
Como si aquellas palabras las hubiera
pronunciado Medusa, Lucía quedó petrificada.
Ese Che, flaca obró como un conjuro que la transportó de un latigazo a
otro momento de su vida.
Era la fiesta de los octavos, y como
cada año las profesoras homenajeaban a sus alumnos poniendo en escena una obra
de teatro temática. Ese año el tema era princesas de Disney. ¿Quién no quiso
alguna vez vestirse de princesa? ¿Quién no soñó con llevar uno de esos vestidos
ajustadísimos en el torso, con una falda
amplia que al recogerla apenas, diera a luz un par de primorosos zapatos. Ese también,
era el sueño de Lucia. Lo que no tuvo en cuenta fue que a menos que consiguiera
un talle especial, sería imposible lucir como una princesa. Sin embargo, con negación
estoica llegó a la casa de disfraces una tarde de calor sofocante.
Todavía convertida en estatua de sal,
Lucía siente que la misma vergüenza de
aquella tarde le recorre ahora la columna. Aprieta el sándwich con fuerza en un intento inútil por borrar
esos recuerdos.
La encargada de la tienda la miró de
arriba abajo y le ofreció un traje verde manzana que a Lucía le hubiera
quedado perfecto en la pantorrilla.
- Muy bonito, pero necesito uno lila o violeta, busco un disfraz de Rapunzel, contestó Lucía y sintió la transpiración brotarle en la frente y en la espalda.
- Muy bonito, pero necesito uno lila o violeta, busco un disfraz de Rapunzel, contestó Lucía y sintió la transpiración brotarle en la frente y en la espalda.
Sentada en el banco en frente del
río, Lucía vuelve a brotarse en sudor aunque la temperatura no supera los
veinticinco grados. Descubre con desagrado que aquel hilo incómodo le repasa la
columna.” De Rapunzel, ¡Cómo se me pudo haber ocurrido disfrazarme de Rapunzel!”
, piensa mientras estrangula el sándwich.
- Traje todo lo que tenía en violetas y lilas. Fijáte si alguno te anda.
- Traje todo lo que tenía en violetas y lilas. Fijáte si alguno te anda.
Lucía lejos de amilanarse, partió al probador muy resuelta.
Tuvo que dejar el bolso en el suelo para poder entrar en ese cubículo hecho para mujeres en miniatura. Por suerte el vestido que había elegido tenía cierre. Lo bajó, calculó el diámetro, y decidió ver qué tal le quedaba. Primero metió la cabeza, pero cuando intentó pasar el brazo derecho por el hueco que dejaba la cintura de la prenda, le dio tal codazo a la pared que tuvo que morderse los labios para no soltar un insulto. Bajó el brazo, respiró hondo e intentó con el izquierdo. Logró que el vestido descendiera hasta la axila pero de ahí no pasó. Tuvo que desistir ya que se había arrancado el aro de la oreja derecha, y notó que el lóbulo sangraba; “ ¿o era transpiración? sangre, sudor y lágrimas. Churchill se cobró la fama de esta frase. Hombre tenía que ser; de haber sido una mujer, hubiera admitido que la había tomado de un poema de Lord Byron. Estoy divagando como siempre. Qué me importa si lo dijo Churchill, o Byron. Esto me está costando sangre sudor, y lágrimas”. Intentaría por abajo. Cuando se agachó para meter las piernas, se dio la frente contra el espejo. Al enderezarse se descubrió encendida más por la furia, que por el golpe. Volvió a respirar hondo. Finalmente logró calzarse el vestido. Le quedaba pintado salvo por un detalle: el cierre. Imposible unir márgenes tan distantes. No pudo ponerse ninguno de los otros vestidos en la gama de los violetas.
- Tengo
uno bien grande pero es negro. Tendrías que cambiar de princesa, fue el
comentario de la empleada.
- Petiza
engreída, como si fuera un figurín, flor de culo que tiene, Lucía comentaba con
su imagen en el espejo mientras esperaba el vestido negro. Seré Rapunzel de
luto.
Sentada en el banco, mira el río
sucio y se imagina los patos. “¡Rapunzel de luto! Patética”, así se siente
mientras recuerda la lucha cuerpo a cuerpo con el vestido bruno.
Era hermosamente grande. Talle XXL. ”Este
me va a quedar holgado, seguro”. Se puso el vestido al cuello y con mucho
cuidado metió primero el brazo derecho, después el izquierdo. Cuando vislumbró
la cabeza, después la cara, y finalmente
el cuello, Lucía se sintió triunfante. Poco le duró la euforia ya que la prenda
en cuestión no pasó de la cintura. Por más que tiró hacia abajo, no logró
deslizarlo. “Es el corsé, qué tonta, no lo aflojé”. Sin sacarse el vestido,
liberó las cintas al máximo, en vano. De
la cadera no pasó.
- ¿Cómo
te queda?
- ¡Divino!
Pero es demasiado negro. Dejá, no te preocupes. Ya me busco yo algo.
Hizo un rápido paneo del lugar y
distinguió dos disfraces violetas. El primero, era de un mago. “Lo que me
falta: de Rapunzel a Merlín”. El segundo era una suntuosa túnica romana, lisa,
recta y muy amplia que iba acompañada de una capa preciosa al tono. Lo miró con
resignación, y como estaba sobre la hora, con ese traje partió al colegio.
Sentada en el banco en frente del río
ya no puede ver los patos imaginarios. Las lágrimas se lo impiden. Son lágrimas
de vergüenza y frustración. ¿Cómo pude llegar a eso? Mira el sándwich casi
desfigurado. Decide sacarle la envoltura. Hace rato que cortó la cadena de
frío. Lo tiene que comer ya.
Ya estaba todo listo para comenzar la
función cuando a alguien se le ocurrió sacar una foto del grupo. Se pusieron
todas en fila en frente del ventanal de la sala de profesoras. Todas sonrían
menos Lucía: había visto en el vidrio el reflejo de lo que sería la foto: sobresalía
del resto por el tamaño y por lo diferente del atuendo.
- Estás hermosa, pero ¿de qué disfrazaste?
- Estás hermosa, pero ¿de qué disfrazaste?
Lucía parecía cualquier cosa menos
Rapunzel, y lo sabía, siempre lo supo, pero no había querido darse cuenta. Por
suerte su papel era muy secundario. Lo representó como pudo y en lugar de
quedarse con el resto a festejar, huyó sin aliento, se encerró en el baño, y
sólo en ese momento, escondida del resto,
con su humillación a cuestas, lloró amargamente.
Llora amargamente por tantos momentos
malogrados. Busca un pañuelo en el bolso sin encontrar más que un pedazo de
papel higiénico. Entonces se da cuenta. Ya no llora como antes. Ya no es la de
antes. Mira el río. Para su sorpresa, como una señal, ve aparecer un pato. Mira
la lata de cerveza, después el sándwich. Sonríe. “Ya no me hacen falta”. Mete
las dos cosas en la bolsa de papel y la tira en el primer cesto que encuentra. “Se
lo podría haber dado al que me gritó flaca”, piensa casi riendo. Empieza a
caminar con determinación. Sabe a dónde va: a saldar una asignatura pendiente.
Necesita un vestido de princesa. Sabe que ahora, seguramente lo conseguirá.
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