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16 sept 2025

HOY VIENE MAMITA, de Estela Esmania

 

“Yo te barrí con una escoba negra...” 

Olga Orozco

 

Sofía te contesta que sí, que hoy es domingo. Y domingo quiere decir para vos, día de visitas. Mamá, mamita, repetís, y lo repetís para que esa palabra te endulce la boca y para que esperar se te haga más fácil. Esperar a que sean las tres implica moverte todo el tiempo, para no ver, para no oír, para sentir que son ajenos los olores y el frío. Se te da por pensar cuando te acostás y el frío no te deja dormir que tu mamá te dejó, enojada por aquella vez que le rompiste ese collar de perlas de varias vueltas que usaba cuando iba al teatro con tu papá. Tu mamá se puso como loca esa noche, y te retaba: Sos una niña mala Julia, muy mala. Seguramente no bastó que le besaras las manos y le pidieras perdón, porque tu mamá te trajo a este lugar y te dejó al cuidado de la gorda Sofía.

Después de dar cincuenta vueltas a la mesa del comedor (las contás cada vez que llegás a una mancha oscura y antigua) y de conseguir que todo a tu alrededor se quede en silencio, te acercás a la ventana chica, con rejas, que apenas te permite mirar hacia afuera. Y afuera está lindo, lo sabés porque tocás el vidrio con la nariz y lo sentís tibio. Echás vapor por la boca y dibujás tu nombre, y al lado de tu nombre un sol como el que brilla en alguna parte, lejos de tus ojos. No te pensarás quedar allí todo el día, dice Sofía, falta mucho para las tres. ¿Mucho como cuánto?, querés saber, pero Sofía ya te arrastra hasta la sala donde las otras miran televisión. Le sacás la lengua, la maldecís, hasta que te amenaza: Cuando venga le cuento que te orinás. Y vos, que tenés vergüenza de que tu mamá se entere de que todavía mojás la cama, te sentás obediente, y allí te quedás imaginando cosas terribles para Sofía: que se le deshaga ese peinado tan prolijito que le sobresale, apenas, debajo de la cofia, que pierda los anteojos. Vos también tenés cosas para contarle a tu mamá cuando venga. Le vas a contar, esta vez sí le vas a contar, que Sofía te roba los chocolates, que te da un chirlo cada vez que te encuentra mojada, que te obliga a comer la polenta grumosa y sin sal, que por las noches, cuando se apagan las luces y las estufas, te morís de frío, y que cuando el frío se te mete en los huesos, tosés y te orinás y cantás hasta quedarte dormida: Yo soy Julia y Julia tiene una casa y la casa tiene un patio y el patio tiene una oveja y la oveja tiene lana y la lana es tibia, tibia. Pensás en el abrigo de piel que traerá tu mamá cuando venga y en su olor a perfume, porque hoy es domingo, y los domingos ella huele a flores y ese olor se te queda prendido en las manos, en todo el cuerpo, cuando ya no está. Mamita huele lindo, te decís, ¿o se lo decís a Sofía?, no como todo en este lugar, que huele a remedios, a orines, a polenta. También vas a contarle, y estás segura de que tu mamá se va a horrorizar, que don Amílcar anda siempre persiguiéndote, a vos y a las otras, y que cuando Sofía desaparece se abre la bragueta y muestra su pito; un pito que le cuelga chiquito y triste, y que vos gritás, y que gritan las otras, y que Sofía llega y también grita: Viejo asqueroso.

 

LA VIDA DIFÍCIL, de Sławomir Mrożek

LA REVOLUCIÓN

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver. Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable. Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista. La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida. Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio. Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista. Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejo de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución. Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna. Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total.

26 abr 2025

EL NERVIO ÓPTICO, de María Gainza

 EL BUEN RETIRO 

Durante un período aterrador de la adolescencia en que me debatía entre la niñez y la adultez y nadie sabía cómo tratarme me mudé a la casa de mi abuela. Fue una mudanza en bloque familiar. Dijeron que había que redecorar nuestro departamento después del incendio. Pero un año después, al volver, todo estaba tal cual lo habíamos dejado: a no ser que la decoración incluyera, como un detalle de color, las revistas Planète chamuscadas sobre la mesa ratona del living. Nunca supe el porqué de esa mudanza pasajera, pero ¿quién no arrastra algún misterio en su biografía? Hay detalles que se pierden en la noche de los tiempos y es mejor así: terminar de entender las cosas vuelve rígida la mente. La casa de mi abuela era un búnker art déco, con una escalera caracol de mármol que tenía una baranda que se curvaba como un signo de interrogación. Había también un jardín de media manzana con una pileta de veinte metros que se tapó para hacer una cancha de squash cuando, años después, el lote se vendió a una universidad. En el fondo del jardín había una puerta enmascarada por una ampelopsis, una puerta reservada para el batallón de empleados de la casa. Yo tenía prohibido usarla porque, según mi mamá, si los vecinos me veían entrar y salir por ahí iban a pensar que era la hija de la mucama. Las pocas veces que burlé la prohibición fue para acompañar a mi papá a lo de Amuchástegui. Salíamos por la «puerta de servicio» porque de esa manera nos ahorrábamos tener que dar la vuelta a la manzana. Amuchástegui era un pintor de animales que vivía en una casa victoriana que se venía abajo y que mi papá visitaba no tanto para comprar arte sino como salida terapéutica. Sentado en una silla desvencijada que no parecía pertenecer a ningún período histórico definido, tomando té en un frasco de mermelada, mirando láminas de arte salpicadas de moho, se volvía un hombre parecidísimo a él pero más a gusto consigo mismo. En esa temporada que pasé en lo de mi abuela mi amiga Alexia se quedó un par de veces a dormir, y un día en que estábamos desprogramadas mi papá nos propuso hacer una visita al taller. Amuchástegui era un tipo más bien serio pero esa tarde se mostró más simpático que nunca, casi exultante diría yo, y sin que nadie se lo pidiera nos mostró, aunque creo que solo se lo estaba mostrando a Alexia, cómo pintaba usando un finísimo pincel de marta que embebía en un aguarrás tan penetrante que te llegaba al esfenoides. Nos estábamos yendo cuando, de la nada, o más bien debido a esa propensión de los hombres por competir delante de las mujeres, mi papá sacó la chequera y le compró a Amuchástegui una pintura de un gato encaramado a un árbol. Amuchástegui nos aclaró que era un gato montés. Me llamó la atención, no se lo veía muy salvaje. Estaba pintado pelo por pelo en ocres y negros con un nivel de detalle delirante. Hiperrealismo, dijo mi papá un rato después, mientras lo colgaba en el escritorio de lo de mi abuela. Alexia no dijo nada: ella, que para todo tenía una opinión. Pero tres años más tarde, un sábado en que la convencí de ir al Bellas Artes, vimos el autorretrato de Fujita por primera vez: ese japonés resbaladizo con su gato ladino hecho de una sucesión de veloces líneas negras. Alexia me miró y supe perfectamente qué pensó, porque para entonces ya nos comunicábamos por telepatía: «Al lado de este gato, el de tu padre parece embalsamado». Nos decíamos hermanas del corazón; nos protegíamos con la cursilería, un poco como una forma de pudor y otro poco como una forma alta de la sinceridad. Ella era mi otra mitad, mi mejor mitad, y a veces también mi sherpa personal. Yo iba a un colegio privado de zona norte, ella a un colegio de echadas en el centro, y salvo por un inglés de internado, mi educación era mediocre, llena de agujeros. La suya, en cambio, era profunda y ubicua: tenía dos hermanos mayores que eran mellizos, los dos eran rockeros, los dos usaban remeras negras de los Ramones que hacían que las Lacoste amarillas de mis hermanos parecieran el uniforme del enemigo. Muchas de las cosas que serían el combustible de mi vida me las señaló Alexia: a los trece años me hizo ver La naranja mecánica en un cineclub piojoso del Abasto; seis meses después me pasó los Nueve cuentos de Salinger en una edición que parecía mordida por un perro; y me hizo escuchar por primera vez a Sumo en un casete pirata que habían grabado sus hermanos en el Einstein.