi hermano Héctor, allá por la década del 30 ,una de las  historias favoritas de mi madre. Igual pasaba con vagina si una buscaba vaguada, o vulva al rastrear vulgo. Basta perseguir las palabras y seguirlas como perdiguero, tener una curiosidad infinita y leer buena literatura. De tal manera que los conocimientos estaban y su significado también, hilvanados como tela de araña y guardados. Bien guardados. Ya he dicho que los niños son sujetos astutos e intuyen qué  pueden o no hablar o saber. Ese verano, en el portal prohibido del ligustro, me reí cuando Teresita pronunciaba alguna palabra mal. No por maldad, sino porque me divertía cómo sonaba cocholate o estratua o vasaciones. Ella perdió la paciencia y me gritó que no era ninguna analfabética y entonces sí redoblé las carcajadas. Recuerdo que detuvo su partida, se dio vuelta y me miró con  desdén. En sus ojitos rasgados, color miel y algo reptilescos brillaba el deseo de hacer daño.

—Bien que no sabés nada del tajo y la cosa de los hombres

—dijo sibilante.

Para mí el tajo era la herida que sangraba cuando un cuchillo cortaba la piel y cosa podrían ser todas las cosas. Nunca había sospechado que hubiera una, que perteneciera solamente a los hombres. Ella supo al instante que era ganadora en ese duelo lingüístico.  Mis pupilas estaban dilatadas por el asombro y la boca abierta por el gancho de izquierda que me noqueó al instante. Hasta sabía que era “left hook” porque mi hermana Cristina  y Alberto se tiraban a la cara la frase en inglés ante cada discusión ganada. Teresita se acercó lentamente y me miró a los ojos.

—El tajo es por donde entra la cosa de los hombres si querés tener un bebé, estúmpida!

Left hook, me dije.

Moraleja.

No hay nada mejor que una buena cachetada de realismo  para que todos los conocimientos académicos cobren sentido.

Que lo disfruten,

Carmen

 

 

 

 

 

 

EL NO

De chica me dijeron

que había partes

indebidas de mostrar.

Un cuerpo dividido en claroscuros permitidos.

Y nosotras buscamos los rincones

                        para entrar infatigables

                        en la tenebrosa idea del pecado.

                                                   ___________________________

MICROFICCIONES , de Raúl Brasca

 


LLAVE

Fue triste cuando mi padre, sin que ya se lo pidiera, me dio la llave de la casa. Yo era casi un adulto y él me la dio como quien pide permiso para envejecer.

 

RONDA

La farolera tropezó y en la calle se cayó. Como hacía un trabajo reservado a los hombres, nadie le alzó la barrera de la Puerta del Sol y el coronel del que se enamoró no le hizo caso. Melancólica, distraía sus noches con cálculos mentales que estaban bien pero que ella siempre creyó que le salieron mal como todas las otras cosas en la vida.

 

ÚLTIMA ELECCIÓN

a Juan Sabia

El pez resuelto al suicidio evita veloz la red en la que moriría con sus compañeros, pasa de largo frente al anzuelo del pescador rutinario que hojea una revista, y traga sin dudar el de un chico que recordará mientras viva los espasmos terribles de su asfixia.

YO SIEMPRE CONMIGO

Me abandoné a la placidez del sueño y, cuando regresé a la vigilia, me vi empapado y temblando de miedo. Me perdí detrás de una mujer y, cuando me di cuenta, estaba desnudo y sin un centavo. Me dejé flotar en el vaivén de las olas y, cuando volví en mí, me hacían respiración artificial. Definitivamente, no puedo dejarme solo.


Que lo disfruten,

Carmen


Sobre Raúl Brasca