EL BUEN RETIRO
Durante un período aterrador de la adolescencia en que me debatía entre la niñez y la adultez y nadie sabía cómo tratarme me mudé a la casa de mi abuela. Fue una mudanza en bloque familiar. Dijeron que había que redecorar nuestro departamento después del incendio. Pero un año después, al volver, todo estaba tal cual lo habíamos dejado: a no ser que la decoración incluyera, como un detalle de color, las revistas Planète chamuscadas sobre la mesa ratona del living. Nunca supe el porqué de esa mudanza pasajera, pero ¿quién no arrastra algún misterio en su biografía? Hay detalles que se pierden en la noche de los tiempos y es mejor así: terminar de entender las cosas vuelve rígida la mente. La casa de mi abuela era un búnker art déco, con una escalera caracol de mármol que tenía una baranda que se curvaba como un signo de interrogación. Había también un jardín de media manzana con una pileta de veinte metros que se tapó para hacer una cancha de squash cuando, años después, el lote se vendió a una universidad. En el fondo del jardín había una puerta enmascarada por una ampelopsis, una puerta reservada para el batallón de empleados de la casa. Yo tenía prohibido usarla porque, según mi mamá, si los vecinos me veían entrar y salir por ahí iban a pensar que era la hija de la mucama. Las pocas veces que burlé la prohibición fue para acompañar a mi papá a lo de Amuchástegui. Salíamos por la «puerta de servicio» porque de esa manera nos ahorrábamos tener que dar la vuelta a la manzana. Amuchástegui era un pintor de animales que vivía en una casa victoriana que se venía abajo y que mi papá visitaba no tanto para comprar arte sino como salida terapéutica. Sentado en una silla desvencijada que no parecía pertenecer a ningún período histórico definido, tomando té en un frasco de mermelada, mirando láminas de arte salpicadas de moho, se volvía un hombre parecidísimo a él pero más a gusto consigo mismo. En esa temporada que pasé en lo de mi abuela mi amiga Alexia se quedó un par de veces a dormir, y un día en que estábamos desprogramadas mi papá nos propuso hacer una visita al taller. Amuchástegui era un tipo más bien serio pero esa tarde se mostró más simpático que nunca, casi exultante diría yo, y sin que nadie se lo pidiera nos mostró, aunque creo que solo se lo estaba mostrando a Alexia, cómo pintaba usando un finísimo pincel de marta que embebía en un aguarrás tan penetrante que te llegaba al esfenoides. Nos estábamos yendo cuando, de la nada, o más bien debido a esa propensión de los hombres por competir delante de las mujeres, mi papá sacó la chequera y le compró a Amuchástegui una pintura de un gato encaramado a un árbol. Amuchástegui nos aclaró que era un gato montés. Me llamó la atención, no se lo veía muy salvaje. Estaba pintado pelo por pelo en ocres y negros con un nivel de detalle delirante. Hiperrealismo, dijo mi papá un rato después, mientras lo colgaba en el escritorio de lo de mi abuela. Alexia no dijo nada: ella, que para todo tenía una opinión. Pero tres años más tarde, un sábado en que la convencí de ir al Bellas Artes, vimos el autorretrato de Fujita por primera vez: ese japonés resbaladizo con su gato ladino hecho de una sucesión de veloces líneas negras. Alexia me miró y supe perfectamente qué pensó, porque para entonces ya nos comunicábamos por telepatía: «Al lado de este gato, el de tu padre parece embalsamado». Nos decíamos hermanas del corazón; nos protegíamos con la cursilería, un poco como una forma de pudor y otro poco como una forma alta de la sinceridad. Ella era mi otra mitad, mi mejor mitad, y a veces también mi sherpa personal. Yo iba a un colegio privado de zona norte, ella a un colegio de echadas en el centro, y salvo por un inglés de internado, mi educación era mediocre, llena de agujeros. La suya, en cambio, era profunda y ubicua: tenía dos hermanos mayores que eran mellizos, los dos eran rockeros, los dos usaban remeras negras de los Ramones que hacían que las Lacoste amarillas de mis hermanos parecieran el uniforme del enemigo. Muchas de las cosas que serían el combustible de mi vida me las señaló Alexia: a los trece años me hizo ver La naranja mecánica en un cineclub piojoso del Abasto; seis meses después me pasó los Nueve cuentos de Salinger en una edición que parecía mordida por un perro; y me hizo escuchar por primera vez a Sumo en un casete pirata que habían grabado sus hermanos en el Einstein.
A los quince, saqueábamos el bar de su papá: medio dedo de whisky, tres hielos y soda hasta arriba y cada sorbo nos dejaba la lengua más ancha y sedada. A los diecisiete, ya éramos las reinas del bardo, pendejas fumonas que cruzaban en taxi la ciudad en busca de la fiesta perfecta. Sí, por supuesto, a veces las cosas se enrarecían, entonces optábamos por el buen retiro hasta que alguna de las dos daba el brazo a torcer y discaba el número de la otra. Ahí volvía el idilio, largos períodos en que nos venerábamos mutuamente como en Egipto se venera a los gatos sagrados. Y cuando la relación volvía a acercarse a su pico de comunión espiritual, cuando la complicidad era tal que una podía hacer la plancha adentro de la cabeza de la otra, volvían a enturbiarse las mareas. «Si llama mi mamá, decile que hoy duermo en tu casa», me anunciaba de golpe un sábado a la mañana y cortaba sin más explicaciones, y cuando volvía a llamar, el domingo a la noche, decía: «Me fui de gira». Y yo no me animaba a preguntar porque sentía que había una zona de Alexia que me estaba vedada. Después supe que se iba a una quinta en Moreno a tomar ayahuasca. Jamás me invitó. Disfrutaba manteniéndome al margen de su vida. Disfrutaba haciéndome sentir que yo sola no le alcanzaba. «¡Oh, qué tierno!», suspiran las mujeres que ven pasear por la cubierta del Mishimaru a ese japonés de ojos rasgados como hojitas de bambú. Lleva un traje color ciruela, un salacot de expedicionario británico en tierras tropicales y un collar de esmeraldas al cuello, uno de los tantos vestuarios con los que causará admiración. Ha nacido en Tokio en 1886, frente al puente de Shin-Ohashi, donde el río Sumida pega una curva brusca y la marea se vuelve impredecible. De su padre, general del imperio, heredó el histrionismo marcial; de su madre, muerta cuando él tenía cinco años, el desapego. Pero lo que enciende la mecha de su ambición artística es Europa. Cuando, tras la Restauración Meiji, las imágenes de Occidente empiezan a circular por Japón, el joven aspirante a pintor del mundo flotante se deslumbra con las vanguardias europeas («¡Imposible vivir en una isla sin volverse insular!», escribe en su diario). Por las calles de Tokio corre hundiéndose en la nieve, con un libraco de Cézanne bajo el brazo; más tarde, durante la cena, estudia las láminas mientras los granos de arroz caen sobre el monte Saint-Victoire. Tsuguharu Fujita tiene veintisiete años cuando se embarca en el Mishimaru. Su meta es París. Aún no sabe que esa ciudad te puede hacer de nuevo. O quizá lo sabe y eso busca. Cuando los radio taxis empezaban a copar Buenos Aires, las empresas inventaron como promoción el CPC, o Cupón Pasajero Constante, una tarjetita de cartón verde donde uno iba sumando puntos hasta alcanzar el premio mayor, una cena gratis para dos en un lugar a elección. Nosotras elegíamos siempre Habibi, el boliche árabe de Villa Crespo, porque a Alexia le gustaban los ambientes exóticos y a mí la decadencia. Reservábamos invariablemente la mesa de la esquina del fondo que tenía un mantel rojo y un narguile oxidado como florero. —Me aburro, nena. Buenos Aires es un tedio —me dijo Alexia una noche mientras la odalisca ondulaba su vientre frente al tipo de la mesa de al lado. Un millón de veces se lo había oído decir. ¿Para qué contestarle? —No te hagas la tonta —insistió ella—, ¿no te interesa viajar, salir al mundo? —No mucho, soy perro en el horóscopo chino. En la pulseada diaria, la melancolía le gana a la ambición. —¿Me querés decir que no te ahogás? Un invierno sí me había ahogado. Sé que era invierno porque había llegado Holiday on Ice a Buenos Aires y por primera vez convocaban a un casting. «Eso no es arte, es un circo. Podrías al menos aspirar al Bolshói», dijo mi mamá, y así terminó mi breve carrera como patinadora. Cada vez que el oráculo se expedía, yo prestaba atención, aunque fuese a regañadientes, porque mi mamá poseía el don de la clarividencia y todos en la familia tomaban al pie de la letra sus pronósticos: ella se creía bruja, bruja de verdad, porque había nacido el día de Halloween (y yo, en grotesca oposición, el día de Navidad, lo que debería haberme hecho una santa y en cambio me convirtió en una resentida que odia su cumpleaños, por falta de protagonismo). Para mi mamá, presentarme al casting de Holiday on Ice era sumarme a la legión de perdedores que plantaba sus carpas en las llanuras del fracaso, idea que en el fondo no me desagradaba: era la coartada perfecta para dar rienda suelta a mi endémica inclinación hacia la indolencia. Hay batallas que extrañamente uno decide perder; por algo en mi boletín de séptimo grado decía: «Cuando quiere destaca, pero casi nunca quiere». Con los años me había convencido de que perder era más elegante. Para mi amiga Alexia, en cambio, todos esos argumentos eran mariconadas. Ella aspiraba a las altas cumbres, hasta allá pensaba subir muy pronto. El Mishimaru recala en Londres. Fujita baja del barco porque no distingue demasiado una ciudad de otra y no se preocupa por el error: enseguida consigue trabajo cortando trajes a medida para Sir Gordon Selfridge. Es un as con las tijeras, pero pronto piensa: «No hui de una isla para acabar en otra». Cuando llega a París se instala en una cueva de gatos, un sucucho frío de la Cité Falguière. Traba amistad con su vecino de abajo, un artista italiano que hace rabiar a la portera porque a falta de dinero paga con pinturas. «¡Para lo único que sirven estos cuadros es para arreglar las maderas de las camas!», le grita la mujer mientras desarma un bastidor y escupe sobre la tela, justo debajo de un garabato donde se lee: Modigliani. Es 1915. Aunque afuera hay una guerra, Fujita pinta todo el día. Cuando el hambre no lo deja pintar más, baja hasta la carnicería y le pregunta al carnicero si queda algo de hígado. Dice que es para su gato, pero el gato es él. Alexia se fue a Barcelona un mes de octubre. «¡España atrasa cien años!», le dije cuando me mostró el pasaje recién comprado. —¿Almodóvar atrasa? ¿Felipe González atrasa? —me sobró ella. Nunca había sido una visionaria en política pero viajó a fines de 2001, dos meses antes de que acá todo estallara por los aires. A la semana de irse me llamó con su locuacidad exultante de siempre para decirme que tenía dos noticias, una buena y una que rozaba el papelón: la buena era que tenía un contacto en la televisión catalana. La casi papelón era que estaba saliendo con un señor de cuarenta y ocho años que manejaba una Ferrari roja, usaba jeans blancos y tenía hoteles en las Islas Mauricio. «Sí, ya sé, no da, es solo por un tiempo. ¿Pero qué es ese ruido? ¿Son los cacerolazos? Acercate a la ventana que quiero escuchar». Ya le sonaban como una lengua extranjera, tambores de una tribu indígena que no podía descifrar. El contacto que tenía en la televisión catalana resultó ser un perejil, pero ella no se desanimó y decidió hacerse de abajo. Empezó a mandar sumarios a La Vanguardia con ideas del tipo «¿Quién lleva los pantalones entre los squatters?» o «Miedo y asco en el parque Güell», pero no obtuvo respuesta. Había cientos de sudacas tratando de hacer la Europa y los suplementos rebalsaban de mails con propuestas de periodismo neogonzo. El viejo de la Ferrari se fue a Londres por trabajo, sin fecha de regreso. Le dejó las llaves del departamento porque era un hombre cauto, que hacía todo por etapas. La llamó dos semanas después para pedirle que se las dejara en su oficina y le liberara el departamento. Ella las tiró por una alcantarilla y se consiguió un trabajo temporal en El Corte Inglés. Era diciembre: entró a trabajar en la sección de paquetes navideños. Siempre había sido un as enrulando la cinta del moño con las tijeras hasta lograr el tirabuzón perfecto, pero las madres españolas preferían el moño sin firuletes. «Se ve que el rulo es muy argentino», me dijo, «acá es todo más básico». Un día me anunció que la habían elegido para un curso de capacitación para periodistas: durante un mes aprendería las bases de la economía internacional, ella que no podía descifrar ni el resumen del banco. Los diez mejores promedios pasarían a integrar un equipo de investigación que viajaría por el mundo. La empresa que convocaba al concurso se llamaba SinergiC InternationaL, así de ridículo, con las cuatro mayúsculas. La busqué en internet y me llamó la atención que no tuviera página ni apareciese siquiera en Google. Cuando dieron los resultados del examen, quedó entre los diez mejores. Estaba adentro. Su primer destino sería África. —Angola. Imaginate qué flash la novela que voy a escribir después — me dijo en el teléfono. Fujita ha dejado a su primera esposa en Japón pero apenas piensa en ella. Uno va más rápido y es más ágil si viaja solo. Y se vuelve más visible si construye un personaje. Así es como Fujita se convierte en Foujita. Los parisinos compran el personaje y también sus pinturas. Se las arrancan de las manos. Foujita llega todos los días al café Le Dôme en un Ballot deportivo con un pequeño bronce de Rodin como mascarón de proa sobre el radiador. Se desliza del auto entre la muchedumbre que se ha apiñado en la puerta. Los más ágiles han trepado a los árboles para verlo mejor. Se detiene antes de entrar, inclina su cuerpo hacia delante en una suave reverencia y dice: «今夜は思いつきか飲むそ。» Nadie entiende pero nadie lo admite porque deliran de fiebre amarilla. Todos quieren aunque sea una ráfaga del encantador señor Foujita. Ahí están sus anteojos redondos, las argollas doradas en ambas orejas, el flequillo como un bol de arroz dado vuelta y ese bigote que parece dibujado con carbón. «¿Qué personaje histórico le hubiera gustado ser?», le grita un periodista encaramado a un farol: «Adán, el primer europeo», contesta él. La idea de colectividad, tan medular al espíritu japonés, le provoca urticaria. En lugar de pintar peces, templos y ramas de cerezo como hacen sus compatriotas ni bien bajan del barco en Marsella, Foujita pinta mujeres lánguidas, mezclando la tinta sumi con el óleo. Toda la Escuela de París lo aplaude. Lo que más les intriga es el blanco que usa el pintor, un blanco nunca visto, un color nuevo que es una mezcla secreta de talco, blanco plomo y calcio cuya receta solo conoce su gato, único testigo de la preparación. Por esos años Foujita pinta también autorretratos en los que aparece siempre junto a ese gato taimado y sin nombre al que sus amigos bautizan como Fou-Fou. Él dice que pinta gatos para descansar los ojos. Si uno mira esos autorretratos, todo lo que la figura de Foujita no dice lo revela la figura del gato: los nervios, la ansiedad, el hambre por ser reconocido. Échenle una mirada al que está en el Museo Nacional de Bellas Artes. Ahí lo dejó el pintor cuando pasó por Buenos Aires en 1932, con una muestra legendaria que atrajo a más de sesenta mil visitantes y obligó al artista a esconderse en el depósito porque la cola de fanáticos que rodeaba el museo se había descontrolado. Los primeros meses le pedí a Alexia que me mandara algo de lo que estaba escribiendo. «Corto y te lo mando», decía ella siempre. Pero después se olvidaba. De tanto en tanto me mandaba una foto por mail pero eran tan impersonales como una postal. Cuando me hablaba de los lugares que estaba conociendo parecía una guía turística con el casete puesto. Vivía en hoteles cinco estrellas durante meses pero jamás mencionaba por el nombre a ninguno de sus compañeros de equipo. A veces me contaba que la habían ascendido en el escalafón de una pirámide que carecía de lógica. Pasó de periodista a intérprete, de consultora a agente de campo. La intriga me empezó a comer: ¿qué hacía realmente? Me imaginaba escenarios exóticos, cada vez más enrarecidos por sus medias palabras. ¿Era espía? No, demasiado bocona. ¿Una escort cara? Demasiado obvio. ¿Vendía bebés de Bangladesh? No tenía la sangre fría necesaria. Como no le encontraba respuesta, me iba para el otro lado: ¿sería una vulgar redactora de publinotas, como llaman en la jerga a las notas pagadas? Una vez me contó que había entrevistado a tres ministros de Economía en una cumbre de países africanos. —¿La corrupción hecha carne? —le pregunté. —No te creas, gente interesante —contestó, con una corrección política tan inverosímil que me hizo pensar que quizá tenía el teléfono intervenido. De tenerla enfrente la hubiese cacheteado. Todavía no era ni de cerca la periodista ni la escritora estrella que se había propuesto ser, pero se negaba a admitirlo y sostenía ese simulacro de carrera exitosa en honor a nuestra amistad. Yo la sentía tan lejos que desde entonces la llamo Angola. Una vez por año, cuando venía a Buenos Aires, Angola me citaba a almorzar. Elegía lugares carísimos y siempre llegaba tarde, con sus foulards de animal print y una estela de perfume siempre diferente, siempre exquisito. Llevaba el pelo corto como las europeas, pero lo que antes había sido color trigo natural ahora era tintura. Hablaba con irritantes modismos españoles y cuando opinaba sobre la Argentina torcía la boca. Siempre pagaba ella con una tarjeta de crédito corporate. Todavía podíamos tentarnos por cualquier cosa, con esa risa que según ella era «la risa al borde del suicidio», y yo terminaba secándome las lágrimas con la servilleta, pidiéndole que parara porque me dolían los músculos de la cara. Pero no sé cuánto podíamos leer la una de la otra. Creíamos conocernos tanto que ya no nos veíamos. Yo sentía que Alexia, la chica dorada de mi juventud, se había secado en el camino hacia la intensidad. ¿Qué pensaría ella de mí? Obvio: que seguía siendo la misma quedada de siempre. En 1933 Foujita vuelve a cortar amarras. Regresa a Japón y elimina la «o» de su apellido. «Cuando me siento sobre el tatami y mojo mi pincel en el bol, el largo tiempo que pasé viviendo afuera se aleja y aleja», declara a un diario de Tokio. Cuando Japón invade China, desarrolla el peor kitsch de su carrera: reclutado para inmortalizar la gesta, vuelve de su misión con cien pinturas rimbombantes. Última batalla en Attu, de 1943, es un cambalache de cuerpos desmembrados que no parece del mismo artista que pintó a Kiki en Desnudo recostado sobre una tela de Jouy en 1922, un retrato de sensualidad marmórea. El flâneur excéntrico que se paseaba del brazo de Isadora Duncan con una túnica griega ahora luce uniforme de general y botas de combate, y custodia en pose marcial la alcancía donde el público que desfila delante de sus cuadros deja dinero para la causa. Pero su única causa, desde el día uno, ha sido la gloria personal. Cuando los norteamericanos pisaron suelo japonés, se quitó el uniforme militar y se puso a pintar tarjetas navideñas para el general MacArthur. Su camaleónica personalidad y su ambición de fama le fueron comiendo el talento: cuanto más se alejaba de sí mismo, menos interesantes eran sus pinturas. Como si la primera traición produjera una serie compulsiva de traiciones, Fujita fue perdiendo de vista quién era. En los años cincuenta volvió a Francia, se compró una casa de piedra del siglo XVIII y se cambió el primer nombre a Léonard (en honor a Da Vinci). Le quedaba aún un último disfraz, y cuando sintió que la muerte rondaba cerca decidió convertirse al catolicismo: diseñó especialmente su vestuario y mandó invitaciones para la ceremonia que se llevaría a cabo en la catedral de Reims. Pero, salvo por un par de niños escondidos en un confesionario que le gritaban «¡Fou! ¡Fou!», el día que lo bautizaron la iglesia estaba vacía. Cuando era chica me llevaron al oculista porque veía doble. Diplopía se llamaba mi afección. Para corregirla me hacían mirar a través de un aparato donde dos siluetas del gato Silvestre flotaban separadas por un espacio en blanco. Yo debía unirlas con la fuerza de mis músculos oculares, acercarlas hasta hacerlas encajar una sobre otra. Mirar a Angola a través de la mesa del restaurante en ese único encuentro anual que me concedía era como ver dos siluetas permanentemente desencajadas, imposibles de unir. —¿Seguís con tus poemas? ¿Con tu gótico lánguido? —me preguntó la última vez. —Sigo. —¿Y pensás hacer algo con eso? —No sé bien. Me falta, tengo que escribir más, pero nunca encuentro los huecos. —Qué vaga —dijo, como si esa palabrita resumiera dos décadas de cosas sin decir—. No se escribe en los huecos. ¿Pero quién sos, nena? ¿Quién sos?, pensaba yo, y apenas pensarlo me daba cuenta de que era horrible de mi parte pensar así, pero estaba harta de sus secretos, de la forma en que me había dejado al margen en su búsqueda personal de, cómo llamarlo, ¿éxito?, ¿individualidad? Cuando le sugerí mecánicamente que nos volviésemos a ver antes de que partiera me dijo que tenía una lista larguísima de cosas que hacer pero que, si encontraba «un hueco» (y, burlona, hizo un gesto de comillas con los dedos en el aire), me llamaba seguro. Pagó con su tarjeta corporate. La acompañé a tomar un taxi. Se dio vuelta y nos abrazamos, un abrazo rápido, vacío. Antes de que arrancara el taxi bajó el vidrio y me dijo: —¿Querés que te mande mi novela cuando esté terminada? —Más te vale —le dije, y quise decirle algo más, algo de verdad, pero entonces cambió el semáforo y solo tuve tiempo de agregar—: Pero enrollá tu foulard, que vas a terminar como Isadora. Cuando en realidad lo que quería decirle era: «¿No te fuiste demasiado lejos?». En mi cabeza hay un cuarto que tiene una calcomanía en la puerta donde dice: «Déjennos en paz, estamos atravesando una crisis». Adentro suena a todo volumen «Yon Can’t Go Home Again», de Chet Baker, el olor mentolado de los Virginia Slims perfuma el ambiente y, si apoyan la oreja sobre un vaso de vidrio contra la pared, van a oír a dos chicas cuchicheando hasta el amanecer. En esa habitación vive ella, mi amiga estrella, de la que he perdido todo rastro. Una parte mía vive ahí también, una parte grande. Todavía hoy, cada vez que llego a casa, meto la mano en el buzón y tanteo en busca de un paquete que traiga adentro su novela. En los raros momentos en que logro hacer a un lado mis infinitas inseguridades, deseo con toda mi alma que sea un ladrillo de cuatrocientas páginas que calle las voces de mi cabeza de una vez y para siempre
Que lo disfruten,
Carmen
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