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2 may 2019

PRIMER JUEVES DE MES, de Alejandro J. Ramón

Fue uno de esos fatídicos lunes en que la épica del fútbol le había asignado un lugar entre los vencidos. Gutiérrez no desperdició la oportunidad, y con un descomunal talento para el escarnio y la humillación, comenzó a acosarlo con ácidas y sagaces ocurrencias que despertaron la risa de todos.
Despachaba sellos, pesaba sobres, cobraba, entregaba formularios, amparado tras el vidrio blindado. Para qué necesitaba una protección como esa, se preguntaba, si jamás nadie lo había agredido desde el exterior. Mejor sería que la colocasen a sus espaldas, el peligro venía de atrás, de las entrañas de la oficina.
Antes, no era así, hasta que Gutiérrez lo eligiera como blanco. Fue desde el mismo momento en que se efectivizó su traslado desde la Oficina Central de Correos. A instancia suya cada día la colmena alborotada le caía encima con el hiriente zumbido de sus mofas y sarcasmos. Poco a poco sus compañeros fueron esmerándose en sumar nuevas y más graciosas formas de mortificación, que lo hacían vivir en una eterna e infinita zozobra. Este comportamiento, que no molestaba a nadie más que a Archundi, fue rápidamente incorporado por el conjunto. La maldad, irremediablemente enquistada, reptaba entre ese ato de pequeños torturadores.
Sí, todo había comenzado a partir de su llegada. Gutiérrez y su simpatía, Gutiérrez y su condición natural de líder, Gutiérrez, Gutiérrez, siempre Gutiérrez. Fue él el que lo convirtió en víctima y a ellos en victimarios por imitación. Hoy el motivo había sido el fútbol, hubieron en el pasado otros y habrá otros en el futuro, o los inventarán. El martes, por ejemplo, tuvo un fallo de caja que lo volvió loco. Al otro día, después que misteriosamente apareciese el faltante, lo avergonzaron durante ocho horas ininterrumpidas. Hubiera preferido pagar con tal de no ser echado a la arena para que lo devoren los leones.
Estaba de espaldas cuando Gutiérrez cayó como fulminado por un rayo.



Todos se arremolinaron alrededor. Corina Vélez le palmeaba la cara. Garay le aflojó la corbata y le desprendió los primeros botones de la camisa (ellos eran los que estaban más cerca). El resto juntó sus cabezas alrededor, como los pétalos de una margarita, sin atinar más que a observar atónitos. Archundi fue el único que corrió en sentido opuesto. Después de una rápida mirada se dirigió al teléfono que estaba sobre el escritorio de Maribel y llamó al Servicio de Emergencias Médicas. A nadie se le había ocurrido algo tan elemental. Luego voló como una bailarina de ballet sobre todos y se posó junto al que yacía violáceo en el piso. De un decidido empujón alejó a los dos que permanecían arrodillados junto a él, extrajo un pañuelo del bolsillo de atrás del pantalón y limpió la espuma blanca y espesa que le salía por la boca. Actuaba con resolución, sin hesitar, a punto tal que nadie se atrevió a cuestionarlo, por el contrario, se asentó sobre la mente de todos la convicción de que Archundi poseía un conocimiento profundo de las técnicas de resucitación. Sin detenerse, le tapó la nariz y empezó a insuflar bocanadas de aire con fuerza en los pulmones. Gotas de sudor hacían surcos en su cara pero no se detenía, tenaz forcejeaba tratando de retener esa vida que se iba. Los cachetes del moribundo dilataban como los de un trompetista con cada soplido. Llorisqueaban las mujeres y los hombres luchaban contra la contradicción de haberlo visto saludable un instante atrás y moribundo, o peor aún, irremediablemente muerto ahora. Pero la incipiente tarde les tenía reservada otra sorpresa. De repente Gutiérrez comenzó a respirar espontáneamente. Entonces, Archundi dejó de soplar, le agarró la lengua con el  pañuelo y tiró de ella sacándola fuera de la boca. El otro vomitó varias veces antes que llegase la ambulancia pero él no dejó que se ahogase, torciéndole la cabeza, y liberándolo de todo cuanto pusiese obstruir la entrada de aire. Los paramédicos dijeron que debía agradecer al que lo atendió que siguiese vivo.
Se formaron corrillos. Algunos se preguntaban: “¿De dónde habrá sacado Archundi ese conocimiento, ese temple?” “Pese a que Gutiérrez lo molestaba tanto, Archundi no escatimó esfuerzos para salvarlo, demostró ser muy noble” pensaron otros, sin decirlo. Al fin y al cabo, Archundi no era tan tonto como aparentaba, no merecía que se lo tratase como lo habían hecho ellos. En definitiva, a nadie se le había ocurrido hacer, lo que hizo Archundi, ni lo hubiesen sabido hacer tan bien como él. Todos se sintieron hostigados por el remordimiento, y al mismo tiempo, invadidos por una desconocida admiración.
Todavía estaba en el quirófano cuando llegó. Encontró a Mireya, la esposa, en la sala de espera. Se saludaron con un abrazo, uno de esos con que las personas se dicen cosas en el idioma infinito del silencio. Ella le explicó que se le había roto una aneurisma en el cerebro, una especie de globito de paredes finas, que se formaba al costado de una arteria. Los cirujanos lo llevaron de inmediato para operarlo. Dijeron que era para detener la hemorragia que, aunque pequeña, producía efectos devastadores.
Ambos callaron mientras el tiempo languidecía indolente. Habían pasado dos horas cuando ella, envuelta en una seriedad digna, sin lágrimas ni gestos grandilocuentes, levantó la cabeza y dirigió  hacia él sus ojos grises. Se escurría de ellos una mirada de cansancio que no era el fruto del cansancio sino de la espera.
-     - Sé cuánto lo hace sufrir Archundi. Créame que no lo comprendo. No entiendo por qué lo salvó, por qué está aquí, qué es lo que espera.
Si la mujer lo sabía, dedujo, era porque también se reía de él fuera del trabajo. Además, le extrañó que casi le recriminara el haberlo socorrido.
-      -Lo hubiese hecho por cualquiera. Espero que se recupere- contestó avergonzado.
Mireya volvió a bajar la vista y él la observó con mayor detenimiento. Jamás lo había hecho antes, posiblemente por respeto a la mujer de un compañero, quizás porque le resultaba poco glamorosa, carente de “sex-appeal”. Nunca se le ocurrió que su falta de atractivo podría deberse a que jamás se había detenido lo suficiente a contemplarla. A quién podría cautivar esa mujer, se preguntó, con esos pelos lacios que caían sobre unas escuálidas mejillas, escondiendo, tras ellos unos ojos sombríos, apagados, que parecían dos pequeñas cavernas. La blusa, tan amplia, ponía en duda, la existencia de los senos y la falda, larga y ancha, camuflaba cualquier contorno.
Gutiérrez no morirá dijeron los médicos, pero las secuelas le impedirán abandonar la silla de ruedas y, si bien comprendería lo que le dijesen, no podría articular palabras coherentes.
Cuando lo llevaron a la casa, las visitas de Archunndi adquirieron una regularidad y  una puntualidad remarcables. Cada primer jueves de mes, a las cinco de la tarde en punto, llegaba con una bandeja de masas. La esposa lo acompañaba hasta el dormitorio donde se encontraba Gutiérrez y se retiraba a preparar el té. Mientras lo hacía, él giraba el sillón de ruedas, lo situaba frente al espejo del ropero y desde atrás le sostenía la cabeza obligándolo a mantener la cara en alto. Casi sin pestañar, hacía rebotar su mirada contra el azogue y se la metía en los ojos como una lezna. Gutiérrez era invadido por una terrible agitación, tratando en vano de librarse de las manos que lo forzaban a ver su imagen reflejada, y de la mirada de Archundi, su torturado, persiguiéndolo. Con las conjuntivas inyectadas en sangre, emitía quejidos, la lengua se le trababa y destrababa pronunciando palabras indescifrables, desacompasadas, hasta que Mireya acudía en su auxilio con la bandeja en la mano. Cuando oía caer sus pisadas sobre los mosaicos del corredor, Archundi lo devolvía a la posición inicial.
Una tarde, al retirarse, como de costumbre, lo acompañaba a la puerta, la mujer lo tomó del brazo y lo condujo hasta el living.
-      Siéntese por favor, le robaré sólo un instante Archundi- le dijo con tono ambiguo, intrigante- lo he venido observando todo este tiempo y he comprobado que le asiste una paciencia de pescador. Ha descubierto la forma perfecta de vengarse, la de castigarlo sin palo y sin rebenque colocándolo frente a sí mismo y frente a usted, una vez por mes. Además, me di cuenta que la tortura no termina allí. Cuando se va, él sigue aterrorizado pensando en el próximo encuentro, cosa que usted se esmera en que ocurra con cronométrica puntualidad-
-      -  Se equivoca Mireya…- dijo Archundi titubeando.
-    -Déjeme terminar, por favor. A mí también ese crápula me ha humillado hasta extremos inimaginables, me ha aislado de mis padres y hermanos, de mis amigos…- se detuvo fugazmente con los ojos nublados tras una fina película de lágrimas.-  no quiero extenderme en cuestiones que a usted no tienen por qué interesarle. Lo cierto es que usted me ha iluminado. No sabe cuánto maldije su nombre el día que le salvó la vida, tanto o más que cuando los médicos me dijeron que viviría. Le deseé la muerte, el dolor físico, el infierno, pensé que era dueño de una infinita estupidez y que por eso mismo era merecedor de cuanto le hizo padecer. Hasta que vi lo que hacía y cómo lo hacía. Entonces comprendí la magnitud de su talento. Quería que supiese eso, y que lo admiro. La próxima vez hablaremos más.
El primer jueves  del mes siguiente, como cada primer jueves de mes, tocó el timbre a las cinco, con su británica puntualidad. Cuando Mireya abrió la puerta, Archundi se quedó mirándola sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Una melenita corta dejaba la cara despejada. El delineador había transformado en provocadores, los ojos que creyó sombríos y apagados. El busto, la cintura, las nalgas, los muslos, las pantorrillas estaban allí, sus contornos se marcaban en forma definida, no habían desaparecido.
-      -¿A qué se debe semejante cambio?- preguntó.
-      -Ya verá usted, pase, pase, por favor.
Entraron al dormitorio donde Gutiérrez esperaba en el sillón de ruedas, tapadas sus piernas con una manta escocesa. Su mirada vagaba como si no pudiese fijarla en ningún punto. Cuando la mujer lo colocó de espaldas al espejo, en el fondo de sus ojos se encendió una lucecita de alivio, allá muy adentro. Archundi se sentía algo incómodo porque, sutilmente, se rompía la rutina, y él no estaba acostumbrado a los imprevistos. Entonces  Mireya, lentamente, contorneándose como una ninfa pecadora, se fue quitando una a una las prendas hasta quedar completamente desnuda. Luego comenzó de desvestirlo, rozando con sus senos y su boca, ebria de sensualidad, cada centímetro de piel que iba descubriendo, con un encarnizamiento aprovechador. Parado en el centro de la habitación, avergonzado, desnudo, y en erección, Archundi ofrecía un espectáculo descorazonador, ridículo, lamentable. Temblaba, pero pronto entró en calor cuando ella introdujo en el reproductor una película pornográfica y lo indujo a repetir lo que la pantalla del televisor les devolvía. Gutiérrez bamboleaba el tronco a ambos lados sacudiendo el sillón, en medio de un áspero acceso de tos que terminó cuando la flema que se le había atorado en la garganta, quedó colgando de la comisura derecha de sus labios. Los ojos le lagrimeaban y emitía gemidos que salían tropezando con las palabras confusas, frente al entrevero erizado y cruel, al revoltijo voluptuoso. Fue una hora generosa durante la cual una fuerte excitación invadió a los tres, aunque por bien distintos motivos.
Después de vestirse tomaron el té con masas y, antes de dejar la habitación, se despidieron.
-     - Adiós Mireya. Esta vez, me tomó por sorpresa. La próxima lo haremos mejor.
-     - Ha sido un placer. Hasta el mes que viene Archundi.

Cuentos del “Camino Real” y otros cuentos.

Que lo disfruten,Carmen




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