No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano
Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la muchacha
dormida ni intentar nada parecido. Había esta habitación, de unos cuatro metros
cuadrados, y la habitación contigua, pero al parecer no había más habitaciones
en el piso superior; y como la planta baja resultaba demasiado reducida para
alojar huéspedes, el lugar apenas podía llamarse una posada. Probablemente porque
su secreto no lo permitía, el portal no ostentaba ningún letrero. Todo era
silencio. Tras serle franqueado el portal cerrado con llave, el viejo Eguchi
sólo había visto a la mujer con quien ahora estaba hablando. Era su primera
visita. Ignoraba si se trataba de la propietaria o de una criada. Era mejor no
hacer preguntas. La mujer, baja y de unos cuarenta y cinco años, tenía una voz
juvenil, y daba la impresión de haber cultivado especialmente una actitud seria
y formal. Los labios delgados apenas se abrían cuando hablaba. No miraba a
Eguchi con frecuencia. Algo en sus ojos oscuros minaba las defensas de éste, y
parecía muy segura de sí misma. Preparó el té con una tetera de hierro sobre el
brasero de bronce. Las hojas de té y la calidad de la infusión eran
asombrosamente buenas para el lugar y la ocasión -con objeto de tranquilizar al
viejo Eguchi. En la alcoba pendía un cuadro de Kawai Gyokudö, probablemente una
reproducción, de una aldea de montaña al calor de las hojas otoñales. Nada
sugería que la habitación albergara secretos insólitos. -Y le ruego que no intente
despertarla, aunque no podría, hiciera lo que hiciese. Está profundamente
dormida y no se da cuenta de nada -la mujer lo repitió-: Continuará dormida y
no se daría cuenta de nada, desde el principio hasta el fin. Ni siquiera de
quién ha estado con ella. No debe usted preocuparse. Eguchi no mencionó las
dudas que empezaban a acometerle. -Es una joven muy bonita. Sólo admito
huéspedes en quienes pueda confiar. Cuando Eguchi desvió la vista, la fijó en
su reloj de pulsera. -¿Qué hora es? -Las once menos cuarto. -No me sorprende.
Los caballeros ancianos gustan de acostarse pronto y levantarse temprano. Así
pues, cuando quiera. La mujer se puso de pie y abrió la cerradura de la
habitación contigua. Utilizó la mano izquierda. No había nada notable en este
acto, pero Eguchi retuvo el aliento mientras la miraba. Ella echó una mirada a
la otra habitación. Sin duda estaba acostumbrada a mirar por las puertas, y no
había nada extraño en la espalda que daba a Eguchi. No obstante, parecía
extraña. Había un pájaro grande y raro en el nudo de su obi. Ignoraba de qué
especie podía tratarse. ¿Por qué habrían puesto ojos y pies tan realistas en un
pájaro estilizado? No era que el ave fuese inquietante por sí misma, sólo que
el diseño era malo; pero si había que atribuir algo inquietante a la espalda de
la mujer, se encontraba allí, en el pájaro. El fondo era amarillo pálido, casi
blanco. La habitación contigua parecía débilmente iluminada. La mujer cerró la
puerta sin dar la vuelta a la llave, y colocó ésta sobre la mesa, frente a
Eguchi. Nada en su actitud, ni en el tono de su voz, sugería que había
inspeccionado una habitación secreta. -Aquí esta la llave. Espero que duerma
bien. Si le cuesta conciliar el sueño, encontrará un sedante junto a la
almohada. -¿Tiene algo de beber? -No dispongo de alcohol. -¿Ni siquiera puedo
tomar un trago para dormirme? -No. -¿Ella está en la habitación contigua? -Sí,
dormida y esperándole. -¡Oh! Eguchi estaba un poco sorprendido. ¿Cuándo había
entrado la muchacha en la habitación contigua? ¿Desde cuándo estaría dormida?
¿Acaso la mujer había abierto la puerta para asegurarse de que estaba dormida?
Eguchi sabía por un viejo conocido que frecuentaba el lugar que había una
muchacha esperando, dormida, y que no se despertaría; pero ahora que se encontraba
aquí parecía incapaz de creerlo. -¿Dónde quieres desnudarse? -la mujer parecía
dispuesta a ayudarle. Él guardó silencio-. Escuche las olas. Y el viento.
-¡Olas?
-Buenas noches -la mujer le dejó. Una vez solo, Eguchi contempló la
habitación, desnuda y sin artilugios. Su mirada se posó en la puerta de la
habitación contigua. Era de cedro, de un metro de anchura. Parecía haber sido
añadida después de la construcción de la casa. También la pared, si se
examinaba bien, parecía un antiguo tabique corredizo, ahora tapado para formar
la cámara secreta de las bellas durmientes. El color era igual que el de las
otras paredes, pero parecía más reciente. Eguchi cogió la llave, después de
hacerlo, debería haberse dirigido a la otra habitación; pero permaneció sentado.
Lo que había dicho la mujer era cierto: las olas sonaban con violencia. Era
como si rompieran contra un alto acantilado, y como si la pequeña casa
estuviera en el mismo borde. El viento traía el sonido del invierno inminente,
tal vez debido a la casa misma, tal vez debido a algo que había en el viejo
Eguchi. No obstante, el calor del único brasero resultaba suficiente. El
distrito era cálido. El viento no parecía barrer las hojas. Al haber llegado
tarde, Eguchi no había visto en qué clase de paisaje se asentaba la casa; pero
se notaba el olor del mar. El jardín era grande en relación con el tamaño de la
casa, y contenía un número considerable de grandes pinos y arces. Las agujas de
los pinos se perfilaban con fuerza contra el cielo. Probablemente la casa había
sido una villa campestre. Con la llave todavía en la mano, Eguchi encendió un
cigarrillo. Dio una o dos chupadas y lo apagó; pero fumó otro hasta el final.
No era tanto porque se estuviera ridiculizando a sí mismo por su ligera
aprensión como por el hecho de sentir un vacío desagradable. Solía tomar un
poco de whisky antes de acostarse. Tenía un sueño precario, con tendencia a las
pesadillas. Una poetisa muerta de cáncer en su juventud había dicho en uno de
sus poemas que para ella, en las noches de insomnio, “la noche ofrece sapos,
perros negros y cadáveres de ahogados”. Era un verso que Eguchi no podía
olvidar. Al recordarlo ahora se preguntó si la muchacha dormida -no,
narcotizada- de la habitación contigua podría ser como el cadáver de un ahogado;
y vaciló un poco en acudir a su lado. No le habían dicho cómo la sumían en el
sueño. En cualquier caso, estaría en un letargo anormal, sin conciencia de
cuanto ocurriera a su alrededor, y por ellos podría tener la piel opaca y
plomiza de una persona atiborrada de drogas. Podría tener ojeras oscuras y
marcarse sus costillas bajo una piel reseca y marchita. O podría estar fría,
hinchada, tumefacta. Podría roncar ligeramente, con los labios abiertos,
dejando entrever unas encías violáceas. Durante sus sesenta y siete años el
viejo Eguchi había pasado noches ingratas con mujeres. De hecho, las noches
ingratas eran las más difíciles de olvidar. Lo desagradable no tenía nada que
ver con el aspecto de las mujeres, sino con sus tragedias, sus vidas
frustradas. A su edad, no quería añadir al historial otro episodio semejante.
De este modo discurrían sus pensamientos, al borde de la aventura. Pero, ¿podía
haber algo más desagradable que un viejo acostado durante toda la noche junto a
una muchacha narcotizada, inconsciente? ¿No habría venido a esta casa buscando
lo sumo en la fealdad de la vejez? La mujer había hablado de huéspedes en
quienes podía confiar. Al parecer todos cuanto venían a esta casa eran dignos
de confianza. El hombre que le habló a Eguchi de la casa era tan viejo que ya
había dejado de ser hombre. Parecía pensar que Eguchi había alcanzado el mismo
grado de senilidad. La mujer de la casa, probablemente porque estaba
acostumbrada a hacer tratos sólo con hombres tan ancianos, no había mirado a
Eguchi con piedad ni indiscreción. Puesto que era capaz todavía de sentir goce,
aún no era un huésped digno de confianza; pero podía llegar a serlo, debido a
sus sentimientos en aquel momento, al lugar y a su compañera. La fealdad de la
vejez le estaba acosando. También para él, pensó, estaban próximas las tristes
circunstancias de los otros huéspedes. El hecho de que estuviera aquí ya lo
indicaba. Y por ello no tenía intención de violar las desagradables y tristes
restricciones impuestas a los viejos. No tenía intención de violarlas, y no lo
haría. Aunque podía llamarse un club secreto, el número de sus ancianos
miembros parecía reducido. Eguchi no había venido a descubrir sus pecados ni a
husmear en sus prácticas secretas. Su curiosidad distaba de ser fuerte, porque
ya la tristeza de la vejez se cernía también sobre él. -Algunos caballeros
dicen que tienen sueño felices cuando vienen aquí -había dicho la mujer-. Otros
dicen que recuerdan lo que sentían cuando eran jóvenes. Ni siquiera entonces
apareció en el rostro de Eguchi una leve sonrisa. Puso las manos sobre la mesa
y se levantó. Se encamino hacia la puerta de cedro. -¡Ah! Eran las cortinas de
terciopelo carmesí. El carmesí era aún más profundo bajo la luz tenue. Parecía
como si una delgada capa de luz flotara ante las cortinas, y él se estuviera
introduciendo en un fantasma. Había cortinas en las cuatro paredes y también en
la puerta, pero aquí estaban recogidas hacia un lado. Cerró la puerta con
llave, dejó caer la cortina y miró a la muchacha. Ésta no fingía. Su respiración
era la de un sueño profundo. Eguchi contuvo el aliento; era más hermosa de lo
que había esperado. Y su belleza no constituía la única sorpresa. También era
joven. Estaba acostada sobre el lado izquierdo, con el rostro vuelto hacia él.
No podía ver su cuerpo, pero no debía de tener ni veinte años. Era como si otro
corazón batiese sus alas en el pecho del anciano Eguchi. Su mano derecha y la
muñeca estaban al borde de la colcha. El brazo izquierdo parecía extendido
diagonalmente sobre la colcha. El pulgar derecho se ocultaba a medias bajo la
mejilla. Los dedos, sobre la almohada y junto a su rostro, estaban ligeramente
curvados en la suavidad del sueño, aunque no lo suficiente para esconder los
delicados huecos donde se unían a la mano. La cálida rojez se intensificaba de
modo gradual desde la palma a las yemas de los dedos. Era una mano suave, de
una blancura resplandeciente. -¿Estás dormida? ¿Vas a despertarte? Era como si
lo preguntara con objeto de poder tocarle la mano. La tomó en la suya y la sacudió.
Sabía que ella no abriría los ojos. Con su mano todavía en la suya, contempló
su rostro. ¿Qué clase de muchacha sería? Las dejas estaban libres de
cosméticos, las pestañas bajadas eran regulares. Olió la fragancia del cabello
femenino. Al cabo de unos momentos el sonido de las olas se incrementó, porque
el corazón de Eguchi había sido cautivado. Se desnudó con decisión. Al observar
que la luz venía de arriba, levantó la vista. La luz eléctrica procedía de dos
claraboyas cubiertas con papel japonés. Como si tuviera más compostura de la
que era capaz, se preguntó si era una luz que acentuaba el carmesí del
terciopelo y si la luz del terciopelo daba a la piel de la muchacha el aspecto
de un bello fantasma; pero el color no era lo bastante fuerte para reflejarse
en su piel. Ya se había acostumbrado a la luz. Era demasiado intensa para él,
habituado a dormir en la oscuridad, pero al parecer no podía apagarse. Vio que
la colcha era de buena calidad. Se deslizó quedamente bajo ella, temeroso de
que la muchacha, aunque sabía que seguiría durmiendo, se despertara. Parecía
estar totalmente desnuda. No hubo reacción, ningún encogimiento de hombros ni
torsión de las caderas como sugerencia de que ella notaba su presencia. Era un
muchacha joven, y por muy profundo que fuera su sueño, debería haber una
especie de reacción rápida. Pero él sabía que éste no era un sueño normal. Este
pensamiento le impidió tocarla cuando estiró las piernas. Ella tenía la rodilla
algo adelantada, obligando a las piernas de Eguchi a una posición difícil. No
necesitó inspeccionar para saber que ella no estaba ala defensiva, que no tenía
la rodilla derecha apoyada sobre la izquierda. La rodilla derecha se encontraba
hacia atrás y la pierna estirada. En esta posición sobre el lado izquierdo, el
ángulo de los hombros y el de las caderas parecían en desacuerdo, debido a la
inclinación del torso. No daba la impresión de ser muy alta. Los dedos de la
mano que el viejo Eguchi sacudió suavemente también estaban sumidos en profundo
sueño. La mano descansaba tal como él la dejara. Cuando tiró la almohada hacia
atrás, la mano cayó. Contempló el codo que estaba sobre la almohada. “Como si
estuviera vivo”, murmuró para sus adentros. Por supuesto que estaba vivo, y su
única intención era observar su belleza; pero una vez pronunciadas, las
palabras adquirieron un tono siniestro. Aunque esta muchacha sumida en el sueño
no había puesto fin a las horas de su vida, ¿acaso no las había perdido,
abandonándolas a profundidades insondables? No era una muñeca viviente, pues no
podía haber muñecas vivientes; pero, para que no se avergonzara de un viejo que
ya no era hombre, había sido convertida en juguete viviente. No, un juguete,
no: para los viejos podía ser la vida misma. Semejante vida era, tal vez, una
vida que podía tocarse con confianza. Para los ojos cansados y présbitas de
Eguchi, la mano vista de cerca era aún más suave y hermosa. Era suave al tacto,
pero no podía ver la textura. Los ojos cansados advirtieron que en los lóbulos
de las orejas había el mismo matiz rojo, cálido y sanguíneo, que se intensifica
hacia las yemas de los dedos. Podía ver las orejas indicaba la frescura de la
muchacha con una súplica que le llegó al alma. Eguchi se había encaminado hacia
esta casa secreta inducido por la curiosidad, pero sospechaba que hombres más
seniles que él podían acudir aquí con una felicidades y una tristeza todavía
mayores. El cabello de la muchacha era largo, probablemente para los ancianos
jugaran con él. Apoyándose de nuevo sobre la almohada, Eguchi lo apartó para
descubrir la oreja. El cabello de detrás de la oreja tenía un resplandor
blanco. El cuello y el hombro eran también jóvenes y frescos; aún no mostraban
la plenitud de la mujer. Echó una mirada a la habitación. En la caja sólo había
sus propias ropas; no se veía rastro alguno de las de la muchacha. Tal vez la
mujer se las había llevado, pero Eguchi tuvo un sobresalto al pensar que la
muchacha podía haber entrado desnuda en la habitación. Estaba aquí para ser
contemplada. Él sabía que la habían adormecido para este fin, y que esta nueva
sorpresa era inmotivada; pero cubrió su hombro y cerró los ojos. Percibió el
olor a leche de un lactante, y más fuerte que el de la muchacha. Era imposible
que la chica hubiera tenido un hijo, que sus pechos estuvieran hinchados, que
los pezones rezumaran leche. Contempló de nuevo su frente y sus mejillas, y la
línea infantil de la mandíbula y el cuello. Aunque ya estaba seguro, levantó
ligeramente la colcha que cubría el hombro. El pecho no era un pecho que
hubiese amamantado. Lo tocó suavemente con el dedo; no estaba húmedo. La
muchacha tenía apenas veinte años. Aunque la expresión infantil no fuese por
completo inadecuada, la muchacha no podía tener el olor de mujer, y sin
embargo, era muy cierto que el viejo Eguchi había olido a lactante hacía un
momento. ¿Habría pasado un espectro? Por mucho que se preguntara el porqué de
su sensación, no conocería la respuesta; pero era probable que procediera de
una hendidura dejada por un vacío repentino en su corazón. Sintió una oleada de
soledad teñida de tristeza. Más que tristeza o soledad, lo que le atenazaba era
la desolación de la vejez. Y ahora se transformó en piedad y ternura hacia la
muchacha que despedía la fragancia del calor juvenil. Quizás únicamente con
objeto de rechazar una fría sensación de culpa, el anciano creyó sentir música
en el cuerpo de la muchacha. Era la música del amor. Como si quisiera escapar,
miró las cuatro paredes, tan cubiertas de terciopelo carmesí que podría no
haber existido una salida. El terciopelo carmesí, que absorbía la luz del
techo, era suave y estaba totalmente inmóvil. Encerraba a una muchacha que
había sido adormecida, y a un anciano. -Despierta, despierta -Eguchi sacudió el
hombro de la muchacha. Luego le levantó la cabeza. Un sentimiento hacia la
muchacha, que surgía en su interior, le impulsó a obrar así. Había llegado un
momento en que el anciano no podía soportar el hecho de que la muchacha
durmiera, no hablara, no conociera su rostro y su voz, de que no supiera nada
de lo que estaba ocurriendo ni conociera a Eguchi, el hombre que estaba con
ella. Ni una mínima parte de su existencia podía alcanzarla. La muchacha no se
despertaría, era el peso de una cabeza dormida en su mano; y sin embargo, podía
admitir el hecho de que ella parecía fruncir ligeramente el ceño como una
respuesta viva y rotunda. Eguchi mantuvo su mano inmóvil. Si ella se despertaba
debido a tan pequeño movimiento, el misterio del lugar, descrito por el viejo
Kiga, el hombre que se lo había indicado, como “dormir con un Buda secreto”, se
desvanecería. Para los ancianos clientes en quien la mujer podía “confiar”,
dormir con una belleza que no se despertaría era una tentación, una aventura,
un goce en el que, a su vez, podían confiar. El viejo Kiga había dicho a Eguchi
que sólo podía sentirse vivo cuando se hallaba junto a una muchacha
narcotizada. Cuando Kiga visitó a Eguchi, su mirada se posó en el jardín. Había
algo rojo sobre el musgo marrón del otoño. -¿Qué puede ser? Salió para verlo.
Las bolas eran frutas rojas del oaki. Había un gran número de ellas en el
suelo. Kiga recogió una y, jugando con ella, habló a Eguchi de la casa secreta.
Dijo que acudía allí cuando la desesperación de la vejez le resultaba
insoportable. -Parece haber pasado mucho tiempo desde que perdí la esperanza en
cualquier mujer. Hay una casa donde duermen a las mujeres para que no se
despierten. ¿Sería que una muchacha profundamente dormida, que no dijera nada
ni oyera nada, lo oía todo y lo decía todo a un anciano que, para una mujer,
había dejado de ser hombre? Pero ésta era la primera experiencia de Eguchi con
una mujer así. Sin duda, la muchacha había tenido muchas veces esta experiencia
con hombres viejos. Entregada totalmente a él, sin conciencia de nada, en una
especie de profunda muerte aparente, respiraba con suavidad, mostrando un lado
de su inocente rostro. Ciertos ancianos tal vez acariciarían todas las partes
de su cuerpo, otros sollozarían. La muchacha no se enteraría en ninguno de
ambos casos. Pero ni siquiera este pensamiento indujo a Eguchi a la acción. Al
retirar la mano de su cuello tuvo tanto cuidado como si manejara un objeto
frágil; pero el impulso de despertarla con violencia aún no le había
abandonado. Cuando retiró la mano, la cabeza de ella dio una suave media
vuelta, y también el hombro, por lo que la muchacha quedó boca arriba. Eguchi
se apartó, preguntándose si abriría los ojos. La nariz y los labios brillaban
de juventud bajo la luz del techo. La mano izquierda se movió hacia la boca;
parecía a punto de meter el índice entre los dientes, y él se preguntó si sería
un hábito de la muchacha cuando dormía, pero sólo la acercó dulcemente a los
labios y nada más. Los labios se abrieron un poco, mostrando los dientes. Hasta
ahora había respirado por la nariz, y ahora lo hacía por la boca. Su
respiración parecía un poco más rápida. Él se preguntó si sentiría algún dolor,
y decidió que no. Debido a la separación de los labios, una tenue sonrisa
parecía flotar entre las mejillas. El sonido de las olas rompiendo contra el
alto acantilado se aproximó. El sonido de las olas al retroceder sugería
grandes rocas al pie del acantilado; el agua retenida entre ellas parecía
seguir algo más tarde. La fragancia del aliento de la muchacha era más intensa
en la boca que en la nariz. Sin embargo, no olía a leche. Se preguntó de nuevo
por qué había pensado en el olor a leche. Tal vez era un olor que le hacía ver
a la mujer en la muchacha. El viejo Eguchi tenía ahora un nieto que olía a
leche. Podía verlo aquí, frente a él. Sus tres hijas estaban casadas y tenían
hijos; y no había olvidado cuando ellas olían a leche y las sostenía en sus
brazos a la edad de la lactancia. ¿Acaso el olor a leche de sus retoños había
vuelto a él para amonestarle? No, debía ser el olor del propio corazón de
Eguchi, atraído por la muchacha. También él se colocó boca arriba, y, tumbado
de manera que no hubiese ningún contacto con la muchacha, cerró los ojos. Haría
bien en tomar el sedante que había junto a la almohada. No sería tan fuerte
como la droga que habían dado a la muchacha; se despertaría antes que ella. De
otro modo, el secreto y la fascinación del lugar se desvanecerían. Abrió el
paquete. Dentro había dos píldoras blancas. Si tomaba una, caería en un sueño
ligero; con dos se sumiría en un sueño profundo como la muerte. Esto aún sería
mejor, pensó, mirando las píldoras; y la leche le trajo un recuerdo
desagradable e insensato. -Leche. Huele a leche. Huele como un niño de pecho.
-Cuando empezaba a doblar la chaqueta que él se había quitado, la mujer le
dirigió una mirada feroz, con las facciones tensas-. Ha sido tu niña. La
cogiste en brazos al salir de casa ¿verdad? ¿Verdad que sí? ¡La odio! ¡La odio!
Con un temblor violento en la voz, la mujer se levantó y tiró la chaqueta al
suelo. -La odio. ¿A quién se le ocurre venir aquí después de tener a una
criatura en los brazos? Su voz era dura, pero la mirada de sus ojos era aún
peor. Se trataba de una geisha con la que intimaba desde hacía algún tiempo.
Sabía desde el principio que él tenía esposa e hijos, pero el olor de la niña
lactante provocó una repulsión y unos celos violentos. Eguchi y la geisha no
volvieron a estar en buenas relaciones. El olor que tanto desagradó a la geisha
era el de su hija pequeña. Eguchi había tenido una amante antes de casarse. Los
padres de ella concibieron sospechas, y los encuentros ocasionales fueron
turbulentos. Una vez, cuando él apartó la cara, advirtió que el pecho de la
mujer esta ligeramente manchado de sangre. Se asustó, pero, como si nada
hubiera sucedido, volvió a acercar la cara y lamió la sangre con suavidad. La
muchacha, en trance, no se dio cuenta de los ocurrido. El delirio había pasado.
Ella no pareció sentir ningún dolo, ni siquiera cuando se lo dijo. ¿Por qué
habían vuelto a él estos dos recuerdos, tan alejados en el tiempo? No parecía
probable que hubiese olido a leche en esta muchacha sólo porque había evocado
aquellos dos recuerdos. Procedían de muchos años atrás, aunque en cierto modo
no creía que pudieran distinguirse los recuerdos recientes de los distantes,
los nuevos de los viejos era posible que guardase un recuerdo más fresco e
inmediato de su infancia que del día anterior. ¿Acaso esta tendencia no se iba
haciendo más clara a medida que uno envejecía? ¿Acaso los días juveniles de una
persona no la hacían tal como era, conduciéndola a través de toda la vida? Era
una trivialidad, pero la muchacha, cuyo pecho se había manchado de sangre, le
había enseñado que los labios de un hombre podían hacer sangrar casi cualquier
parte del cuerpo de una mujer; y aunque posteriormente Eguchi evitó llegar
hasta este extremo, el recuerdo, el don de una mujer para comunicar fuerza a
toda la vida de un hombre seguía vivo en él, a pesar de sus sesenta y siete
años. Una cosa todavía más trivial. -Antes de dormirme cierro los ojos y
cuentos los hombres por quienes n me importaría ser besada. Los cuento con los
dedos. Es muy agradable. Pero me entristece no poder pensar en más de diez.
Estas observaciones fueron hechas al joven Eguchi por la esposa de un ejecutivo
comercial, una mujer de mediana edad, una mujer de sociedad y, según se
rumoreaba, una mujer de sociedad y, según se rumoreaba, una mujer inteligente.
En aquel momento estaban bailando un vals. Tomando esta súbita confesión como
una sugerencia de que no le importaría ser besada por él, Eguchi aflojó la
presión de su mano. -No hago más que contarlos -dijo ella en todo superficial-.
Usted es joven, y supongo que no le agobia tratar de dormirse. Y, aunque así
fuera, tiene a su esposa. Pero inténtelo de vez en cuando. Yo lo considero una
medicina excelente. La voz era definitivamente seca, y Eguchi no contestó. Ella
había dicho que se limitaba a contarlo; pero resultaba fácil imaginar que
evocaba en su mente tanto sus rostros como sus cuerpos. Conjurar a diez debía
exigir un tiempo y una imaginación considerables. Al pensar en esto, el perfume
de algo parecido a una poción amorosa por parte de esta mujer ya madura asaltó
a Eguchi con más fuerza. Ella era libre de evocar a su antojo la figura de
Eguchi entre los hombres por quienes no le importaba ser besada. El asunto no
era de su incumbencia, y no podía resistirse ni lamentarse; y, no obstante, el
hecho de ser utilizado a sus espaldas por la mente de una mujer de edad mediana
resultaba bochornoso. Pero no había olvidado las palabras de ella. Después
empezó a sospechar que la mujer podía haberse burlado de él o inventado la
historia para divertirse a su costa; pero, al final, las palabras
permanecieron. La mujer había muerto hacía tiempo y Eguchi ya había desechado
todas estas dudas. Y, mujer inteligente, ¿antes de morir, cuántos centenares de
hombres imaginó que había besado? A medida que la vejez se aproximaba, y en las
noches en que le costaba conciliar el sueño, Eguchi recordaba de vez en cuando
las palabras de aquella mujer y contaba muchas mujeres con los dedos; pero no
se limitaba a algo tan sencillo como imaginarse solamente a las que le hubiera
gustado besar. Solía evocar recuerdo de las mujeres con quienes había mantenido
relaciones amorosas. Esta noche había resucitado un viejo amor porque la bella
durmiente le había comunicado la ilusión de que olía a leche. Tal vez la sangre
del pecho de aquella muchacha lejana le había hecho percibir en la muchacha de
esta noche un olor que no existía. Quizá fuera un consuelo melancólico para un
anciano sumirse en recuerdos de mujeres de un pasado remoto que ya no
volverían, ni siquiera mientras acariciaba a una belleza a la que no lograría
despertar. Eguchi se sintió invadido de un cálido reposo que tenía algo de
soledad. Sólo la había tocado ligeramente para saber si su pecho esta húmedo, y
no se le había ocurrido la complicada idea de que ella se asustara, al
despertarse después de él, ante la sangre que manara de su pecho. Sus senos
parecían bellamente redondeados. Un extraño pensamiento le asaltó: ¿por qué,
entre todos los animales, en el largo del curso del mundo, sólo los pechos de
la hembra humana habían llegado a ser hermosos? ¿No era para gloria de la raza
humana que los pechos femeninos hubiesen adquirido semejante belleza? Lo mismo
podía ser cierto de los labios. El viejo Eguchi pensó en las mujeres que se
preparaban par acostarse, en las mujeres que se desmaquillaban antes de irse a
la cama. Había mujeres cuyo labios eran pálidos cuando se quitaban la pintura,
y otras cuyos labios revelaban el deterioro de la edad. Bajo la suave luz del
techo y el reflejo del terciopelo de las cuatro paredes, no se veía con
claridad si la muchacha estaba o no ligeramente maquillada, pero no había
llegado al extremo de afeitarse las cejas. Los labios y los dientes tenían un
brillo natural. Como era improbable que hubiese perfumado su boca, lo que se
percibía era la fragancia de una boca juvenil. A Eguchi no le gustaban los
pezones grandes y oscuros. A juzgar por lo que viera cuando levantó la colcha,
los de la muchacha eran todavía pequeños y rosados. Dormía boca arriba, así
pues, podía besarle los pechos. No era ciertamente una muchacha cuyos pechos le
desagradara besar. Si esto ocurría con un hombre de su edad, pensó Eguchi,
entonces los hombres realmente ancianos que venían a esta casa debían perderse
por completo en el placer, estar dispuestos a cualquier eventualidad, a pagar
cualquier precio. Seguramente había habido lascivos entre ellos, y sus imágenes
no estaban totalmente ausentes de la mente de Eguchi. La muchacha dormía y no
se daba cuenta de nada. ¿Se mantendrían intactos el rostro y la forma, tal como
estaban ahora? Como dormida aparecía tan hermosa, Eguchi se abstuvo del acto
indecoroso al que le conducían estos pensamientos. ¿Acaso la diferencia entre él
y los demás ancianos residía en que aún había en él algo que le hacia funcionar
como hombre? Para los demás, la muchacha pasaría la noche en un sueño
insondable. Él, aunque suavemente, había intentado despertarla dos veces.
Ignoraba qué habría hecho s por casualidad la muchacha hubiera abierto los
ojos, pero lo más probable era que la tentativa hubiera sido dictada por el
afecto. Aunque no, seguramente se debió a su propio vacío e inquietud. “¿No
sería mejor que durmiera?”, se oyó murmurar sutilmente así mismo, y añadió-:
“No es para siempre. No es para siempre ni en su caso ni en el mío”. Cerró los
ojos. De esta noche extraña, como de todas las otras noches, se despertaría con
vida por la mañana. El codo de la muchacha, que yacía con el índice apoyado en
los labios, le estorbaba. Le cogió la muñeca con el índice y el dedo mediano.
Era tranquilo y regular. Su serena respiración era algo más lenta que la de
Eguchi. De vez en cuando el viento inminente. El bramido de las olas contra el
acantilado se suavizaba al aproximarse. Su eco parecía llegar del océano como
música que sonara en el cuerpo de la muchacha, y los latidos de su pecho y el
pulso de la muchacha le servían de acompañamiento. Al ritmo de la música, una
mariposa pura y blanca de la muñeca de ella. No la tocaba en ninguna parte. Ni
la fragancia de su aliento, ni de su cuerpo, ni de sus cabellos era fuerte.
Eguchi pensó en los escasos días en que se escapó de Kyoto, tomando la ruta
interior, con la muchacha cuyo pecho había estado húmedo desangre. Quizás el
recuerdo era vivo porque el calor del cuerpo joven y fresco tendido a su lado
se lo comunicaba débilmente. Había numerosos túneles cortos en la vía férrea
que unía a las provincias occidentales con Kyoto. Cada vez que entraban en un
túnel la muchacha, como si estuviera asustada, juntaba su rodilla con la Eguchi
y le cogía la mano. Y cada vez que salían de uno de ellos había una colina o un
pequeño barranco coronado por un arco iris. “¡Qué bonito!”, decía ella cada
vez, o “¡Qué gracioso!” Tenía una palabra de alabanza para cada pequeño arco
iris, y no sería exagerado decir que, buscando a derecha e izquierda,
encontraba uno cada vez que salían de un túnel. A veces era tan tenue que
apenas se vislumbraba. Ella acabó sintiendo algo ominoso en estos arco iris
extrañadamente abundantes. -¿No supones que nos persiguen? Tengo la sensación
de que nos atraparán cuando lleguemos a Kyoto. Cuando me hayan devuelto ya no
me dejarán volver a salir de casa. Eguchi, que acababa de graduarse en la
universidad y había empezado a trabajar, no tenía posibilidad de ganarse la
vida en Kyoto y sabía que, a menos que él y la chica se suicidaran juntos,
algún día tendrían que volver a Tokio; pero, desde los pequeños arco iris, la
pulcritud de las partes secretas de la muchacha le fue revelada y ya no le
abandonó. La vio en una posada junto al río en Kanazawa. Había sido una noche
de nevisca. La pulcritud le impresionó tanto que contuvo el aliento y sintió el
escozor de las lágrimas. No había visto tal pulcritud en las mujeres de todas
las décadas pasadas; y había llegado a creer que comprendía todas las clases de
pulcritud y que la pulcritud en los lugares secretos era propiedad exclusiva de
la muchacha. Trató de reírse de esta idea, pero el caudal de la nostalgia la
convirtió en un hecho y ahora continuaba siendo un recuero poderoso que el
viejo Eguchi no podía desechar. Una persona enviada por la familia de la
muchacha se la llevó consigo a Tokio, y poco después se casó. Cuando se
encontraron por casualidad junto al estanque de Shinobazu, la muchacha llevaba
un niño sujeto a la espalda. El niño iba tocado con una gorra de lana blanca.
Era otoño y los lotos del estanque empezaban a marchitarse. Tal vez la mariposa
blanca que esta noche danzaba frente a sus párpados cerrados hubiera sido
evocada por aquella gorra blanca. Al encontrar junto al estanque, lo único que
se le ocurrió a Eguchi fue preguntarle si era feliz. -Sí -repuso ella
inmediatamente-, soy feliz. Probablemente no existía otra respuesta. -¿Y por
qué estás paseando por aquí sola con un niño en la espalda? Era un pregunta
extraña. La muchacha se quedó mirándole a la cara. -¿Es un niño o una niña? -Es
una niña. ¡Vaya! ¿No lo has visto al mirarla? -¿Es mía? -No -la muchacha meneó
la cabeza, encolerizada-. No es tuya. -¿Ah, no? Bueno, si lo es, no necesitas
decirlo ahora. Puedes decirlo cuando quieras. Dentro de muchos, muchos años.
-No es tuya. De verdad que no. No he olvidado que te amé, pero tú no debes
imaginar cosas. Sólo conseguirías causarle problemas. -¿Ah, sí? Eguchi no hizo
ningún intento especial de mirar la cara de la niña, pero siguió mucho rato a
la joven con la mirada. Ella se volvió a mirarle cuando estuvo a cierta
distancia. Al ver que él continuaba contemplándola, aceleró el paso. No la vio
nunca más. Hacía más de diez años que se había enterado de su muerte. Eguchi, a
sus sesenta y siete año, había perdido a muchos amigos y parientes, pero el
recuerdo de la muchacha seguía siendo joven. Reducido ahora a tres detalles, la
gorra blanca de la niña, la pulcritud del lugar secreto y la sangre en el
pecho, era todavía claro y fresco. Probablemente no había nadie en el mundo
parte de Eguchi que conociera aquella pulcritud incomparable, y con su muerte,
ahora no muy distante, desaparecería del mundo por completo. Aunque con
timidez, ella le había permitido mirar cuanto quisiera. Tal vez fuese una
actitud propia de las jóvenes; pero no podía caber la menor duda de que ella
misma no conocía su pulcritud. No podía verla. Temprano por la mañana, después
de llegar a Kyoto, Eguchi y la muchacha pasearon por un bosquecillo de bambúes,
que lanzaban reflejos plateados a la luz de la mañana. En el recuerdo de Eguchi
las hojas eran finas y suaves, de plata pura, y los tallos también eran de
plata. En el sendero que bordeaba el bosquecillo, cardos y zarzas estaban en
flor. Así era el sendero que flotaba en su memoria. Parecía algo confundido
respecto a la estación. Una vez pasado el sendero remontaron una corriente
azulada, donde una cascada caía con estrépito, y el rocío reflejaba la luz del
sol. La muchacha se puso desnuda bajo el rocío. Los hechos eran diferentes,
pero en el transcurso del tiempo la mente de Eguchi los había transformado así.
A medida que envejecía, las colinas de Kyoto y los troncos de los pinos rojos
en grupos apacibles recordaban con frecuencia a Eguchi la figura de la mucha;
pero recuerdos vivos como los de esta noche eran muy raros. ¿Los provocaría
acaso la juventud de la muchacha dormida? El viejo Eguchi estaba completamente
desvelado y no parecía probable que se durmiera. No quería recordar a ninguna
mujer que no fuera la joven que había contemplado los pequeños arco iris.
Tampoco quería tocar a la muchacha dormida, ni mirar su desnudez. Poniéndose
boca abajo, volvió a abrir el paquete que había junto a la almohada. La mujer
de la posada había dicho que era una medicina sedante, pero Eguchi vacilaba.
Ignoraba qué sería y si se trataba de la misma medicina que le habían dado a la
muchacha. Se metió una píldora en la boa y la tragó con una buena cantidad de
agua. Quizá porque estaba acostumbrado a beber un trago al acostarse, pero no a
tomar un sedante, se durmió rápidamente. Tuvo un sueño. Estaba en los brazos de
una mujer, pero ésta tenía cuatro piernas. Las cuatro piernas enlazaban su
cuerpo. También tenía brazos. Pese a estar medio en vela, consideró las cuatro
piernas extrañas, pero no repulsivas. Estas cuatro piernas, mucho más
provocativas que dos, permanecían en su mente. Era una medicina para provocar
sueños semejantes, pensó vagamente. La muchacha se había vuelto del otro lado,
con las caderas hacia él. Se le antojó algo conmovedor el hecho de que su
cabeza estuviera más distante que las caderas. Dormido y despierto a medias,
tomó en sus manos la larga cabellera extendida y jugó con ella como para peinarla;
y así se quedó dormido. Su siguiente sueño fue muy desagradable. Una de sus
hijas había dado a luz un hijo deforme en un hospital. Al despertarse, el
anciano no pudo recordar de qué clase de deformidad se tratada. Probablemente
no quería recordarlo. En cualquier caso, era espantoso. El niño fue apartado
inmediatamente de la madre. Se hallaba tras una cortina blanca en la sala de
maternidad, y ella se dirigió allí y empezó a cortarlo en pedazos,
disponiéndose a tirarlos en algún lugar. El médico, un amigo de Eguchi, estaba
junto a ella, vestido de blanco. Eguchi también se encontraba a su lado. Ahora
se despertó completamente, gimiendo ante aquel horror. El terciopelo carmesí de
las cuatro paredes le sobresalto tanto que se cubrió el rostro con las manos y se
frotó la frente. Había sido una pesadilla horrible. No podía haber un monstruo
oculto en la medicina para dormir. ¿Sería que, habiendo venido en busca de un
placer deforme, había tenido un sueño deforme? No sabía con cuál de sus tres
hijas había soñado, y no trató de averiguarlo. Las tres habían dado a luz niños
completamente normales. Eguchi hubiera querido irse, de haber sido posible.
Pero tomó la otra píldora para caer en un sueño más profundo. El agua fría pasó
por su garganta. La muchacha seguía dándole la espalda. Pensado que podría -no
era imposible- dar a luz niños feos y retrasados, colocó la mano en la parte
redonda de su hombro. -Mira hacia aquí. Como respondiéndole, la muchacha dio
media vuelta. Una de sus manos cayó sobre el pecho de Eguchi. Una pierna se
acercó a él, como temblando de frío. Una muchacha cálida no podía tener frío.
De su boca o de su nariz, no estaba seguro, brotó una voz débil. -¿Tú también
tienes una pesadilla? -preguntó. Por el viejo Eguchi no tardó en sumirse en las
profundidades del sueño...
Que lo disfruten,
Carmen
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