Fue uno de esos fatídicos lunes
en que la épica del fútbol le había asignado un lugar entre los vencidos.
Gutiérrez no desperdició la oportunidad, y con un descomunal talento para el
escarnio y la humillación, comenzó a acosarlo con ácidas y sagaces ocurrencias
que despertaron la risa de todos.
Despachaba sellos, pesaba sobres,
cobraba, entregaba formularios, amparado tras el vidrio blindado. Para qué
necesitaba una protección como esa, se preguntaba, si jamás nadie lo había
agredido desde el exterior. Mejor sería que la colocasen a sus espaldas, el
peligro venía de atrás, de las entrañas de la oficina.
Antes, no era así, hasta que
Gutiérrez lo eligiera como blanco. Fue desde el mismo momento en que se
efectivizó su traslado desde la Oficina Central de Correos. A instancia suya
cada día la colmena alborotada le caía encima con el hiriente zumbido de sus
mofas y sarcasmos. Poco a poco sus compañeros fueron esmerándose en sumar
nuevas y más graciosas formas de mortificación, que lo hacían vivir en una eterna
e infinita zozobra. Este comportamiento, que no molestaba a nadie más que a
Archundi, fue rápidamente incorporado por el conjunto. La maldad,
irremediablemente enquistada, reptaba entre ese ato de pequeños torturadores.
Sí, todo había comenzado a partir
de su llegada. Gutiérrez y su simpatía, Gutiérrez y su condición natural de
líder, Gutiérrez, Gutiérrez, siempre Gutiérrez. Fue él el que lo convirtió en
víctima y a ellos en victimarios por imitación. Hoy el motivo había sido el
fútbol, hubieron en el pasado otros y habrá otros en el futuro, o los
inventarán. El martes, por ejemplo, tuvo un fallo de caja que lo volvió loco.
Al otro día, después que misteriosamente apareciese el faltante, lo
avergonzaron durante ocho horas ininterrumpidas. Hubiera preferido pagar con
tal de no ser echado a la arena para que lo devoren los leones.
Estaba de espaldas cuando
Gutiérrez cayó como fulminado por un rayo.
Todos se arremolinaron alrededor.
Corina Vélez le palmeaba la cara. Garay le aflojó la corbata y le desprendió
los primeros botones de la camisa (ellos eran los que estaban más cerca). El
resto juntó sus cabezas alrededor, como los pétalos de una margarita, sin
atinar más que a observar atónitos. Archundi fue el único que corrió en sentido
opuesto. Después de una rápida mirada se dirigió al teléfono que estaba sobre
el escritorio de Maribel y llamó al Servicio de Emergencias Médicas. A nadie se
le había ocurrido algo tan elemental. Luego voló como una bailarina de ballet
sobre todos y se posó junto al que yacía violáceo en el piso. De un decidido
empujón alejó a los dos que permanecían arrodillados junto a él, extrajo un
pañuelo del bolsillo de atrás del pantalón y limpió la espuma blanca y espesa
que le salía por la boca. Actuaba con resolución, sin hesitar, a punto tal que
nadie se atrevió a cuestionarlo, por el contrario, se asentó sobre la mente de
todos la convicción de que Archundi poseía un conocimiento profundo de las
técnicas de resucitación. Sin detenerse, le tapó la nariz y empezó a insuflar
bocanadas de aire con fuerza en los pulmones. Gotas de sudor hacían surcos en
su cara pero no se detenía, tenaz forcejeaba tratando de retener esa vida que
se iba. Los cachetes del moribundo dilataban como los de un trompetista con
cada soplido. Llorisqueaban las mujeres y los hombres luchaban contra la
contradicción de haberlo visto saludable un instante atrás y moribundo, o peor
aún, irremediablemente muerto ahora. Pero la incipiente tarde les tenía
reservada otra sorpresa. De repente Gutiérrez comenzó a respirar espontáneamente.
Entonces, Archundi dejó de soplar, le agarró la lengua con el pañuelo y tiró de ella sacándola fuera de la
boca. El otro vomitó varias veces antes que llegase la ambulancia pero él no
dejó que se ahogase, torciéndole la cabeza, y liberándolo de todo cuanto
pusiese obstruir la entrada de aire. Los paramédicos dijeron que debía
agradecer al que lo atendió que siguiese vivo.
Se formaron corrillos. Algunos se
preguntaban: “¿De dónde habrá sacado Archundi ese conocimiento, ese temple?”
“Pese a que Gutiérrez lo molestaba tanto, Archundi no escatimó esfuerzos para
salvarlo, demostró ser muy noble” pensaron otros, sin decirlo. Al fin y al
cabo, Archundi no era tan tonto como aparentaba, no merecía que se lo tratase
como lo habían hecho ellos. En definitiva, a nadie se le había ocurrido hacer,
lo que hizo Archundi, ni lo hubiesen sabido hacer tan bien como él. Todos se
sintieron hostigados por el remordimiento, y al mismo tiempo, invadidos por una
desconocida admiración.
Todavía estaba en el quirófano
cuando llegó. Encontró a Mireya, la esposa, en la sala de espera. Se saludaron
con un abrazo, uno de esos con que las personas se dicen cosas en el idioma
infinito del silencio. Ella le explicó que se le había roto una aneurisma en el
cerebro, una especie de globito de paredes finas, que se formaba al costado de
una arteria. Los cirujanos lo llevaron de inmediato para operarlo. Dijeron que
era para detener la hemorragia que, aunque pequeña, producía efectos
devastadores.
Ambos callaron mientras el tiempo
languidecía indolente. Habían pasado dos horas cuando ella, envuelta en una
seriedad digna, sin lágrimas ni gestos grandilocuentes, levantó la cabeza y
dirigió hacia él sus ojos grises. Se
escurría de ellos una mirada de cansancio que no era el fruto del cansancio
sino de la espera.
- - Sé
cuánto lo hace sufrir Archundi. Créame que no lo comprendo. No entiendo por qué
lo salvó, por qué está aquí, qué es lo que espera.
Si la mujer lo sabía, dedujo, era
porque también se reía de él fuera del trabajo. Además, le extrañó que casi le
recriminara el haberlo socorrido.
- -Lo
hubiese hecho por cualquiera. Espero que se recupere- contestó avergonzado.
Mireya volvió a bajar la vista y
él la observó con mayor detenimiento. Jamás lo había hecho antes, posiblemente
por respeto a la mujer de un compañero, quizás porque le resultaba poco
glamorosa, carente de “sex-appeal”. Nunca se le ocurrió que su falta de
atractivo podría deberse a que jamás se había detenido lo suficiente a
contemplarla. A quién podría cautivar esa mujer, se preguntó, con esos pelos
lacios que caían sobre unas escuálidas mejillas, escondiendo, tras ellos unos
ojos sombríos, apagados, que parecían dos pequeñas cavernas. La blusa, tan
amplia, ponía en duda, la existencia de los senos y la falda, larga y ancha,
camuflaba cualquier contorno.
Gutiérrez no morirá dijeron los
médicos, pero las secuelas le impedirán abandonar la silla de ruedas y, si bien
comprendería lo que le dijesen, no podría articular palabras coherentes.
Cuando lo llevaron a la casa, las
visitas de Archunndi adquirieron una regularidad y una puntualidad remarcables. Cada primer
jueves de mes, a las cinco de la tarde en punto, llegaba con una bandeja de
masas. La esposa lo acompañaba hasta el dormitorio donde se encontraba
Gutiérrez y se retiraba a preparar el té. Mientras lo hacía, él giraba el
sillón de ruedas, lo situaba frente al espejo del ropero y desde atrás le
sostenía la cabeza obligándolo a mantener la cara en alto. Casi sin pestañar,
hacía rebotar su mirada contra el azogue y se la metía en los ojos como una
lezna. Gutiérrez era invadido por una terrible agitación, tratando en vano de
librarse de las manos que lo forzaban a ver su imagen reflejada, y de la mirada
de Archundi, su torturado, persiguiéndolo. Con las conjuntivas inyectadas en sangre,
emitía quejidos, la lengua se le trababa y destrababa pronunciando palabras
indescifrables, desacompasadas, hasta que Mireya acudía en su auxilio con la
bandeja en la mano. Cuando oía caer sus pisadas sobre los mosaicos del
corredor, Archundi lo devolvía a la posición inicial.
Una tarde, al retirarse, como de
costumbre, lo acompañaba a la puerta, la mujer lo tomó del brazo y lo condujo
hasta el living.
- Siéntese
por favor, le robaré sólo un instante Archundi- le dijo con tono ambiguo,
intrigante- lo he venido observando todo este tiempo y he comprobado que le
asiste una paciencia de pescador. Ha descubierto la forma perfecta de vengarse,
la de castigarlo sin palo y sin rebenque colocándolo frente a sí mismo y frente
a usted, una vez por mes. Además, me di cuenta que la tortura no termina allí.
Cuando se va, él sigue aterrorizado pensando en el próximo encuentro, cosa que
usted se esmera en que ocurra con cronométrica puntualidad-
- - Se equivoca Mireya…- dijo Archundi
titubeando.
- -Déjeme
terminar, por favor. A mí también ese crápula me ha humillado hasta extremos
inimaginables, me ha aislado de mis padres y hermanos, de mis amigos…- se
detuvo fugazmente con los ojos nublados tras una fina película de
lágrimas.- no quiero extenderme en
cuestiones que a usted no tienen por qué interesarle. Lo cierto es que usted me
ha iluminado. No sabe cuánto maldije su nombre el día que le salvó la vida,
tanto o más que cuando los médicos me dijeron que viviría. Le deseé la muerte,
el dolor físico, el infierno, pensé que era dueño de una infinita estupidez y
que por eso mismo era merecedor de cuanto le hizo padecer. Hasta que vi lo que
hacía y cómo lo hacía. Entonces comprendí la magnitud de su talento. Quería que
supiese eso, y que lo admiro. La próxima vez hablaremos más.
El primer jueves del mes siguiente, como cada primer jueves de
mes, tocó el timbre a las cinco, con su británica puntualidad. Cuando Mireya
abrió la puerta, Archundi se quedó mirándola sin dar crédito a lo que veían sus
ojos. Una melenita corta dejaba la cara despejada. El delineador había
transformado en provocadores, los ojos que creyó sombríos y apagados. El busto,
la cintura, las nalgas, los muslos, las pantorrillas estaban allí, sus
contornos se marcaban en forma definida, no habían desaparecido.
- -¿A
qué se debe semejante cambio?- preguntó.
- -Ya
verá usted, pase, pase, por favor.
Entraron al dormitorio donde
Gutiérrez esperaba en el sillón de ruedas, tapadas sus piernas con una manta
escocesa. Su mirada vagaba como si no pudiese fijarla en ningún punto. Cuando
la mujer lo colocó de espaldas al espejo, en el fondo de sus ojos se encendió
una lucecita de alivio, allá muy adentro. Archundi se sentía algo incómodo
porque, sutilmente, se rompía la rutina, y él no estaba acostumbrado a los
imprevistos. Entonces Mireya,
lentamente, contorneándose como una ninfa pecadora, se fue quitando una a una
las prendas hasta quedar completamente desnuda. Luego comenzó de desvestirlo,
rozando con sus senos y su boca, ebria de sensualidad, cada centímetro de piel
que iba descubriendo, con un encarnizamiento aprovechador. Parado en el centro
de la habitación, avergonzado, desnudo, y en erección, Archundi ofrecía un
espectáculo descorazonador, ridículo, lamentable. Temblaba, pero pronto entró
en calor cuando ella introdujo en el reproductor una película pornográfica y lo
indujo a repetir lo que la pantalla del televisor les devolvía. Gutiérrez
bamboleaba el tronco a ambos lados sacudiendo el sillón, en medio de un áspero
acceso de tos que terminó cuando la flema que se le había atorado en la
garganta, quedó colgando de la comisura derecha de sus labios. Los ojos le
lagrimeaban y emitía gemidos que salían tropezando con las palabras confusas,
frente al entrevero erizado y cruel, al revoltijo voluptuoso. Fue una hora
generosa durante la cual una fuerte excitación invadió a los tres, aunque por
bien distintos motivos.
Después de vestirse tomaron el té
con masas y, antes de dejar la habitación, se despidieron.
- - Adiós
Mireya. Esta vez, me tomó por sorpresa. La próxima lo haremos mejor.
- - Ha
sido un placer. Hasta el mes que viene Archundi.
Cuentos
del “Camino Real” y otros cuentos.
Que lo disfruten,Carmen
Que lo disfruten,Carmen
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