Salimos temprano. Papá tiene un Peugeot 404 bordó, recién comprado. Yo me
trepo a la luneta trasera y me acuesto ahí a lo largo. Voy cómodo. Me gusta
quedarme contra el vidrio de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy contento
de ir a pasar el fin de semana a la quinta, porque en el departamento del
centro, durante la semana, lo único que hago es patear una pelota de tenis en
el patio del pozo de aire y luz que está sobre el garaje, un patio entre cuatro
paredes medianeras altísimas y sucias por el hollín de los incineradores. Si
miro para arriba, en ese patio parece que estuviera adentro de una chimenea; si
grito, el grito apenas sube pero no llega hasta el cuadrado de cielo. El viaje
a la quinta me saca de ese pozo.
En la calle hay poco tránsito, quizá porque es sábado o porque todavía no
hay tantos autos en Buenos Aires. Llevo un autito Matchbox adentro de un frasco
para capturar insectos y unos crayones que ordeno por tamaño y que no me tengo
que olvidar al sol porque se derriten. A nadie le parece peligroso que yo vaya
acostado en la luneta. Me gusta el rincón protector que se hace con el vidrio
de atrás, al lado de la calcomanía de la Proveeduría Deportiva. En el camino
miro el frente de los autos porque parecen caras: los faros son ojos, los
paragolpes son bigotes, y las parrillas son los dientes y la boca. Algunos
autos tienen cara de buenos; otros, cara de malos. Mis hermanos prefieren que
yo vaya en la luneta porque así tienen más lugar para ellos. Yo no viajo en el
asiento hasta más adelante, cuando hace demasiado calor o cuando ya no quepo en
la luneta porque crecí un poco. Tomamos una avenida larga. No sé si es porque
hay muchos semáforos pero vamos despacio, además después ya el Peugeot está
medio roto, tiene el caño de escape libre y hay que gritar para hablar; una de
las puertas de atrás está falseada y mamá la ató con el hilo del barrilete de
Miguel.
El viaje es larguísimo. Sobre todo cuando no están sincronizados los
semáforos. Nos peleamos por la ventana, ninguno de los tres quiere sentarse en
el medio. En la General Paz nos turnamos para sacar la cabeza por la ventana
con las antiparras de agua de Vicky, para que no nos lloren los ojos por el viento.
Papá y mamá no dicen nada. Salvo cuando pasamos por la policía, ahí hay que
sentarse derechos y estar callados. Cuando ya tenemos el Renault 12, a Miguel
se le vuela por la ventana medio pilón de figuritas de Titanes en el Ring y
papá frena en la banquina para juntarlas porque Miguel grita como un
enloquecido. Yo veo de repente que se nos acercan dos soldados apuntándonos con
la metralleta, diciendo que estamos en zona militar. Le hacen preguntas a papá,
lo palpan de armas, le revisan los documentos y después tenemos que seguir
viaje sin juntar las figuritas que quedan ahí desparramadas, incluso la
autografiada por Martín Karadagián.
Papá busca música clásica en la radio, a veces consigue sintonizar bien la
emisora del Sodre. Nosotros estamos a las patadas en el asiento de atrás cuando
de repente papá sube el volumen y dice "escuchen esto, escuchen esto"
y hay que hacer una pausa silenciosa en medio de una toma de judo para escuchar
una parte de un aria o de un adagio. Después, cuando llegan los pasacassettes
para autos, el viaje a la quinta se hace bajo el dominio absoluto de Mozart.
Miramos pasar hacia atrás el camino prolijo, los árboles podados con los
troncos pintados de blanco, y escuchamos los quintetos para cuerdas, las
sinfonías, los conciertos para piano, las óperas. Vicky lidera rebeliones para
tapar a las sopranos de Las bodas de Fígaro o de Don Giovanni con nuestro
cántico filial favorito que dice "Queremos comer, queremos comer, sangre
coagulada revuelta en ensalada...". Pero después Vicky empieza a traer
libros para el viaje y los lee sin prestarle atención a nadie, en silencio,
cada vez más enojada, porque la obligan a venir, hasta que le dan permiso para
quedarse los fines de semana en el centro para ir al cine con sus amigas, que
ya salen con chicos, y entonces Miguel y yo tenemos cada uno su ventana
indiscutible, aunque invitemos a un amigo.
Sentimos que no vamos a llegar nunca.
Hay largas esperas a medio camino
mientras mamá compra muebles de jardín o plantas, aprovechando que papá se quedó
trabajando en casa. Con Miguel jugamos en el asiento de atrás a ver quién
aguanta más sin respirar; cada uno le tapa el tubo del snorkel al otro para que
no haga trampa, o, si no, improvisamos un partido de paleta con un bollo de
papel y las dos patas de rana. Esperamos tanto que Tania se pone a ladrar,
porque no aguanta más encerrada en la parte de atrás de la Rural Falcon que
tenemos después del Renault. Entonces aparece mamá, con plantas o macetas o
algún mueble que hay que atar al techo, y seguimos viaje.
Los amigos que invita Miguel van cambiando. Yo los miro con asombro, con
ansiedad perversa, porque sé que cuando lleguemos van a empezar a caer en las
trampas que Miguel deja siempre preparadas: el ratón muerto dentro de las botas
de goma para el invitado, el fantasma del galpón, la farsa de los chanchos
asesinos, el pozo tapado con hojas y ramas al lado de la fila de palmeras que
se ve desde la casa. Dentro del auto, en los embotellamientos de la ruta a
media mañana, yo miro a los amigos de Miguel y paladeo por primera vez el mal.
Prefiero a los confiados y prepotentes, porque sé que les va a resultar más
intensa la humillación de esas trampas en las que yo colaboro de un modo
oblicuo, indefinido. Los invitados de Miguel casi nunca vuelven a venir.
Cuando terminan el primer tramo de la autopista y ponen el peaje, el
tráfico avanza mejor. Vicky va por su cuenta, con amigas que tienen auto. Papá
ya casi no viene. En la Rural destartalada, mientras mamá maneja, Miguel me usa
el cuaderno de dibujo garabateando planos y elaborando estrategias para espiar
a las amigas de Vicky cuando se cambian. Después Miguel empieza a venir cada
vez menos, y yo tengo todo el asiento de atrás para dormir. Mamá frena y me
despierta para que le ponga agua al radiador, que pierde y recalienta el motor.
Compramos una sandía al costado de la ruta.
En la barrera del tren, donde antes había uno o dos vendedores ambulantes,
ahora hay amputados o paralíticos que piden limosna y otros que ofrecen
revistas, pelotas, biromes, herramientas, muñecos. También en los semáforos del
pueblo que atravesamos piden una moneda o venden flores y latas de gaseosa. A
papá le dieron el Ford Sierra de la empresa, que tiene botones automáticos y,
como a Miguel lo asaltaron hace poco, mamá me hace bajar los seguros y cerrar
las ventanas en los semáforos porque le dan miedo los vendedores. Dice que se
le tiran encima y que, además, Duque los puede morder. Después, la excusa del
aire acondicionado ayuda a que ya no vayamos más con la ventana abierta. El
auto comienza a ser una cápsula de seguridad, con un microclima propio. Afuera
cada vez hay más basura, más pintadas políticas. Adentro, la música suena
nítida en el estéreo nuevo y mamá tolera con paciencia los cassettes que yo
pongo de Soda o de Police.
El auto es más rápido y todo el tiempo parece que estamos por llegar. Sobre
todo cuando empiezo a manejar yo, que aumento la velocidad sin que mamá se dé
cuenta porque viene tranquila en el asiento del acompañante mirándose en el
espejo su último lifting, que le tira la piel para atrás como si fuera un
efecto de la aceleración. Después, cuando muere papá, mamá prefiere que maneje
Miguel, que volvió como el hijo pródigo, porque Vicky ya está viviendo en
Boston. Para mí la ruta se empieza a enrarecer porque manejo el Taunus amarillo
del padre del Chino, en el que dejamos cerradas las ventanas, no por miedo a
que nos roben sino para que el humo de la marihuana no pierda densidad.
Escuchamos Wild horses y hay momentos casi espirituales en los que la velocidad
total de la ruta parece cobrar una lentitud serena en el paisaje enorme y
chato. Después manejo el auto de la madre de Gabriela, que por suerte es
gasolero y no gasta demasiado en las escapadas que nos hacemos cualquier día de
semana para estar solos un rato. Ya se está hablando el tema de la expropiación
pero es apenas una advertencia, faltan todavía dos gobiernos. Gabriela se pone
unos vestiditos que me obligan a manejar con una sola mano y a acariciarle los
muslos con la otra, subiendo desde las rodillas lentamente, sin necesidad de
poner los cambios porque dejo el motor a fondo mientras Gabriela me pide al
oído que no me apure, que esperemos a llegar. Nunca se hizo tan largo el viaje.
La quinta está allá lejos, inalcanzable.
Más adelante, a Gabriela le empieza a crecer la panza y viajamos para
tratar de integrarnos a la vida familiar. Vamos en el Volkswagen que nos presta
su hermano. Ya usamos cinturón de seguridad, ya empezamos a tener miedo de
morirnos y faltan pocos kilómetros. Los años pasan hacia atrás cada vez más
rápido. Hay muchos más autos en la ruta y más peajes. Están terminando la
autopista. Frenamos en una estación de servicio, discutimos. Gabriela llora en
el baño. Tengo que pedirle que salga. Después compramos el baby-seat para
Violeta y ella va chiquitita y dormida en el asiento de atrás, también con
cinturón de seguridad. Los tres atados.
Piso el acelerador porque quiero llegar temprano para almorzar. Gabriela
dice que no importa, que podemos parar en el Mc Donald's. Discutimos. Gabriela
me desprecia. Yo me pongo los anteojos negros y acelero más. Aprovecho el viaje
para escuchar demos de jingles para radio. Aprieto con las manos el volante del
Escort. Falta poco. Gabriela me pide que vaya más despacio, después deja de
venir, se va con Violeta a lo de la madre los fines de semana. Manejo solo,
escucho los conciertos para piano de Mozart en compacts que suenan perfectos.
El motor de la 4x4 no hace ruido. La autopista está terminada, con alambre a
los costados para que no cruce la gente. Voy por el carril rápido. Miro el
velocímetro: ciento sesenta y cinco. Estoy por pasar por el lugar exacto. Veo
de lejos las tres palmeras y espero a que se alineen. Se acercan, me acerco,
hasta que la primera palmera tapa a las otras dos y digo "acá", y es
como si lo gritara, pero lo digo despacio, lo digo en el punto exacto donde
estaba la casa antes de la expropiación, antes de que la demolieran y
construyeran arriba la autopista. Siento que por una milésima de segundo paso
por adentro de los cuartos, por arriba de la cama donde jugábamos con Miguel a
Titanes en el Ring, paso por las tumbas de Tania y Duque entre las plantas de
mamá, paso por un olor húmedo y metálico, por un sabor a ciruelas verdes
tiradas en el fondo de la pileta para bucearlas más tarde, paso por el miedo a
una culebra que salió cuando dimos vuelta una chapa, por la noche de lluvia en
que jugamos a embocar una pelota en el único cuadrado roto de la ventana para
obligarnos a buscarla con linterna entre los sapos y los charcos. Ahora es un
malón incesante de autos que pasa por encima del fantasma de la casa. Son las
doce en punto y el sol resplandece en el asfalto. Soy un hombre divorciado, un
publicista que va al country de su hermano por primera vez y se olvidó las
instrucciones de cómo llegar y está perdido, un hombre que no sabe dónde frenar
y sigue viajando en el auto desde que salió hoy temprano, hace mucho, acostado
en la luneta de atrás.
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