El domingo de Ramos, Diana invita a su madre a comer.
Adela lleva el vino y el postre, como siempre, y se fija en que su yerno no
come mucho y habla todavía menos.
— ¿Me ayudas a recoger la mesa,
mamá?
Después del café, Adela está convencida de que su hija quiere encerrarse
con ella en la cocina para hablarle de su marido, y sus primeras palabras
parecen confirmarlo.
—Mira, mamá, yo... —abre el
lavaplatos, se agacha a estudiar su contenido, y desde allí se explica algo
mejor—. Tengo un problema.
—Ya me he dado cuenta —la madre
empieza a llenar de vasos la bandeja de arriba—. ¿Qué le pasa a Pepe?
—¿A Pepe? —pero su hija se vuelve a mirarla con un gesto de estupor y una
bandeja de horno chorreando agua entre las manos—. A Pepe no le pasa nada.
—¿Seguro?
—Seguro —asiente con energía,
regresa al lavaplatos—. No es Pepe, es Sofía, que quiere pasar la Semana Santa
en la playa con ese novio que se ha echado, pero como él gana tan poco y no
puede pagar un hotel, y tampoco quiere pagarlo ella para que él no se sienta
mal, pues me ha dicho que si pueden acoplarse en nuestra casa.
—¡Ah! —Adela sonríe mientras sigue
colocando vasos, porque Diana acaba de recordarle que la que tiene un problema
menos es ella—. Fenomenal, me alegro un montón, eso es lo que necesitaba tu
hermana, yo estoy encantada.
—Ya, y yo también pero, verás...
—Diana se apoya en el fregadero, levanta una mano, cierra el puño y empieza a
desplegar los dedos, uno por uno—. En nuestro cuarto, dormimos nosotros. En el
de invitados, mis suegros, que se apuntaron hace un mes. En el cuarto de los
niños, duermen Pablo y su amigo Felipe, porque Jose no viene, me ha dicho que
tiene que quedarse en Madrid a estudiar. Total, que si pongo a Mariana en el
dormitorio de al lado de la cocina, Sofi y su novio pueden dormir en su cuarto,
pero...
—Pero las camas son de ochenta
—completa Adela.
—Eso da igual, mamá. Están en esa
fase en la que dos duermen en una cama pequeña y les sobra sitio. No es eso, es
que ya no tengo más camas.
—¿Y? —pero lo entiende todo de
repente—. ¡Ah! Lo dices por mí... No te preocupes, hija, si yo no pensaba
moverme de Madrid en Semana Santa. Tengo un montón de cosas que hacer.
—¿De verdad?
—Y tan de verdad. Pero tú preocúpate
por Pepe, anda. Hazme caso, que yo sé mucho de eso.
Cuando Adela se queda viuda, siente que nunca más podrá volver a
interesarse por el mundo.
Porque no sólo pierde a su marido. Con él, pierde su vida, las ganas de
vivirla. Sin Miguel no le apetece ninguna cosa, desde el zumo del desayuno
hasta el sueño de cada noche. Le sobran todos los segundos de cada día, le
siguen sobrando durante semanas, luego meses, por fin un año entero. No sabe lo
que hace aquí, no sabe por qué está viva, nada le interesa, nada le divierte,
sólo le ilusiona la idea de fumar hasta morirse.
Sus hijas no lo entienden. Lo habrían esperado de cualquier otra mujer, de
su madre, tan activa, tan lanzada, tan moderna siempre, no. Adela pierde la
cuenta de todos los gimnasios, todos los balnearios, todos los viajes que le
han recomendado, cuando en la pantalla de su ordenador se abre una ventana
inesperada, que brilla y palpita como un ser vivo.
—¡Que arda Troya! —la patria de
Paris, a la que Miguel y ella han consagrado su vida, es la responsable de que
reciba de vez en cuando información no solicitada, pero nunca ha visto un
anuncio parecido—. Y esto, ¿qué será?
Enseguida descubre que es un juego, un juego de estrategia, en apariencia
tonto, en realidad dificilísimo, y su salvación. Su marido, el profesor
Salgado, catedrático de griego en la Facultad de Filología Clásica de la
Autónoma, traductor y editor de La Ilíada, habría estado orgulloso de ella,
porque la primera vez no le resulta nada fácil. Tarda más de dos semanas en
rendir a Agamenón, pero salva Troya y, entretanto, vuelve a comer, a pasear, a
leer, a acostarse a su hora. Miguel y ella siempre han estado en contra del
final que escogió Homero, siempre han sido forofos de Héctor, de su pueblo. Por
eso, cuando tiene que ponerse un nombre, escoge Andrómaca.
Después, vuelve a empezar. Pierde su segunda guerra y se jura a sí misma
que nunca más volverá a ver los muros de Troya ardiendo en la pantalla de su
ordenador. Poco después, el juego empieza a hacerse famoso. Aparecen artículos
en los periódicos, reportajes en la televisión y un nuevo reclamo en el menú
principal, Modo torneo ¡Que arda Troya! Lucha con griegos y con
troyanos de todo el mundo...
Cuando se inscribe, descubre que casi todos sus contrincantes on-line
apoyan a los griegos. Sólo encuentra a un jugador que se llama Héctor, pero
ella siempre ha despreciado el fácil encanto de los vencedores.
—Tú y yo sabemos quiénes son los
buenos, amor mío.
Todas las tardes, a la hora de la partida, coge una foto de Miguel, le da
un beso, la coloca a su lado, sobre la mesa, escoge su caballo, su casco, su
coraza, su espada, su arco y sus flechas.
—¡Toma esta! —y siempre escoge mejor
que sus rivales—. ¡Y esta, aqueo del demonio! Una noche, después de su enésima
victoria, se abre una nueva ventana en la pantalla. Es una invitación a un
torneo presencial que se va a celebrar en verano, en un hotel de la Gran Vía.
Se pone tan nerviosa que se echa a la calle, camina hasta cansarse y, al volver
a casa, se excusa. No puede ir con sus setenta y dos años a jugar en público
con unos críos, aunque arda Troya. Pero, por fortuna, Troya no arde, porque
Héctor gana el torneo.
Sin embargo, unos meses más tarde, en el torneo navideño, pierde ante
Aquiles para que las llamas reduzcan a cenizas el palacio de Príamo en millones
de pantallas de todo el mundo.
—¡Pero, Héctor, qué has hecho!
—musita con los ojos llenos de lágrimas—. Pues al Campeonato Nacional voy —le
dice a una foto en voz alta—. Te prometo que voy.
Por eso, el Miércoles Santo, en lugar de irse a la playa con Pepe y con
Diana, se presenta en el salón más grande de un hotel de la Gran Vía.
—Perdone, señora —le dice un chico muy joven que vigila la entrada —, no
puede pasar, aquí se celebra un torneo de videojuegos y...
—¡Ay!, sí, perdona —la anciana busca en su bolso y se cuelga del cuello la
identificación que ha recibido por correo—. Ahora sí puedo, ¿verdad?
—¿Andrómaca? —y el chico de repente está tan pálido como si Adela hubiera
rejuvenecido cincuenta años y llevara una túnica blanca, al nieto de Príamo en
sus brazos—. ¿Usted es Andrómaca?
—Sí, yo soy Andrómaca.
—¡Arturo! —entonces sale corriendo—. ¡Curro! No os lo vais a creer...
Tres días más tarde, en la final, le llega a ella el turno de la palidez y
el asombro.
No ha perdido ninguna batalla, pero tampoco se ha quedado ningún día a
celebrarlo porque, a su edad, irse con esos muchachos a tomar unas cañas... La
otra manga se juega en una sala diferente y no conoce a su contrincante, pero
tampoco le tiene miedo. El día de la gran final, ocupa su silla frente a la
pantalla gigante, saca la foto de Miguel del bolso, la besa y la coloca a su
lado. Un segundo después, alguien la coge y no se la devuelve.
—Hola, abu —al girarse, ve que su
nieto Jose está sonriendo con la foto en la mano.
—¡Jose! —le mira y siente una incomprensible especie de miedo—. ¿Qué haces
aquí? Tú...Tú... ¿Lo sabe tu madre?
—Pues claro que no, ¿por quién me tomas? —él se echa a reír, se acerca a
ella, la besa—. Le he dicho que me iba a quedar estudiando para que luego no
diga que soy un irresponsable y un frívolo. Mamá no entiende estas cosas.
—¿Pero tú...? —Adela intenta
encontrar una explicación que no sea la única evidente—. ¿Tú...? —porque su
nieto puede haber venido a ver la final entre el público—. ¿Tú...? —porque
puede ser amigo de otro jugador —. ¿Tú...? —porque a lo mejor estaba en el
hotel y se le ha ocurrido entrar a mirar—. ¿Qué haces tú aquí?
—Yo soy Héctor, abu.
Adela cierra los ojos y sólo vuelve a abrirlos cuando el árbitro de la
partida se acerca para comunicarles una mala noticia.
—Tenemos un conflicto.
—¡Uy! —Adela levanta la cabeza, le mira—. Si sólo fuera uno...
—Ya —Jose sonríe—. No pasa nada, yo seré Aquiles.
—De ninguna manera, tengo mucho
gusto en cederte...
—Que no, abu. Tú tienes mejor historial que yo. Tú sigues siendo Andrómaca.
—¿Abu? —pregunta el árbitro, pero
ninguno de los dos jugadores le responde.
De repente, los altavoces inundan la sala con un sonido de clarines y
platillos. La batalla va a empezar, pero esta vez los dos finalistas no se
limitan a darse la mano. Una anciana y un chico de veintiún años se abrazan en
el centro de la sala mientras el público aplaude. En el último instante,
Héctor, reencarnado en su enemigo, pega su cabeza a la de Andrómaca y le habla
al oído.
—¿A que estás pensando en dejarme ganar? —ella lo niega, él no lo cree—.
Como lo intentes, no te vuelvo a dirigir la palabra, que lo sepas.
—Pero, Jose, si a mí me da igual...
—¿Y a él? —su nieto señala la foto que les mira desde la mesa—. Troya no
puede arder, abuela, no puede arder, ¿entendido? No tengas piedad.
—Tranquilo, cariño —ella comprende, se pone de puntillas, le besa en la
mejilla—. Procuraré no tenerla.
Tres horas más tarde, los griegos se rinden.
Aquiles nunca ha celebrado tanto una derrota.
Que lo disfruten,
Carmen
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