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1 mar 2011

CUENTOS DE VERANO. Cuento de Cecilia Spina



EL PARAÍSO DE  UN HOMBRE
           

              A Erica Bulmer, por sus narraciones
              inolvidables; y a Lorenzo Tasi,  por
              devolverme un tiempo de carteros y cartas.
                                              
    I

Debí creer a ciegas lo que apunta la inscripción en aquella lápida, y envidiar sencillamente la buena estrella de aquel hombre de polera negra y lentes que velaban unos ojos color hojas de olivo, y que ahora descansa bajo tierra en el cementerio. Sin embargo, me obstino en dudar de la veracidad del juicio escrito. Intuyo que el protagonista víctima de esta historia, algo  escondía detrás de la apariencia, algo que rumoreaban los muros de su casa, los objetos exhibidos y también los excluidos, su amor desmesurado por criaturas vegetales. Susurros éstos que no me hubiesen llegado, de no haber sido yo (cosa que todos ignoran, aún el que escribió la lápida) quien estuvo en su vivienda y pasó con él la larga tarde anterior a su muerte.
Digo aquello de la credulidad y de la envidia, porque buscando la tumba del personaje en cuestión, pasados tres meses de ese día en que cambió el tiempo y bajó en catorce grados la temperatura y que fue el de su muerte, di con ella y un epitafio. Escrito a mano alzada y sobre un bloque de piedra gris, después de las iniciales T.M. y la fecha 2-IV-99, sólo decía: Fue feliz.
La letra, en sus redondeles, parecía de mujer; pero los trazos horizontales de la te y la efe mayúsculas que se resolvían en chicotazos enroscados y luego furiosamente largos, me hablaban de la letra de otro hombre. Quién lo acompañó en esa instancia final y se permitió aseverar tamaño concepto, más arriesgado aún que decir “fue bueno”, no lo sé y no creo tener modo de averiguarlo.
 Aquel ser humano, parecía en su conversación un hombre solo, y esa única vez que estuve en su casa, busqué con especial atención fotos en paredes o en portarretratos y no hallé ninguna. Ni propia, ni ajena.
Por este hombre comencé a perderme en confusos pensamientos durante noches de insomnio.
Todos los primeros de mes, él hacía cola en la puerta del Banco Nación para cobrar su jubilación y yo la de mi padre. Por abreviar el tedio de la espera, manteníamos cortos diálogos. Hablábamos del árbol de la vereda de enfrente, un siempre verde con su copa podada en cubo como un insulto. De las escasas flores del lapacho de la esquina, ese septiembre, arguyendo que tal vez le retardó sus brotes la última helada de agosto... o quizá, la causa fuese la saturación de vapores de gas-oil, puesto que en el nuevo trazado del transporte, casi todas las líneas atravesaban el centro por esa calle antes de dispersarse por los barrios.
Pausadamente, el diálogo arribaba a la misma propuesta: algún día, ya que le gustan las plantas, venga a conocer mi jardín. He conseguido una réplica del paraíso perdido. Sólo le falta un manzano en medio. Pero no, el manzano es el árbol de la perdición, dijo riendo una mañana que se manifestaba más locuaz.
Nunca nombró a nadie. Parecía que el pecho de ese hombre estaba desalojado de personas y que exclusivamente daba albergue a los árboles y a las flores, dejando sospechar que las atendía con la inquietud de un enamorado.
Fue feliz, decía la lápida; conoció la felicidad, debiera decir en tal caso.
Nunca supe lo que es ser feliz, aunque una tarde creí entreverlo. Sólo tengo la sospecha de que tocar ese estado de gracia es cosa del destino, y siempre entreverado con las ocupaciones del corazón. Inasible. Y por sobre todo, efímero. Últimamente pregunto y leo sobre la felicidad por resolver un indescifrable: la historia  de aquel hombre.
Por eso volví a leer el Epistolario de Lorenzo Tasi, escrito en el año 62, y por supuesto, consulté a Erica Bulmer.
 Hace tres noches, la urgí a que me diera su teoría sobre qué es ser feliz. Para mi todo comienza, dijo, cuando alguien nos deslumbra y somos sacados violentamente de la quietud. Entonces se puede ser feliz un instante, algunas horas... por qué no pensar en muchos años. Lo cierto es, que después de tal experiencia corremos el riesgo de quedar turbados toda la vida, terminó diciendo.
El hilo de la conversación llevó  a Erica a narrarme historias. Entre todas, una me resultó inolvidable en su simpleza, aunque no se lo dije. Estoy convencida de que es sabio prestar atención a los acontecimientos que se devanan como juegos intrascendentes entre dos personas o más ( aunque pienso que el número dos tiene otra fuerza por lo intimista), y en los que pareciera no ocurrir nada. Por fuera no hay tragedia ni algarabía. Todo pasa por dentro. Se sacude y se abren grietas o abismos en la arcilla interior; una bala sorda nos atraviesa el cerebro; un desembozado nos secuestra una ilusión. Éste, es uno de esos casos a mi gusto. Por eso, a tal crónica hasta le puse título : Un desconcierto para Herminia.
 Le ocurrió al norte, en Apacheta, cuando dejaba la Quebrada del Río Grande y trepaba hacia la Puna.
Erica Bulmer dijo casi textual:

 II


“Era un pueblo sin nombre para mí y a donde me llevó el azar. Me detuvo la visión de un cardón florecido y, por detrás y encima de sus brazos, de una torre con tres campanas. La más pequeña parecía recién parida por la mayor; o tal vez alguien dejó suspendido de la viga como ofrenda, el cencerro de su cabra madrina.
La mujer que allí encontré, llevaba colgada de la cintura una llave larga y oscura. Según dijo, ni aún dormida se separaba de ella, la mantenía anudada por encima del camisón. Era la llave de la iglesia, la que construyeron los franciscanos por el mil seiscientos. Herminia se encargaba de la limpieza y de abrir y cerrar sus puertas, macizas y con quicios, para que la conocieran los turistas. Lo mismo que hizo para mí sola esa siesta caliente y con transparencias.
Al entrar, del piso de ladrillo se levantó un vaho agradable a querosén. Las paredes eran de adobe, blanqueadas. Flores de tela cubrían el altar y el retablo. La hornacina central la ocupaba el santo patrono, San Francisco de Paula, con ojitos de cristal que parecían no abandonar nunca a los ojos de Herminia. Colgaban de las paredes tres enormes cuadros donde se retrataban los tres arcángeles, Gabriel, Rafael y Miguel, imaginados por el artista con alas cortas, bucles rubios y largos, arcabuces y sombreros de paño verde.
-Son mis custodios –dijo- ellos me defienden. ¿No me cree?, ¿por qué me mira así? –preguntó con más dulzura que timidez- Una noche, tarde muy tarde, escuché gritos y pisadas de cabalgadura en el camino. Como estaba anoticiada de que merodeaban cuatreros buscando majaditas y mujer, salí. Crucé el patio y llegué al atrio de la iglesia. Abrí sus puertas de par en par. Los rayos de la luna entraron, pero no a todos los sitios por igual. Tres rayos iluminaron los caños de los arcabuces, y otros tres los ojos de los ángeles haciéndolos refusilar. Todo lo demás era oscuridad. Los hombres se apearon, llegaron hasta el umbral, algo murmuraron, y luego huyeron llenos de espanto –contó.
Hablaba convencida, con las manos cruzadas sobre el vientre.
Me di cuenta de que la esperanza para Herminia era o muy corta o eternamente larga; o pensaba en el día siguiente o pensaba en el cielo. El trecho que media entre una y otra posta, era para ella un vacío oscuro que lo cruzaba ciega, colgada de la magia.
Luego salimos a caminar, me llevó hasta una cañada cubierta de mishugas florecidas. Quedé llena de asombro al ver esos cactus chatos, redondos, sobre los cuales se abría una corona de pétalos rosas con reflejos de nácar. Ella reía inocente y con extrañeza por la efusividad de mi asombro. Parecía vivirlo todo con una oscilación de ánimo estrecha. Con una alegría breve o con una tristeza corta.
De pronto, el encuentro entre turista y guía saltó la barrera de lo formal, dio un giro, como si un llamamiento inexplicable hubiese destrabado en Herminia el silencio de años. Nos deteníamos cada tres pasos por aquellos pastizales duros de cebadilla y contemplábamos. Para todo había un comentario. Me habló del hijo, que era conserje de hotel en la capital y hacía dos años había vuelto de visita con zapatos de charol, camisa y pañuelo azul. De la única vez que salió de Apacheta para ir a Casabindo a la corrida de toros en el día de la Asunción. Me invitó con un fruto dulce y maduro de quishcaloro. Mientras yo comía, ella reía y me observaba desconfiada degustar aquella tunita, poniendo a prueba mi aprecio o desprecio por las simples cosas. No eran macanas. Yo era, a su entender, profesora (lo de antropóloga le daba más lustre al título por lo incomprensible de tal oficio) y de la ciudad.
En tanto caminábamos, la llave golpeaba la cadera redonda de Herminia acompasando el andar. Dijo luego querer confiarme un secreto que jamás había revelado a nadie, ni a su marido tan siquiera, ni al cura. Ella poseía la llave original del templo fundida en plata del Potosí y que pesaba algo más de medio kilo. La tenía escondida bajo tierra en un nicho de piedra, en un lugar preciso que yo aquí no revelaré. Sí puedo asegurar que Herminia era sagaz, brillante mejor dicho, en ocurrencias. Destapó el enterramiento y puso en mis manos esa llave. Me aseguró que quien la tocaba volvía a esas tierras. Fue aquel rito entre las tuscas espinosas y los cardones, un reaseguro de mi retorno. Y sus manos apretaron con fuerza las mías, y las mías la llave, hasta incomodarme el dolor. Pero era tan hermosa esa palabra retorno. Tenía eco propio. Y era tan caliente el aire y tan desconocido para mí el sosiego que me donaba esta mujer...  ¿Sería esa la calma del vencido?, me pregunté. Después descubrí que no, que a ese corazón le restaba ensañamiento para gritarle al destino.
-Herminia... -comencé a decir cuando miré el reloj.
 Ella se dio vuelta y me miró con la fascinación de quien escucha por primera vez su nombre y se descubre singular y distinta. Algo insólito, porque en Apacheta las llamas, las cabras, las mishugas, son todas iguales y una sola es como si fuera otra cualquiera.
Tuve la sensación de que Herminia estrenaba nombre y era bautizada con la saliva que enjuagaba cada letra modulada por mí.
Pero lo que yo comencé a decir fue... ya me estoy yendo.
Luego de un silencio, aturdida, buscó palabras para disculparse por no haberme invitado con algo para comer y beber.
-¡Cómo!, si esta madrugada he horneado chipacos y tengo yerba y azúcar -se expresaba de este modo turbada por no tener conciencia de cuándo el sol pasó por sobre su cabeza y descendió por su espalda-. Hace un rato la vi borrosa –dijo- y me entró apuro por dar luz. Pero ahora ya no. Para despedirse la penumbra basta -agregó bajito- ¿Va a volver? Si decidiera quedarse un día más yo podría...
Me atreví a enlazar un ramito de flores amarillas cortadas en la cañada en un ojal de su tricota.
-No sé si volveré mañana a la cañada –siguió diciendo-,ojalá pase un tropel de baguales ahorita mismo y se lleve enredadas las mishugas en las patas. Total.... para qué sirven. Para nada...- Y le afloraba una rebeldía honda.
Allí temblé, porque intuí que esta mujer estaba inaugurando la tristeza  que únicamente conoce quien antes ha sido deslumbrado. ¿Por qué cosa?, no lo sé. Maldije al cardón y las campanas que me demoraron y provocaron tan innecesario trance. Este encuentro sin más que lo relatado, estaba marcando, posiblemente, un antes y un después en el transcurrir de los días de Herminia.
Comencé a caminar con fingido contento y al darme vuelta, ella pasaba un pañuelito descolorido por sus ojos que luego metió dentro de la manga de la tricota negra.

   III


Repasando el relato de Erica Bulmer, sospecho que el hombre de polera negra y ojos color hojas de olivo, alguna vez  debió de ser deslumbrado.
Esos tres pares de zapatillas de baile, acomodados de punta sobre los estantes de una cristalera en la sala de su casa, que yo vi la tarde anterior a su muerte, especialmente aquellas negras con cintas también negras, bordadas con lentejuelas y mostacillas de colores diseñando una lira, debieron pertenecer a una mujer inolvidable.
Esas zapatillas pudieron marcar un antes y un después. Alguna noche, en algún escenario de alguna ciudad del mundo, calzaron el pie de una bailarina danzando un pas de deux, por ejemplo. ¿Madre... hija... amante? No sé y tal vez nunca lo sabré.
En el tiempo que lo traté, aparentaba calma y una alegría bien avenida. Sólo ocupado en su jardín.
He leído tres veces la carta número 16 del Epistolario de Lorenzo Tasi y subrayado algunos párrafos. Es de madrugada y no puedo dejar de hacerlo. Trato de hilvanar pensamientos buscando reconstruir una historia que la realidad nunca me habrá de confiar. Sólo puedo imaginarla.
Cuando fuimos al cine esa tarde en la cual descendió en catorce grados la temperatura, lo invité con maní con chocolate y aceptó. En tal situación, llevé mi mano hasta el cuenco de la suya por dejar los dulces, aunque lo que yo buscaba era tocar su  mano. Entonces (anhelé) él la cerraría dejando la mía dentro de la suya, mis dedos se ensuciarían de chocolate, yo lo miraría de reojo y él me sonreiría con picardía. Pero su mano quedó extendida, relajada, y luego la llevó goloso a su boca. Sus ojos nunca abandonaron la pantalla, ni a Carlitos Chaplín.
Es curioso haber hallado esta carta número 16. Echa una luz de juicio a mi razón. En ella, Lorenzo Tasi describe al destinatario, un suceso que da inicio al escrito y remata en un consuelo.
               
 IV
  18-nov.-1960

“Apreciado ....:
                       Paso a relatarte una anécdota sin más prolegómenos. Tal vez te ayude a entender lo que te ocurre y vivís con tanta preocupación, según me decís en tu última carta.
Hace algunos años, transitando Buenos Aires, por azar entré a un boliche de Boedo. Sentado a una mesa tomando una caña de naranja hallé, ¿a que no imaginás a quién? a Jorge Luis. Sé que me vas a decir que es una broma, pero no. Vestido de barragán gris y engominado, contrastaba con algunos descamisados que, apoyados en el mostrador del bar, hablaban y reían haciendo girar lento sobre el tablero el vaso de tinto.
Este hombre a quien yo conocí bien (luego dejamos de vernos tras un incidente), se hallaba pálido, con los ojos pesados de sueño y muy turbado. Abatido, abría y cerraba rítmicamente su  mano repasando las ralladuras del níquel de una moneda de veinte centavos. Me confesó hallarse perseguido por la imagen fija de aquella moneda que le quitaba el sueño.
Creo que quedó muy mal después de la muerte de Teodelina, y tan lleno de artificios racionales como es, y alimentado por lecturas mística mahometanas, terminó creando un objeto que le ocupara el pensamiento y distrajera el corazón. Que lo tiene.
Me pareció bastante pobre lo de Jorge Luis. ¡Era una moneda tan vulgar y deslucida!, pero ilustra lo que te quiero expresar.
A veces un objeto despierta un interés inexplicable hasta la obsesión para alguien, y posee una fuerza tal, que obliga a pensar y repensarlo una y mil veces al día. No es común, pero  tampoco extraño. Alguna vez te hablé de S. Durán, filatelista. Para Sigmundo, el sol y la traslación de la tierra, las mujeres después de Beatriz, y hasta la Biblia y el Popol-Vuh, son circunstancias caprichosas y prescindibles. Su cosmos sagrado es una pinacoteca en estampillas. Una colección de sellos postales que reproducen pinturas y que mira bajo la lupa y acomoda en álbumes de cuero azul. Llegó a viajar a México y volvió sin saber del Zócalo, ni del Templo Mayor Azteca, ni de mariachis (esto último, como el hecho de no haber probado un tequila, ya es imperdonable), pero  eso sí, traía consigo no en la valija, sino entre cartones en el bolsillo interno del saco, la estampilla de emisión limitada Pareja en gris de Tamayo. Y la pagó bien... y sin dolor alguno.
Con esto quiero decirte que no te avergüences de tu fascinación por ese ejército de soldaditos de plomo pintados, ni de tu vagabundeo por los anticuarios buscando un nuevo recluta de metal.  Yo que vos, soñaría con uno cargando el fusil y disparando el tiro de gracia (que vos no diste), una tarde a la hora de las chicharras igualita a aquélla otra. Te va a tranquilizar. Todos, en algún momento, deberíamos en ceremonia íntima sepultar nuestros fantasmas. No serás con tus soldados un hombre feliz, pero sí complacido.
Mireya ¿cumple el 18 o el 19 de agosto? Catorce años ¿no es verdad? Sacame de la duda y confirmame con tiempo. El padrino tiene poco memoria para los números pero mucha para esta personita encantadora. Un abrazo:

                              L.T.

       V


Yo poco, muy poco puedo decir de ese hombre que ahora descansa bajo tierra en el cementerio. Aquí diré precisamente aquello que vi u oí sin sumar ni restar, ya que no estoy haciendo ficción de este relato. No tengo interés alguno en adicionar lo que mi imaginación acota.
Estrictamente, yo llegué a su casa en un barrio viejo, sin retiro verde, y que lejos hacía suponer que allí se escondía un paraíso. Llegué a la hora de la cita, a las dieciséis y cuarenta y cinco. Me dio la impresión de ser aguardada detrás de la puerta por la prontitud con que ésta se abrió.
Él, parecía nervioso, algo tímido. Las habitaciones estaban en penumbra. Cruzamos una sala con sillones tapizados de pana verde. Dijo...aguárdeme unos segundos, con el apuro de quien ha olvidado algo importante, y desapareció. Me dio tiempo a fijar mi atención en una cristalera donde se hallaban bien acomodados pocillos, tacitas, platos y ceniceros,  con virolas rojas o doradas e insignias. En todos se hallaba inscripta la palabra HOTEL, como si se trataran de souvenirs robados por pasajeros de lugares de cita, en ciudades que no merecen caer en el olvido. En medio de la loza, había tres pares de zapatillas de baile apoyadas de punta en el estante vidriado, bordadas con lentejuelas. Debía de tener el pie muy pequeño aquella bailarina.
Volvió a entrar a la sala y me invitó a pasar con cortesía a la cocina, iluminada con luz de bombilla a pesar del pleno día o mejor dicho de la tarde plena, porque la única ventana de aquel sitio tenía los postigos cerrados. Observé una pequeña mesa bien servida. Dos tazas dadas vuelta sobre sus platos; dos jugos de naranja; un platito con canela en rama; servilletas.
Pero yo la invité a conocer mi jardín, dijo dirigiéndose a la ventana. Tontamente tuve un estremecimiento. Era como correr el velo y dejar al desnudo el hechizo de una visión. Él, batió los postigos. Yo cerré los ojos prefigurando un espacio infinito muy verde con senderos y glorietas, y al abrirlos, mis ojos se estrellaron a cuatro metros con un muro blanco. Resbaló mi vista por él hasta un patio pequeño con embaldosado rojo brillante. En un ángulo, un cantero bien delimitado contenía el árbol, y colgando de sus ramas bajas, el misterio.
-Son catleyas –dijo emocionado-, ha llegado usted en el mes más florido. Las orquídeas son así; no se apoyan en el suelo, se posan livianas sobre un pie prestado. La copa de este canelo gradúa la justa cantidad de sol y humedad necesaria para sus huéspedes.
Ese era su paraíso; una cascada de aristocráticas orquídeas color fucsia, matizadas, con centros amarillos.
 Y poco más conozco. Dijo que de noche o en días de tormenta, corría un toldo de malla plástica para protegerlas. Azorada, lo miré. Delgado, sonriente, los brazos en jarra contemplando su misterio, cabello entrecano y ralo, los anteojos algo caídos, esforzándose por contenerse erguido. Para mí era un guerrero, acosado de invasiones que lo fueron desposeyendo de todo, menos de dignidad. Centinela de su última fortuna. Un guerrero con una orquídea.
Tomamos el té, y nuestros comentarios, olvidando lo personal de cada uno, se centró en libros y películas. El entendido en cine era él. Fuimos del cine mudo al sonoro, del blanco y negro al color, y cuando Chaplin se sentó en la tercera silla vacía, donde yo había colgado mi cartera, el azar hizo caer su mala estrella sobre la mesa.
El relataba cortometrajes de Carlitos y el hombrecito de sombrero hongo, zapatos remendados y bastón de junco enternecía la tarde y nuestros ojos, con tanta emoción, que arrebatada recordé la cartelera del cine club de la calle Belgrano, que había leído casi con indiferencia la tarde anterior y que ahora me quemaba.
-La quimera del oro -le dije-. Esa misma dan esta tarde y a esta hora -agregué mirando el reloj que colgaba de la pared de la cocina.
Sin pensarlo, como si nos conociéramos de toda la vida y mis gustos fueran los de él y los de él los míos, dejamos la mesa servida (ahí me di cuenta de que mi taza de té frío, estaba a la mitad). Olvidados de todo salimos apurados, casi  urgidos, hasta correr las cinco últimas cuadras jadeando y sin aliento. Nos transportaba el deseo llegar a ver Chaplín y después volveríamos a pensar en el resto del mundo.
No sé cuanto tiempo duró aquella película. No acostumbro a llevar reloj. Dentro, al oscuro, todo para mí fue intemporal, mágico, y cuando se encendieron las luces de la sala, me pareció breve, tan breve, que me dieron ganas de apedrear la pantalla, exigir que me devolvieran los cincuenta centavos de la entrada y estar de nuevo en la vereda con posibilidad de decidir si entrar o no. Pero ya no había retorno. Este atropello del tiempo más me rebelaba a medida que avanzábamos hacia el hall y un aire fresco, con fuerte olor a hinojos, me daba en la cara. Ese inconfundible olor que se levanta de las hierbas, de los pastos, de las hojas, después de la masacre del granizo.
No hablamos, nada dijimos, pero creo que los dos pensamos que Chaplín no nos dio tiempo de correr el toldo de malla plástica. Quién sabe cuales fueron las últimas palabras de las catleyas y del canelo, porque casi siempre se balbucea o se gime al morir; y hasta algunas veces se oyen en esos precisos instantes confesiones inolvidables.
No nos despedimos. El tomó hacia la izquierda, desandando con menos apuro que de ida, las calles húmedas; yo crucé y continué derecho por Laprida. Era casi fin de mes. En la vereda del Banco no volví a encontrarlo. Lo recuerdo animoso, alegre en su apariencia. Pero  yo vi unas zapatillas de baile y unas catleyas abonadas con huesos de fantasmas... y me irrita la arrogancia de quien escribió la lápida y me desconsuela  el después de un deslumbramiento.

                                                     
                                                                    



                                                            
                                                                                  

4 comentarios:

Natalia Spina dijo...

Recorrí tantos lugares con tu cuento!
En la ciudad de Córdoba,tenía yo un amigo con orquídeas en "el fondo"de su casa. Cuando leí la escena, volví fácilmente a ese día de sorpresa.
Herminia me pareció un personaje adorable. Te diría que elegiría su regazo para esos únicos momentos en los que las mujeres lloran con congoja, como niñas,necesitando no ser juzgadas. Ni que hablar si te borran las lágrimas con ese pañuelito!..
Hace un par de meses fui a Ischilín. Me la ambientaste ahí. Entre cactus, sombras mágicas, una antigua capilla con profundos secretos ancestrales, unas cabras...
Y esos "amigos" de efímera y a la vez trascendental existencia que salpican nuestra vida como un misterioso ingrediente de una aromática y única receta.
En cuanto a la felicidad...el deslumbramiento...simplemente perfecto.
Ya estoy esperando fin de mes para volverte a encontrar! Muchas gracias!
Natalia S.

Piel de lechuza dijo...

Hola Nati!!! Qué alegría que hayas leído mi cuento y entrado al blog. Parece que tía y sobrina se siguen tocando con percepciones íntimas, ricas, confluyentes. Ese hombre con su paraíso me robó muchas horas de sueño y me dejó con ganas de saber más... Con la llegada de Felipito estoy atrasada en mi lectura de correos. Te pido disculpas. Ahora ya te responderé otras cartitas tuyas. Un abrazo larguísimo!!!!!

Carmen dijo...

Me quedo con el saber de lo efímero, del entendimiento instantáneo que no por no breve, transciende el encuentro, el calor de la tierra seca, el asombro de Herminia...

Cariños,
Carmen

Anónimo dijo...

Cecilia , tu capacidad para "ensobrar" historias, la riqueza de los personajes, las reflexiones sabias, los ambientes, los aromas....sos una gran cuentista. Yo estuve en el norte y reviví los cardones, los ángeles arcabuceros, la luminosidad del cielo. Y recordé y volví a leer el cuento de Jorge Luis a que te referís. Sencillamente, me gustó muchísimo.
Cariños!
María E.