Cuando la tía Carmen se enteró que su marido había caído preso de otros
perfumes y otro abrazo, sin más ni más le dio por muerto. Porque no en balde
había vivido con él quince años, se lo sabía al derecho y al revés, y en la
larga y ociosa lista de sus cualidades y defectos nunca había salido a relucir
su vocación de mujeriego. La tía siempre estuvo segura que antes de tomarse la
molestia de serlo, su marido tendría que morirse. Que volviera a medio aprender
las manías, los cumpleaños, las precisas aversiones e ineludibles adicciones de
otra mujer, parecía que imposible. Su marido podía perder el tiempo y
desvelarse fuera de la casa jugando cartas y recomponiendo las condiciones
políticas de la política misma, pero gastarlo en entenderse con otra señora, en
complacerla, en oírla, eso era tan increíble como insoportable. De todos modos,
el chisme es el chisme y a ella le dolió como una maldición aquella verdad
incierta. Así que, tras ponerse de luto y actuar frente a él como si no lo
viera, empezó a no pensar más en sus camisas, sus trajes, el brillo de sus
zapatos, sus pijamas, su desayuno y poco a poco hasta sus hijos. Lo borró del
mundo con tanta precisión, que no sólo su suegra y su cuñada, sino hasta su
misma madre estuvieron de acuerdo que debían llevarla a un manicomio.
Y allá fue a dar, sin oponerse demasiado. Los niños se quedaron en casa de
su prima Fernanda quien por esas épocas tenía tantos líos en el corazón que
para ventilarlo dejaba las puertas abiertas y todo el mundo podía meterse a
pedirle favores y cariño sin tocar siquiera.
Tía Fernanda era la única visita de
tía Carmen en el manicomio. La única, aparte de su madre, quien por lo demás
hubiera podido quedarse ahí también porque no dejaba de llorar por sus nietos y
se comía las uñas, a los sesenta y cinco años, desesperada porque su hija no
había tenido el valor y la razón necesarios para quedarse junto a ellos, como
si no hicieran lo mismo todos los hombres.
La tía Fernanda que por esas épocas
vivía en el trance de amar a dos señores al mismo tiempo, iba al manicomio
segura que con un tornillito que se le moviera podría quedarse ahí por más de
cuatro razones suficientes. Así que para no correr el riesgo llevaba siempre
muchos trabajos manuales con los que entretenerse y entretener a su infeliz
prima Carmen.
Al principio, como la tía Carmen
estaba ida y torpe, lo único que hacían era meter cien cuentas en un hilo y
cerrar el collar que después se vendería en a tienda destinada para ganar
dinero para las locas pobres de San Cosme. Era un lugar terrible en el que
ningún cuerdo seguía siéndolo más de diez minutos. Contando cuentas fue que la
tía Fernanda no soportó más y le dijo a la tía Carmen de su pesar también
espantoso.
- Se pena porque faltan o porque
sobran. Lo que devasta es la norma. Se ve mal tener menos de un marido, pero
para tu consuelo se ve peor tener más de uno. Como si el cariño se gastara. El
cariño no se gasta, Carmen – dijo la tía Fernanda-. Y tú no estás más loca que
yo. Así que vámonos yendo de aquí.
La sacó esa misma tarde del
manicomio.
Fue así como la tía Carmen quedó
instalada en casa de su prima Fernanda y volvió a la calle y a sus hijos.
Habían crecido tanto en seis meses, que de sólo verlos recuperó la mitad de su
cordura ¿Cómo había podido perderse tantos días de esos niños? Jugó con ellos a
ser caballo, vaca, reina, perro, hada madrina, toro y huevo podrido. Se le
olvidó que eran hijos del difunto, como llamaba a su marido, y en la noche
durmió por primera vez igual que una adolescente.
Ella y Tía Fernanda conversaban en
las mañanas. Poco a poco fue recordando como guisar un arroz colorado y cuantos
dientes de ajo lleva la salsa de spaguetti. Un día pasó horas bordando la
sentencia que aprendió de una loca en el manicomio y a la que esa mañana le
encontró sentido: “No arruines el presente lamentándote por el pasado ni
preocupándote por el futuro”. Se la regaló a su prima con un beso en el que
había más compasión que agradecimiento puro.
- Debe ser extenuante querer doble –
pensaba, cuando veía a Fernanda quedarse dormida como un gato en cualquier
rincón y a cualquier hora del día. Una de esas veces, mirándola dormir, como
quien por fin respira para sí. Revivió a su marido y se encontró murmurando.
- Pobre Manuel.
Al día siguiente, amaneció empeñada
en cantar Para quererte a ti, y tras vestir y peinar a los niños, con la misma
eficiencia de sus buenos tiempos, los mandó al colegio y dedicó tres horas a
encremarse, cepillar su pelo, enchinarse las pestañas, escoger un vestido entre
diez de los que Fernanda le ofreció.
- Tienes razón - le dijo -. El
cariño no se gasta. No se gasta el cariño. Por eso Manuel me dijo que me quería
tanto como a la otra. ¡Qué horror! Pero también: qué me importa, que hago yo
vuelta loca con los chismes, si estaba yo en mi casa haciendo buenos ruidos, ni
uno más ni menos de los que me asignó la Divina Providencia. Si Manuel tiene
para más, Dios lo bendiga. Yo no quería más, Fernanda. Pero tampoco menos. Ni
uno menos.
Echó todo ese discurso mientras
Fernanda le recogía el cabello y le ensartaba un hilo de oro en cada oreja.
Luego se fue a buscar a Manuel para avisarle que en su casa habría sopa al
medio día y a cualquier hora de la noche. Manuel conoció entonces la boca más
ávida y la mirada más cuerda que había visto jamás.
Comieron sopa.
Que lo disfruten,
Carmen
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