Mi hermana, dice, se
parecía a padre. Yo –dicen- era el vivo retrato de madre, genio y figura. “como
todo el mundo quiere generalmente a quien se le asemeja, esta madre adoraba a
su hija mayor y sentía al mismo tiempo una espantosa aversión por la menor. La
hacia comer en la cocina y trabajar constantemente”. Así al menos reza el
cuento, parábola o fábula, como quieran llamarlo, que se ha escrito sobre
nosotras. Se lo puede tomar al pie de la letra o no, igual la moraleja final es
de una perversidad intensa y mal disimulada. Padre, en el momento
de narrarse la historia, ya no estaba más acá para confirmar los hechos. El hada tampoco. Porque hada hubo,
según parece. Un hada que se desdobló en dos y acabó mandándonos a cada una de
las hermanas a cumplir con feracidad nuestros destinos dispares. Destinos
demasiados esquemáticos. Intolerables ambos.
¿Qué clase de hermanas
fuimos? Qué clase de hermanas me pregunto. Y otras preguntas más: ¿quién quiere
parecerse a quién?¿Quién elige y por qué?
Bella y dulce como
era, se cuenta – parecida a nuestro padre muerto, se cuenta-, mi hermana en su
adolescencia hubo de pagar los platos rotos o más bien lavarlos, y fregar e ir
dos veces por día a la lejana fuente en procura de agua. Parecida a madre, la
muy presente, tocome como ella ser la mimada, la orgullosa, la halagada, la
insoportable y caprichosa, según lo cuenta el tal cuento.
Ahora las cosas han
cambiado en forma decisiva y de mi boca salen sapos y culebras.
De mi boca salen sapos
y culebras. No es algo tan terrible como suena, estos animalejos tienen la piel
viscosa, se deslizan con toda facilidad por mi garganta.
El problema reside en
que ahora nadie me quiere, ni siquiera madre que antes parecía quererme tanto.
Alega que ya no me parezco más a ella. No es cierto: ahora me parezco más que
nuca.
De todos modos es así
y no tengo la culpa. Abro la boca y con naturalidad brotan los sapos y brotan
las culebras. Hablo y las palabras se materializan. Una palabra corta, un sapo.
Las culebras aparecen con las palabras largas, como la misma palabra culebra, y
eso que nunca digo víbora. Para no ofender a mi madre.
Aunque fue ella quien
me exilió al bosque, a vivir entre zarzas después de haberme criado entre
algodones. Todo lo contrario a mi hermana que a partir de su hazaña vive como
princesa por haber desposado al príncipe.
“Tú en cambio nunca te
casarás, hablando como hablas actualmente, bocasucia”, me increpó madre al poco
de mi retorno de la fuente, y pegó media vuelta para evitar que le contestara y
le llenara la casa de reptiles. Limpitos, todos ellos, aclaro con conocimiento
de causa.
Ya no recuerdo en cuál
de mis avatares ni en qué época cometí el pecado de soberbia.
Tengo una vaga imagen
de la escena, como en sueños. Me temo que no se la debo tanto a mi memoria
ancestral como al hecho de haberla leído y releído tantas veces y en versiones
varias.
Todo empieza -empezó-
cierta mañana cuando mi hermana de regreso de la fuente nos dijo Buenos días y
de su boca saltaron dos perlas enormes que se echaron a rodar. Mi madre les dio
caza antes de que desaparecieran bajo la alacena. Bien, rió mi hermana y de su
boca cayó una esmeralda, y por fin puesta a narrar su historia regó por todo el
piso fragantes flores y fulgurantes joyas.
Mi madre entonces ni
corta ni perezosa me ordenó ir a lamisca fuente de la que acababa de retornar
mi hermana para que la misma hada me concediera un idéntico don. Por una sola
vez, insistió mi madre, ni siquiera debes volver con el cántaro lleno, sólo convidarle
unos sorbos a la horrible vieja desdentada que te los pida, como hizo tu
hermana y mira qué bien le fue. No es horrible, protestó mi hermana la muy
magnánima y de su boca chorrearon unas rosas y me pregunté por qué no se
pincharía de una vez con las espinas. Para nada horrible, claro está, se
retractó mi madre rápidamente, para nada: se trata de un hada generosa aunque
muy entrada en años que le concedió a tu hermana este resplandeciente don y
contigo hará lo propio. Tu bella hermana, dice ahora al verla por vez primera.
Fue así como me
encaminé a la fuente, protestando.
Llevaba un leve
botellón de plata y me instalé a esperar la aparición de la desdentada
pedigüeña. Dispuesta estaba a darle su sorbo de agua al hada vieja, sí, pero no
a la dama de alcurnia, emperifollada ella, que apareció de golpe y me reclamó
un trago como quien da una orden.
No señora, le dije
categórica, si teneís sed procuraos vos misma un recipiente, que yo estoy acá
para otros menesteres.
Y fue así como ahora
estoy sola en el bosque y de mi boca salen sapos y culebras.
No me arrepiento del
todo: ahora soy escritora.
Las palabras son mías,
soy su dueña, las digo sin tapujos, emito todas las que me estaban vedadas; las
grito, las esparzo por el bosque porque se alejan de mí saltando o reptando
como deben, todas con vida propia.
Me gustan, me gusta
poder decirlas aunque a veces algunas me causen una cierta repugnancia. Me
sobrepongo a la repugnancia
y ya puedo evitar
totalmente las arcadas cuando la viscosidad me excede. Nada debe excederme. Los
sapos me rondan saltando con cierta gracia, a las culebras me las enrosco en
los brazos como suntuosas pulseras. Los hombres que quieren acercarse a mí –
los pocos que aparecen por el bosque – al verlas huyen despavoridos. Los hombres
se me alejan para siempre.
¿Será esta la
verdadera maldición del hada?
Porque una maldición
hubo. Hasta la cuenta el cuento, fábula o parábola del que tengo una vaga
memoria – creo haberlo leído-. La reconozco en esto del decir mal, del mal
decir diciendo aquello que los otros no quieren escuchar y menos aún ver
corporizado. Igual al apropiarme de todas las palabras mientras merodeo por el
bosque me siento privilegiada. Y bastante sola. Los sapos y las culebras no son
compañía lúcida aunque los hay de colores radiantes como joyas. Son los más
ponzoñosos. Hay culebras amigas, sin embargo, ranitas cariñosas. Me consuelan.
Me consuelan en parte.
Pienso a veces en mi hermana, la que fue a la fuente y regresó escupiendo
tesoros. Sus dulces palabras se volvieron jazmines y diamantes, rubíes, rosas,
claveles, amatistas. El recuerdo no me hace demasiado feliz. Mi hermana, me lo
recuerda el cuento, era bella, dulce, bondadosa. Y además se convirtió en
fuente de riquezas. El hijo del rey no desaprovechó tamaña oportunidad y se
casó con ella. Yo en cambio, entre sapos y culebras, escribo. Con todas las
letras escribo, con todas las palabras trato de narrar la otra cara de una
historia de escisiones que a mi me difama.
Escribo para pocos
porque pocos son los que se animan a mirarme de frente.
Este aislamiento de
alguna forma me enaltece. Soy dueña de mi espacio, de mis dudas – ¿cuáles
dudas?- y de mis contriciones.
Ahora sé que no quiero
bellas señoras que vengan a pedirme agua. Quizá no quiera hadas o
maravillamientos. Me niego a ser seducida. Casi ni hablo. A veces lo viscoso
emerge igual, en un suspiro.
De golpe se me escapa
una lagartija iridiscente. Me hace feliz, por un buen rato quedo
contemplándola, intento emitir otra sin lograrlo, a pesar de reiterar la
palabra lagartija. Solo sapos y más sapos que no logran descorazonarme del
todo. Beso algunos de lo sapos por si acaso, buscando la forma de emular a mi
hermana. No obtengo resultado, no hay príncipe a la vista, los sapos siguen
sapos y salidos como salen de mi boca quizás hasta pueda reconocerlos como
hijos. Ellos son mis palabras.
Entonces callo. Solo
la lagartija logra arrancarme una sonrisa. Sé que no puedo atraparla y ni
pienso en besarla. Se también que de ser hembra y bajo ciertas circunstancias
podría reproducirse solita por simple partenogénesis, como se dice.
Ignoro a qué sexo
pertenece. Otro misterio mas, y ya van cientos.
Pienso en mi hermana,
allá en su calido castillo, recamándolo todo como las perlas de palabras
redondas, femeninas. Mi lagartija, de ser macho, de encontrar su hembra, le
mordería el cuello enroscándose sobre ella hasta consumar un acto difícilmente
o imaginable por la razón pero no por los sentidos. Mi hermana allá en la
protección de su castillo azul –color de príncipe- estará todo el día armando
guirnaldas con sus flores, enhebrando collares de piedras preciosas variopintas
y coronas que caducarán en parte. En cambio yo en el bosque no conozco ni un
minuto de tedio. Yo me tengo que ir abriendo en la maleza, mientras ella andará
dando vueltas por un castillo rebosante de sus propias palabras. Debe proceder
con extrema cautela para no rodar por culpa de una perla o para no cortarse la
lengua con el filo de un diamante. Sus besos deben ser por demás silenciosos.
Dicen que el príncipe es bellísimo, dicen que no es demasiado intelectual y la
conversación de mi hermanita solo le interesa por su valor de cambio. No puede
ser de otra manera. Ella hablará de bordados, del tejido, de los quehaceres
domésticos que ama ahora que no tiene obligación alguna de ejercerlos. El
castillo desborda riquezas: las palabras de ella.
Yo a mis palabras las
escribo para no tener que salpicarlas con escamas. Igual relucen, a veces,
según como les de la luz, y a mi se me aparecen como joyas. Son esas ranitas
color de fuego con rayas de color verde quetzal, tan pequeñas que una se las
pondría de prendedor en la solapa, tan letales que los indios de las comarcas
las usan para envenenar sus flechas. Yo las escupo con cierta gracia y ni me
rozan la boca. Son las palabras que antes me estaba prohibido mascullar. Ahora
me desacralizan, me hacen bien. Recupero una dignidad desconocida.
Las hay peores. Las
estoy buscando.
Antes de mandarme al
exilio en el bosque debo reconocer que hicieron lo imposible por domarme.
Calla, calla, me imploraban. El mejor adorno de la mujer es el silencio, me
decían. En boca cerrada no entran moscas. ¿No entran? ¿Entonces con qué
alimento a mis sapos?, pregunte alarmada, e indignada más bien sin admitir que
mis sapos no existen antes de ser pronunciados. Triste es reconocer que tampoco
existiría yo sin pronunciarlos.
A mi hermana la bella
nadie le reclama silencio, y menos su marido. Debe sentirse realizada. Yo en
cambio siento lo que jamás había sentido antes de ir a la fuente. No me importa
avanzar entre las zarzas e ir apartando ramas que me obstruyen el paso, menos
reimporta cuando los pies de se me hunden en la resaca de hojas podridas y los
troncos de árboles caídos ceden bajo mi peso. Me gusta las lágrimas del bosque
llorando como líquenes de las ramas más altas: puedo hablar y cantar por estas
zonas y los sapos que emergen en profusión me lo agradecen. Entonces bailo al
compás de mis palabras y las voy escribiendo con los pies en una caligrafía
alucinada. Aprovecho las zonas más húmedas del bosque para proferir blasfemias
de una índole nueva para una mujer.
Esta es mi prerrogativa
porque de todos modos – como creo haber dicho- de mi linda boquita salen sapos
y culebras escuerzos, renacuajos y demás alimañas que se sienten felices en lo
húmedo y retozan. También yo retozo con todas las palabras y las piernas
abiertas.
Pienso en la
edulcorada de mi hermana que solo tiene al alcance de la boca palabritas
floridas. La compadezco, a veces.
Pienso que si ella se
acordara de mi, cosa poco probable allá en su limbo, también quizá, me este
compadeciendo.
Equivocadamente.
Porque en el bosque en medio de los batracios soy escritora y me siento en mi
casa. A veces. Cuando no llueve y truena y el croar se me hace insoportable
como el mugido mil toros en celo.
Los detesto. Les temo.
A los toros en celo que no existen.
Mi hermana en cambio
solo ha de conocer dulces corderillos entre cuyos vellones, ella se enhebra
zafiros y salpica con polvo de topacios y adorna con hibiscos detrás de las
orejas. Monumento al mal gusto.
Yo, el mal gusto, solo
en la poca cuando alguna de las siguientes preguntas se me atraganta: ¿Quién me
podrá querer? ¿Quién podrá contenerme?
Pero soy escritora.
Sapos y culebras resumen mi necesidad de amor, mi necesidad de espanto.
Conste que no
pronuncio la palabra cobra, o yarará, la palabra pitón o boa constrictor. Y en
ese no pronunciar puedo decirlo todo.
Necesario es reconocer
que tanto mi hermanita como yo disfrutamos de ciertos privilegios. Casi ni
necesitamos alimento, por ejemplo; las palabras nos nutren. A fuerza de avanzar
por el bosque. Yo me siento ligera, ella debe de estar digamos rellenita con
sus vocablos dulces. Un poquito diabética, la pobre. No quiero imaginarla y la
imagino, instalada en su castillo que empiezo a divisar a lo lejos. No quiero
ni acercarme.
La corte de sapos
croa, las víboras me van guiando por una picada en el bosque cada vez mas ralo,
voy llegando a la pradera y no quiero acercarme al castillo de mi hermana.
Igual me acerco.
La veo a la distancia:
ella está en la torre vigía me aguarda, la veo haciéndome gestos de llamada y
seguramente me llama por mi nombre porque en el aire vuelan pétalos blancos
como en una brisa de primavera bajo cerezos en flor. Mi hermana me llama – caen
pétalos -, yo corro hacia ella. Hacia el castillo que en ese instante va
abriendo su por suerte desdentada boca al bajar el puente levadizo. Corro más
rápido, siempre escoltada por mi corte de reptiles. No puedo emitir palabra. Mi
hermana se me acerca corriendo por el puente y cuando nos abrazamos y
estallamos en voces de reconocimiento, percibo por encima de su hombro que a
una víbora mía le brilla una diadema de diamantes, a mi cobra le aparece un
rubí en la frente, cierta gran flor carnívora esta deglutiendo uno de mis
pobres sapos, un esfuerzo masca una diamela y empieza a ruborizarse, hay otra
planta carnívora como trompeta untuosa digiriendo una culebra, una bromelia muy
abierta y roja acoge a un coquí y le brinda su corazón de nido. Y mientras con
mi hermana nos decimos todo lo que no pudimos decirnos por los años de los
años, nacen en la bromelia mil ranas enjoyadas que nos arrullan con su coro
digamos polifónico.
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