Ella me está hablando. La tengo cerca, siento su olor a
cigarrillo. Pregunta algo y se queda mirándome. Pero no me da
tiempo a responder y sigue. Casi no escucho lo que dice. Veo sus ojos enormes,
fijos en los míos. Dos lagos verdes en un día ventoso. Lagos encrespados.
Pensar que cuando era bebé y hasta más o menos el año parecía que esos ojos
serían siempre celestes. Hasta una canción de cuna que yo le había inventado
sobre la música de Run run se fue p’al norte los nombraba así: Ay qué linda que
es mi Jazmincito, con sus ojos celestitos. Rubia y de ojos celestes decían en
la clínica. Quién es la mamá de la muñequita. A veces, a la noche, recuerdo esa
nana y me digo: qué ocurrencia, usar ese tema de Violeta Parra para cantarle a
un bebé. Y pienso sobre qué otras canciones podría haber inventado la nana. A
la noche siempre pienso cosas sin sentido. Quiero decir, cosas que no sirven
para nada. En vez de ocuparme de pensar a quién puedo pedirle plata para pagar
el alquiler o cómo decirle a Zelma que por ahora voy a prescindir de su ayuda,
hasta que mejore la cosa o un menú práctico y económico para la semana o así;
imagino pavadas. Anoche por ejemplo, imaginé que venía un tsunami y arrasaba
con todo. Sé perfectamente que no vivimos en zona volcánica. Que a esta ciudad
a lo sumo puede llegar una sudestada. Y eso en invierno, cuando hay viento del
este. Pero anoche imaginé que venía un tsunami. Y me vi aferrada a un poste de
la luz bajo el agua haciendo fuerza para no soltarme porque con la otra mano
apretaba el brazo de ella. La había podido ver bajo el agua barrosa, el pelo
rubio ondulando como el de una sirena. Se la llevaba la corriente. Manoteé en
el agua hasta encontrar su brazo y grité: ¡Te tengo, hijita, te tengo! Y de a
poco la fui acercando, había que hacer mucha fuerza porque el agua embestía
cada tanto y ella ya es grande¡ y alta, no como yo. Me temblaba el cuerpo y el
de ella también temblaba y finalmente pude abrazarla contra mí; y como un mono
con su cría subí por el poste de luz hasta que vi el cielo y saqué la cabeza
del agua y ella dio una bocanada grande de aire. Y nos quedamos así, las dos,
hasta que todo pasó. Nos habíamos salvado.
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22 nov 2016
14 nov 2016
NOCHE MÁGICA, de Isabel Nieto Grando
El calor se tornaba insoportable. Dormíamos en el patio, la bóveda celeste
con sus lumbres parecía derrumbarse sobre nuestros ojos, ante esa inmensidad
sin dimensiones.
A escasa distancia, el canal con su arrullo acunaba los sueños. Me
levantaba de madrugada a ver la luna que dormía en la arena debajo del agua, la
quería para mí. Luego me dormía y regresaba de mañana y ella, ya no estaba.
8 nov 2016
LA FELICIDAD CLANDESTINA, de Clarice Lispector
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto
enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuera
suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de
la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría
gustado tener: un papá dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos; incluso para los
cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal
de la tienda del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de Recife, la
ciudad en donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con
letra elaboradísimas palabras como “fecha natalicia” y “recuerdos”.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba
caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía de odiar esa niña a
nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello
libre. Conmigo ejercitó su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por
leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía
pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de
Monteiro Lobato.
Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con
él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis
posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo
prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma
esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me
transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un
apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en
la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a
buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato
la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la
calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife.
Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente,
los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo,
anduve brincando por las calles y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del
dueño de la librería era sereno y diabólico.
26 oct 2016
LA MUERTE VIAJA A CABALLO, de Ednodio Quintero
Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró a la sala. Y con un gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.
A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre este momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.
19 oct 2016
EL PUÑAL, de Jorge Luis Borges
En un cajón hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fé, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.
Que lo disfruten,
Carmen
Que lo disfruten,
Carmen
EL PUÑAL, de Jorge Luis Borges
En un cajón hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fé, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.
Que lo disfruten,
Carmen
Que lo disfruten,
Carmen
12 oct 2016
LA PUERTA CERRADA, de Edmundo Paz Soldán
Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa; bajo un cielo
azul salpicado de hilos de plata, en la calurosa tarde de este verano
agobiador. El cura ofició una misa conmovedora frente al lujoso ataúd de caoba
y, mientras nos refrescaba a todos con agua bendita, nos convenció una vez más
de que la verdadera vida recién comienza después de ésta. Personalidades del
lugar dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y, secándose el
rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron aburridos discursos, destacando lo
bueno y desprendido que había sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y
abnegación que había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que
había hecho por el desarrollo del pueblo. Una banda tocó “La media vuelta”, el
bolero favorito de papá: Te vas porque yo quiero que te vayas, / a la hora que
yo quiera te detengo, / yo sé que mi cariño te hace falta, / porque quieras o
no yo soy tu dueño. Mamá lloraba, los hermanos de papá lloraban. Sólo mi
hermana no lloraba. Tenía un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente. Con
su vestido negro de una pieza y la larga cabellera castaña recogida en un moño,
era la sobriedad encarnada.
Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy diferente.
LA PUERTA CERRADA, de Edmundo Paz Soldán
Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa; bajo un cielo
azul salpicado de hilos de plata, en la calurosa tarde de este verano
agobiador. El cura ofició una misa conmovedora frente al lujoso ataúd de caoba
y, mientras nos refrescaba a todos con agua bendita, nos convenció una vez más
de que la verdadera vida recién comienza después de ésta. Personalidades del
lugar dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y, secándose el
rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron aburridos discursos, destacando lo
bueno y desprendido que había sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y
abnegación que había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que
había hecho por el desarrollo del pueblo. Una banda tocó “La media vuelta”, el
bolero favorito de papá: Te vas porque yo quiero que te vayas, / a la hora que
yo quiera te detengo, / yo sé que mi cariño te hace falta, / porque quieras o
no yo soy tu dueño. Mamá lloraba, los hermanos de papá lloraban. Sólo mi
hermana no lloraba. Tenía un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente. Con
su vestido negro de una pieza y la larga cabellera castaña recogida en un moño,
era la sobriedad encarnada.
Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy diferente.
4 oct 2016
CONTINUIDAD DE LOS PARQUES, de Julio Cortazar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La
abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la
finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir
con el mayordomo una cuestion de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad
del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante
posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra
vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria
retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la
ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de
irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su
cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales
danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por
la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se
concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en
la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el
amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente
restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no
había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por
un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su
pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por
las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido
desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como
queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro
cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares,
posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo
minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para
que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
28 sept 2016
LADRILLOS DE LA BELLEZA, de Manuel Graña Etcheverry
Dentro de tu cabeza,
Que tiene pocos centímetros de diámetro,
Cabe un megaparsec,
O sea más de tres millones de años de luz,
Y algo más de doscientos mil siriómetros
(y no importa que me haya equivocado
En las cuentas.)
Tú puedes fraccionar esa distancia
En kilómetros, en metros y hasta en micromicrones.
Puedes reducir todas las cosas
A porciones minúsculas:
Los cuerpos a moléculas,
Y a átomos,
Y escandir más allá, hasta mínimas nadas.
También puedes fraccionar los volúmenes
Y expresarlos con números y exponentes.
Puedes desmenuzar
El ritmo de una melodía,
o de un verso,
y reducirlos a esas partes componentes
cuya sucesión te produce
aquella necesidad de retorno de que hablan los
tratadistas.
Pero dime,
23 sept 2016
DISYUNTIVA, de Juana Castro
o chocolate
Es mala la adicción
sin paliativos.
Si algún médico, demonio o alquimista
supiera de mi mal
cosa sería
de andar toda la vida por curarme.
Pues tan solo una droga
con su cárcel
del olvido me salva de la otra
Y así, una vez más, es el conflicto
o me come el amor
o me muero esta noche de bombones.
Que lo disfruten,
Carmen
14 sept 2016
AUTOPSICOGRAFÍA, de Fernando Pessoa
El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que llega a fingir que es dolor
el dolor que de veras siente.
Y los que leen lo que escribe,
en el dolor leído sienten bien,
no los dos que él tuvo
mas sólo el que ellos no tienen.
Y así en los raíles
gira, entreteniendo la razón,
ese tren de cuerda
que se llama el corazón.
Que lo disfruten...Carmen
Finge tan completamente
que llega a fingir que es dolor
el dolor que de veras siente.
Y los que leen lo que escribe,
en el dolor leído sienten bien,
no los dos que él tuvo
mas sólo el que ellos no tienen.
Y así en los raíles
gira, entreteniendo la razón,
ese tren de cuerda
que se llama el corazón.
Que lo disfruten...Carmen
7 sept 2016
ALEJANDRA PIZARNIC ABRE SU CUADERNO DE APUNTES, de Jorge Boccanera
A Jorge Arturo
El hombre que saca la cabeza del agua,
es un pez y se asfixia.
El pez que mete la cabeza en el agua,
es un hombre y se ahoga.
El poeta escribe en la línea del agua,
y se asfixia,
y se ahoga.
ALEJANDRA PIZARNIC ABRE SU CUADERNO DE APUNTES, de Jorge Boccanera
A Jorge Arturo
El hombre que saca la cabeza del agua,
es un pez y se asfixia.
El pez que mete la cabeza en el agua,
es un hombre y se ahoga.
El poeta escribe en la línea del agua,
y se asfixia,
y se ahoga.
31 ago 2016
SONATINA, de Rubén Darìo
La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro;
y en un vaso olvidada se desmaya una flor.
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro;
y en un vaso olvidada se desmaya una flor.
El jardín puebla el triunfo de los pavos reales.
Parlanchina, la dueña dice cosas banales,
y, vestido de rojo, piruetea el bufón.
La princesa no ríe, la princesa no siente;
la princesa persigue por el cielo de Oriente
la libélula vaga de una vaga ilusión.
Parlanchina, la dueña dice cosas banales,
y, vestido de rojo, piruetea el bufón.
La princesa no ríe, la princesa no siente;
la princesa persigue por el cielo de Oriente
la libélula vaga de una vaga ilusión.
¿Piensa acaso en el príncipe de Golconda o de China,
o en el que ha detenido su carroza argentina
para ver de sus ojos la dulzura de luz?
¿O en el rey de las Islas de las Rosas fragantes,
en el que es soberano de los claros diamantes,
o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?
o en el que ha detenido su carroza argentina
para ver de sus ojos la dulzura de luz?
¿O en el rey de las Islas de las Rosas fragantes,
en el que es soberano de los claros diamantes,
o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?
¡Ay! La pobre princesa de la boca de rosa,
quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,
tener alas ligeras, bajo el cielo volar,
ir al sol por la escala luminosa de un rayo,
saludar a los lirios con los versos de Mayo,
o perderse en el viento sobre el trueno del mar.
quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,
tener alas ligeras, bajo el cielo volar,
ir al sol por la escala luminosa de un rayo,
saludar a los lirios con los versos de Mayo,
o perderse en el viento sobre el trueno del mar.
Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata,
ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata,
ni los cisnes unánimes en el lago de azur.
Y están tristes las flores por la flor de la corte,
los jazmines de Oriente, los nelumbos del Norte,
de Occidente las dalias y las rosas del Sur.
ni el halcón encantado, ni el bufón escarlata,
ni los cisnes unánimes en el lago de azur.
Y están tristes las flores por la flor de la corte,
los jazmines de Oriente, los nelumbos del Norte,
de Occidente las dalias y las rosas del Sur.
17 ago 2016
MUJERES DE OJOS GRANDES, de Ángeles Mastretta
Cuando la tía Carmen se enteró que su marido había caído preso de otros
perfumes y otro abrazo, sin más ni más le dio por muerto. Porque no en balde
había vivido con él quince años, se lo sabía al derecho y al revés, y en la
larga y ociosa lista de sus cualidades y defectos nunca había salido a relucir
su vocación de mujeriego. La tía siempre estuvo segura que antes de tomarse la
molestia de serlo, su marido tendría que morirse. Que volviera a medio aprender
las manías, los cumpleaños, las precisas aversiones e ineludibles adicciones de
otra mujer, parecía que imposible. Su marido podía perder el tiempo y
desvelarse fuera de la casa jugando cartas y recomponiendo las condiciones
políticas de la política misma, pero gastarlo en entenderse con otra señora, en
complacerla, en oírla, eso era tan increíble como insoportable. De todos modos,
el chisme es el chisme y a ella le dolió como una maldición aquella verdad
incierta. Así que, tras ponerse de luto y actuar frente a él como si no lo
viera, empezó a no pensar más en sus camisas, sus trajes, el brillo de sus
zapatos, sus pijamas, su desayuno y poco a poco hasta sus hijos. Lo borró del
mundo con tanta precisión, que no sólo su suegra y su cuñada, sino hasta su
misma madre estuvieron de acuerdo que debían llevarla a un manicomio.
11 ago 2016
LA MJUER DE OTRO, de Abelardo Castillo
Supongo que siempre lo
supe; un día yo iba a terminar llamando a esa puerta. Ese día fue esta noche.
La casa es más o menos como
la imaginaba, una casa de barrio, en Floresta, con un jardín al frente, si es
que se le puede llamar jardín a un pequeño rectángulo enrejado en el que apenas
caben una rosa china y dos o tres canteros, cubiertos ahora de maleza. No sé
por qué digo ahora. Pudieron haber estado siempre así. Hay un enano de jardín,
esto sí que no me lo imaginaba. El marido de Carolina me contó que lo había
comprado ella misma, un año atrás. Carolina había llegado en taxi, una noche de
lluvia; dejó el automóvil esperando en la calle y entró en la casa como una
tromba. Tengo un auto en la puerta y me quedé sin plata, le dijo, págale por
favor y de paso bajá el paquete con el enano.
-Usted la conoció bastante
-me dijo él, y yo no pude notar ninguna doble intención en sus palabras-. Ya
sabe cómo era ella.
Le contesté la verdad. Era
difícil no contestarle la verdad a ese hombre triste y afable. Le contesté que
no estaba seguro de haberla conocido mucho.
-Eso es cierto -dijo él,
pensativo-. No creo que haya habido nadie que la conociera realmente. -Sonrió,
sin resentimiento. -Yo, por lo menos, no la conocí nunca.
Pero esto fue mucho más
tarde, al irme; ahora estábamos sentados en la cocina de la casa y no haría
media hora que nos habíamos visto las caras por primera vez. Carolina me lo
había nombrado sólo en dos o tres ocasiones, como si esa casa con todo lo que
había dentro, incluido él, fueran su jardín secreto, un paraíso trivial o
alguna otra cosa a la que yo no debía tener acceso. Esta noche yo había llegado
hasta allí como mandado por una voluntad maligna y ajena.
Desde hacía meses rondaba el barrio, y esta noche, sencillamente, toqué el timbre.
Él salió a abrirme en pijama, con un sobretodo echado de cualquier modo sobre los hombros. Le dije mi nombre. No se sorprendió, al contrario. Hubiera podido jurar que mi visita no era lo peor que podía pasarle.
Desde hacía meses rondaba el barrio, y esta noche, sencillamente, toqué el timbre.
Él salió a abrirme en pijama, con un sobretodo echado de cualquier modo sobre los hombros. Le dije mi nombre. No se sorprendió, al contrario. Hubiera podido jurar que mi visita no era lo peor que podía pasarle.
-Perdóneme el aspecto -dijo
él-. Estoy solo y no esperaba a nadie.
3 ago 2016
LA CASA DE LAS BELLAS DURMIENTES, de Yasunari Kawabata
No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano
Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la muchacha
dormida ni intentar nada parecido. Había esta habitación, de unos cuatro metros
cuadrados, y la habitación contigua, pero al parecer no había más habitaciones
en el piso superior; y como la planta baja resultaba demasiado reducida para
alojar huéspedes, el lugar apenas podía llamarse una posada. Probablemente porque
su secreto no lo permitía, el portal no ostentaba ningún letrero. Todo era
silencio. Tras serle franqueado el portal cerrado con llave, el viejo Eguchi
sólo había visto a la mujer con quien ahora estaba hablando. Era su primera
visita. Ignoraba si se trataba de la propietaria o de una criada. Era mejor no
hacer preguntas. La mujer, baja y de unos cuarenta y cinco años, tenía una voz
juvenil, y daba la impresión de haber cultivado especialmente una actitud seria
y formal. Los labios delgados apenas se abrían cuando hablaba. No miraba a
Eguchi con frecuencia. Algo en sus ojos oscuros minaba las defensas de éste, y
parecía muy segura de sí misma. Preparó el té con una tetera de hierro sobre el
brasero de bronce. Las hojas de té y la calidad de la infusión eran
asombrosamente buenas para el lugar y la ocasión -con objeto de tranquilizar al
viejo Eguchi. En la alcoba pendía un cuadro de Kawai Gyokudö, probablemente una
reproducción, de una aldea de montaña al calor de las hojas otoñales. Nada
sugería que la habitación albergara secretos insólitos. -Y le ruego que no intente
despertarla, aunque no podría, hiciera lo que hiciese. Está profundamente
dormida y no se da cuenta de nada -la mujer lo repitió-: Continuará dormida y
no se daría cuenta de nada, desde el principio hasta el fin. Ni siquiera de
quién ha estado con ella. No debe usted preocuparse. Eguchi no mencionó las
dudas que empezaban a acometerle. -Es una joven muy bonita. Sólo admito
huéspedes en quienes pueda confiar. Cuando Eguchi desvió la vista, la fijó en
su reloj de pulsera. -¿Qué hora es? -Las once menos cuarto. -No me sorprende.
Los caballeros ancianos gustan de acostarse pronto y levantarse temprano. Así
pues, cuando quiera. La mujer se puso de pie y abrió la cerradura de la
habitación contigua. Utilizó la mano izquierda. No había nada notable en este
acto, pero Eguchi retuvo el aliento mientras la miraba. Ella echó una mirada a
la otra habitación. Sin duda estaba acostumbrada a mirar por las puertas, y no
había nada extraño en la espalda que daba a Eguchi. No obstante, parecía
extraña. Había un pájaro grande y raro en el nudo de su obi. Ignoraba de qué
especie podía tratarse. ¿Por qué habrían puesto ojos y pies tan realistas en un
pájaro estilizado? No era que el ave fuese inquietante por sí misma, sólo que
el diseño era malo; pero si había que atribuir algo inquietante a la espalda de
la mujer, se encontraba allí, en el pájaro. El fondo era amarillo pálido, casi
blanco. La habitación contigua parecía débilmente iluminada. La mujer cerró la
puerta sin dar la vuelta a la llave, y colocó ésta sobre la mesa, frente a
Eguchi. Nada en su actitud, ni en el tono de su voz, sugería que había
inspeccionado una habitación secreta. -Aquí esta la llave. Espero que duerma
bien. Si le cuesta conciliar el sueño, encontrará un sedante junto a la
almohada. -¿Tiene algo de beber? -No dispongo de alcohol. -¿Ni siquiera puedo
tomar un trago para dormirme? -No. -¿Ella está en la habitación contigua? -Sí,
dormida y esperándole. -¡Oh! Eguchi estaba un poco sorprendido. ¿Cuándo había
entrado la muchacha en la habitación contigua? ¿Desde cuándo estaría dormida?
¿Acaso la mujer había abierto la puerta para asegurarse de que estaba dormida?
Eguchi sabía por un viejo conocido que frecuentaba el lugar que había una
muchacha esperando, dormida, y que no se despertaría; pero ahora que se encontraba
aquí parecía incapaz de creerlo. -¿Dónde quieres desnudarse? -la mujer parecía
dispuesta a ayudarle. Él guardó silencio-. Escuche las olas. Y el viento.
-¡Olas?
27 jul 2016
TU MÁS PROFUNDA PIEL, de Julio Cortázar
Cada memoria
enamorada guarda sus magdalenas y la mía -sábelo, allí donde estés- es el
perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu
más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las
gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa, en los dedos y
que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo de
delicia para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco
velamen de las sábanas.
No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacía de tu rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me vuelves desnuda y volcada, nuestro planeta más preciso fue esa cama donde lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada pozo, cada río, cada colina y cada llano los hallamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.
Yo aprendía contigo lenguajes paralelos:
21 jul 2016
LA NOCHE DE LOS FEOS, de Mario Benedetti
1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo
hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa
marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi
adolescencia.Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de
justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la
belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de
resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que
enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea
la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de
nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine,
12 jul 2016
LOS AMANTES BAJO EL DANUBIO, Federico Andahazi
fragmento...
Desde la primera conversación puede
anticiparse todo lo que ocurrirá entre un hombre y una mujer. Ambos sabrán qué
los atrae y qué los rechaza. Advertirán los resquicios del espíritu donde puede
anidar el amor; la indiferencia o, incluso, más tarde, el odio. En la primera
charla se verán las coincidencias y las diferencias más elementales: la
condición social, las creencias, la fe religiosa, las tradiciones, las
rebeliones contra el dogma familiar e, incluso, podrá mirarse más allá del
follaje y la hojarasca del árbol genealógico.
Todo aparece claramente expuesto en el
primer encuentro. Los rasgos, las expresiones, los gestos, los leves matices en
el color de los ojos, las bellezas y las fealdades, los pequeños defectos
físicos, las concavidades y las convexidades de la anatomía, el talle, el modo
de sonreír, de mirar, de afirmar y de negar; se sospecharán las virtudes, las
miserias y los vicios; quedará en evidencia aquello que, con el correr del
tiempo, determinará el nacimiento, el cenit, el ocaso e, incluso, el fin de una
relación entre un hombre y una mujer. Todo esto se ve con claridad meridiana en
la primera conversación. Uno, o acaso ambos, pueden cerrar los ojos y decidir
clausurar ese examen preliminar. Pero como en una bola de cristal, ya se ha
visto lo que habrá de suceder.
El otro nunca engaña; es uno quien decide
engañarse a sí mismo y construye al otro a su imagen y semejanza. Este engaño
puede durar un instante, un tiempo más o menos extenso o, acaso, toda una vida.
Pero cuando el amor desaparece o, por la razón que fuere, el vínculo entre un
hombre y una mujer se disuelve, ninguno de los dos podrá declararse la víctima
de un engaño.
Igual que las obras arquitectónicas,
6 jul 2016
EL MUNDO ES GRANDE, de Carlos Drummond de Andrade
El mundo
es grande y cabe
en esta
ventana sobre el mar.
El mar es
grande y cabe
en la cama
y en el colchón de amar.
El amor es
grande y cabe
en el
breve espacio de besar.
Que lo disfruten,
Carmen
27 jun 2016
LA SENTENCIA, de Wu Ch'eng-en
Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de
su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en
flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el
suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al
día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del
emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.
Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no
estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día
entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que
jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó
dormido.
Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes,
que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los
pies del emperador y gritaron:
-¡Cayó del cielo!
Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó:
-Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así.
20 jun 2016
ASIENTO 54, de Lily Chavez
Inclinado el cuerpo
la mirada
la mujer sube al colectivo
a duras penas
no puede con el dolor extenuante
que le aturde el cuerpo
suben los nietos
con sus bultos de infancia
la hija de cuarenta sujetando
el cansancio
depositan a la mujer en el asiento 54
a duras penas
a pena interminable
nadie sabe cómo interrumpir la imagen
(la solidaridad es una justicia
que se cubre los ojos)
10 jun 2016
ANTE LA LEY, de Franz Kafka

—Tal vez —dice el centinela—
pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está
abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se
inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
—Si tu deseo es tan grande haz
la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso.
Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes,
cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no
puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto
estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa,
pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y
aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene mas
esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la
puerta.
Allí espera días y años.
Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con
frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su
país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de
los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo
entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica
todo, por valioso que sea para sobornar al guardián. Este acepta todo, en
efecto, pero le dice:
—Lo acepto para que no creas
que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el
hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le
parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala
suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para si. Retorna a la infancia, y como en su
cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las
pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan
al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay
menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad
distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le
queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos
largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no
ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la
muerte comienza a endurecer su cuerpo.
4 jun 2016
¿DÓNDE VAS? ¿DÓNDE ESTUVISTE? de Joyce Carol Oates
Para Bob Dylan
Se llamaba Connie. Tenía
quince años y la costumbre rápida, risueña y nerviosa de estirar el cuello para
mirarse en un espejo al pasar, o de investigar las caras de los demás para
asegurarse de que la suya estaba bien. Su madre, que se daba cuenta de todo y
lo sabía todo y que no tenía muchas razones para seguir mirando su propia cara,
siempre la regañaba por eso. “Deja de pavear. ¿Quién te crees que eres? ¿Te
crees tan bonita?”, le decía. Connie arqueaba las cejas frente a esa queja
conocida y la miraba como si fuera invisible, la mirada perdida en una visión
oscura de sí misma tal cual era en ese momento: sabía que era bonita y no había
más que hablar. Su madre lo había sido también en algún momento, si podías
creerle a esas fotos viejas del álbum, pero ahora su atractivo se había ido y
por eso siempre se ensañaba con Connie.
“¿Por qué no puedes
mantener tu cuarto limpio como tu hermana? ¿Con qué te peinaste? ¿Qué es eso
que huele tan mal? ¿Espray de cabello? No veo a tu hermana usando esa basura.”
Su hermana June tenía
veinticuatro años y todavía vivía en casa. Era una de las secretarias en la
escuela secundaria de Connie, y como si eso no fuera suficiente —tenerla en el
mismo edificio—, June era tan poco atractiva y gorda y predecible que Connie
tenía que oír el sinfín de elogios que le dedicaban su madre y sus tías. June
hizo esto, y aquello, y June ahorró dinero y ayudó a limpiar la casa y cocinó y
Connie no hizo nada; claro, con esa mente llena de sueños baratos que tiene. Su
padre estaba en el trabajo todo el día hasta tarde, y cuando llegaba a casa
quería cenar y leer el periódico en la mesa y después irse derecho a la cama.
No se molestaba mucho en hablar con ellas; pero alrededor de su cabeza
inclinada sobre el periódico su madre la seguía asediando hasta que Connie
deseaba que se muriera y morirse ella misma y que todo se terminara de una
buena vez. “Me dan ganas de vomitar a veces”, se quejaba con sus amigos. Tenía
una voz aguda, divertida, sin pausas para respirar, que hacía que todo lo que
decía sonara un poco forzado, sin importar si era sincero o no.
Al menos una cosa estaba
bien: June salía mucho con sus amigas, chicas tan poco atractivas y gordas como
ella, con lo que al menos su madre no le ponía peros cuando Connie quería hacer
lo mismo. El padre de su mejor amiga las llevaba en el coche las tres millas
hasta el pueblo, y las dejaba en un centro comercial para que pudieran recorrer
las tiendas o ir al cine, y cuando volvía a recogerlas a las once de la noche
nunca se preocupaba en preguntar qué habían hecho.
Deben haber sido una
visión conocida, paseando por el centro comercial en sus pantalones cortos y
zapatillas chatas de bailarina chocando contra la acera, sus pulseras de
colgantes tintineando en sus muñecas delgadas; inclinándose una sobre el oído
de la otra para susurrar y reírse en secreto cuando pasaba alguien que les
divertía o interesaba. Connie tenía el pelo largo y rubio oscuro que atraía las
miradas de todos, parte recogido en un gran bucle sobre su cabeza, el resto
cayendo sobre su espalda. Llevaba una blusa de jersey sin botones que se veía
de una manera en casa y de otra totalmente distinta afuera. Todo acerca de
Connie tenía dos caras, una para su casa y otra para cualquier otro lugar que
no lo fuera: su manera de caminar, a veces infantil, como rebotando, a veces
bastante lánguida como para que alguien pensara que estaba escuchando música en
su cabeza; su boca, pálida y en una mueca un poco sarcástica la mayor parte del
tiempo, y que se volvía brillante y rosada durante estas salidas nocturnas; su
risa, cínica y cansina en casa —Ja, ja, muy gracioso— pero aguda y nerviosa en
cualquier otro lugar, como el tintineo de los dijes de su pulsera.
A veces iban de compras o
al cine, pero otras veces cruzaban la carretera, esquivando rápidamente los
coches de la calle transitada, a un restaurante drive-in donde iban los chicos
más grandes. El restaurante tenía la forma de una enorme botella, aunque más
chato y ancho que una botella real, y sobre el tapón giraba la figura de un
niño sonriente sosteniendo una hamburguesa en alto. Una noche de verano
cruzaron, quedándose sin aliento por su propia audacia, y enseguida alguien se
asomó por la ventanilla de un coche y las invitó a subir, pero era solo un
muchacho de la escuela que no les gustaba. Les hizo sentir bien poder
ignorarlo. Siguieron a través del laberinto de coches en movimiento y
estacionados hasta el restaurante muy iluminado y lleno de moscas, sus rostros
satisfechos y expectantes, como si entraran en un edificio sagrado irguiéndose
frente a la noche para darles el refugio y la bendición que anhelaban. Se
sentaron al mostrador, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, sus
pequeños hombros rígidos de la emoción, y escucharon la música que hacía que
todo estuviera bien: la música siempre en el fondo, como en misa; algo en lo
que se podía confiar.
Un chico llamado Eddie
entró para hablar con ellas.
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