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19 nov 2012

LA MUERTE SE ESCONDE EN CURUPAYTÍ Cuento de María Elena Garay

 Yo no luché en esa guerra porque no fui convocado. No sé si el General Mitre habrá pensado que los curas somos unos inútiles o creerá que nos soborna dejándonos en la paz de los Conventos, cuando yo sí ardía en ganas de guerrear. Pero en su contra. O tal vez habrá leído en mis ojos que yo no derramaría nunca una gota de sangre de gaucho. Antes bien, escupiría en la propia cara de ese tal mister Thornton, que atizó las brasas de una guerra sin sentido.
 Yo no fui, dije, pero los sucesos desencadenados a causa de esa guerra, me tuvieron sin sueño durante muchos días. Porque fui depositario de un secreto que me roía las entrañas, y que al mismo tiempo me llenaba de gozo. Ahora mi conciencia está limpia, después de sacarlo a la luz con el sudor de las parturientas, sólo que mi comadrona fue la imagen del Cristo de la Doméstica.
 Todo comenzó cuando alistaron a mi amigo Benigno Honorato en la guerra contra el Paraguay. Y digo mi amigo, ya que a pesar de ser yo su confesor y quizás por eso mismo, conocí sus ideales y su hombría de bien.
 El y su esposa Ana servían a una familia importante. No había otro jardinero como él. Todos envidiaban el amplio patio que se dejaba ver a través de la reja forjada en arabescos, en la casa de frente ocre con cenefas blancas. La casa de los Centeno. Allí crecían los mejores rosales, los claveles más perfumados y trepadoras aventureras. En más, se podía imaginar el follaje de los otros dos patios. En el segundo, en donde Doña Amalia pasaba largas horas sentada a la sombra de un árbol de magnolias frente a la gruta de la Virgen Dolorosa, todas las flores eran blancas: las azucenas, los lirios, las margaritas, los jazmines de lluvia, tal vez para consolar la negrura de su manto y su corazón atravesado por un cuchillo de plata.

Benigno sabía el día exacto para transplantar los bulbos, separar los almácigos, preparar los tiestos de helechos, podar los árboles y arbustos de acuerdo a su “esencia”. Él les hablaba a cada planta con palabras distintas, y el hálito húmedo que salía de su boca acariciaba la savia que palpitaba por tallos y hojas. Y ellas le respondían con hermosas formas y colores.
Benigno también sabía de otras cosas. Las podía hablar conmigo porque yo entendía a los criollos y sentía, como ellos, rabia e impotencia.
 Por ese tiempo, el gobierno reclutaba gente para la guerra contra el Paraguay. Todas las tardes, por un bando que había dictado el Gobernador, los hombres jóvenes debían presentarse en la plaza, al frente de la Iglesia Mayor. Allí se elegía a los más fuertes para la batalla. Una tarde, Benigno escuchó su nombre. Inútil era resistirse. Los alcahuetes de Mitre los atrapaban como a animales, a punta de trabuco o atados con cuerdas de pies y manos. Ya decía Taboada desde Santiago: “Le mando los voluntarios, devuélvame las maneas”. Lo cierto es que partió entre la polvareda que dejaba el aire amarronado y amargo por el galope de la tropa reclutada. Presentí que ésa no sería la última vez que lo vería. Si bien no hay garantía de triunfo para los valientes, y él lo era, tuve la intuición de que regresaría, pero de otro modo.
No es mi propósito contar ahora el interminable sufrimiento de mi pueblo, arrastrado a esa guerra contra un país hermano, una guerra denostada por lúcidos intelectuales como mis compatriotas Alberdi y Echeverría, que hicieron oír su voz. Debo continuar la curiosa historia de mi amigo Benigno Honorato.
En verdad, no supe de él por un largo tiempo. Poco se conocía de la marcha de las batallas, los que retornaban no podían contarlo. Todas las tardes, las familias se arremolinaban junto al Cabo que, desde lo alto de su caballo, comunicaba el bando de los caídos y de sus reemplazantes. Ana, la mujer de Benigno, asistía todos los días con el corazón en la boca. A la mañana se dedicaba a la niña Amalita; sacaba agua del cántaro con una jofaina de loza y la ponía a calentar al sol. Al mediodía le lavaba los cabellos y los enjuagaba con agua de rosas con gotitas de vinagre, después le anudaba las trenzas con los lazos de seda que muy tempranito había planchado. Temprano también había almidonado sus enaguas y acomodado sus muñecas.
 Sus dos hijitos varones, acomodados en las habitaciones del último patio, jugaban entre los árboles frutales y se columpiaban en la hamaca de soga que Benigno les había colgado del nogal. Apacible y feliz había sido la vida para Ana, hasta que se lo llevaron a Benigno. En esas tardes de espera, a medida que el Cabo hablaba, algunas mujeres caían sollozantes, enjugando las lágrimas en sus faldones. Para otras, el regreso a su casa no era más que el resuello de la agonía que vendría al día siguiente. O la semana próxima.
Por fin, Ana también tuvo su tarde de asfixia. Con un niño en cada brazo, escuchó que su marido estaba en la lista de los caídos y su sollozo se unió al coro de viudas. Yo estaba y aunque el dolor me atravesó , ese día no derramé una sola lágrima. Ahí aprendí que se puede llorar en seco, que duele más, pero al mismo tiempo se enciende una esperanza.
Pasaron muchos días hasta que las carretas trajeron los cajones cerrados, directamente al Camposanto. Mientras Ana y sus hijos abrazaban a su muerto a través de la madera, yo miré el papel que lo identificaba, pegado a un costado de la caja. “VENIGNO HONORATO”. Las letras quedaron grabadas al revés en mi retina, como cuando se cierran los ojos después de mirar al sol. Sólo fue al día siguiente que esta señal cobró significado.
 Los sesenta cajones provenían de Curupaytí, en donde los paraguayos habían asestado un golpe mortal a los nuestros, y la letra del que había rotulado el cajón era la del Cabo Aurelio Salazar, criollo que vivía a las orillas del río Suquía, reclutado con ese cargo por ser un avezado cazador de perdices y vizcachas.
 Yo le había enseñado de grande a escribir, y para mí su letra era inconfundible. Como Salazar estuvo al frente de la tropa en que andaba Benigno Honorato, quise preguntarle detalles del suceso. Pero al hombre se lo había tragado la tierra. Sabía que después de la derrota el pelotón se había desbandado; ya los encontrarían a todos. Nadie podía esconderse de la mirada de Mitre. Sus ojos seguían a los reclutados: si vivos, hasta los rincones más ocultos, como los montes de churcales; si muertos, hasta adentro de los cajones, cuando las tripas se convierten en gusanos.
Ana y los tres chiquillos abandonaron la casona de los Centeno. Ella no toleró vivir con los que apoyaban a quien mandó al degüello de su esposo. Por un corto período, le di asilo en la Casa de los Niños Huérfanos, pero ella prefirió asentarse en una tapera, tal su afán de libertad. Su presteza con las agujas le daba de comer; hacía puntillas y bordados para los manteles y las sábanas de los ricos. Y dedicaba otro tiempo tejiendo sacos de lana de oveja para la soldadesca montonera.
Una noche, bajo una lluvia despiadada, un hombre tocó las puertas del Convento. Me dejó una esquela y un pequeño paquete y salió al galope. Encendí una vela y pasé por la Doméstica; intuía que el Cristo desde el madero de la cruz, me tenía que amparar. En la soledad de mi celda leí la carta:

Jujuy, 15 de octubre de 1867 
 Mi mui estimado Padre: Me enteré de que me avía estado vuscando y llo , me i ido escondiendo por miedo, porque li mentido a usté y a la mujer de Venigno Honorato. Cuando nos conchavaron pal Paraguay, llo no supe encabritarme, pero el Venigno el primer día salió al galope. Llo lo tuve al alcance de mi pólvora, pero me temvló la mano. No sé si por salvarme o por salvarlo del maligno que nos fusilaría como lo acía la Mazorca, que no le mandé el chuzazo. Dispué, en Curupayti, lo agregué a la lista de los despenaos i devolví un cajón pelao. A Dios gracias, dispué llo también abrí los ojos i me junté con él en la montonera del Coronel Felipe Varela. I con éste, peliar es un regalo. Ivamos al arreo de cabezas de ganado pa mandar a Chile, a lo de Severo Blanco i él nos mandaba municiones, plomo, algunas libras de azúcar y género de bateta de merino pa vestirnos. Nojotros, por gracia é Dios no juimos dijuntiaos por Taboada en el Pozo de Vargas. Aí nos pudieron porque no encontramos ni una gotita de agua pa lamer. Quedamos maltrechos pero reventando orgullo y entramos en Salta. Se dice que violamos i asesinamos a gente vuena. No les crea padre, agarramos algunos caballos y pertrechos de guerra pa aprovisionarnos nomás. Pero nos enfrentaron con mejor artillería. I aí, el propio jefe de la fuerza enemiga , el General Octaviano Navarro, fue el que lo lanceó al Venigno. Tal era su coraje que atravesao en el suelo alcanzó a gritar ¡Viva la unión americana!. Dispué quedó frío. LLo lo escondí en el túnel de la mina Las Piedritas y a la noche, lo saqué a la luz de la luna pa lavarle la sangre; lo dejé limpito. Porque un valiente tiene que entrar arreglao al otro mundo. 
Le pido que rece por mí y le pida perdón a la viuda. Le mando un atao con lo que rescaté de mi amigo. Dígale que su marido murió en comvate peleando como los pumas y se jué el 10 de octubre. A su servicio: Cabo Aurelio Salazar. 
Quedé atontado. Aunque la noticia crucificaría de nuevo a Ana y a sus hijos, la verdad no debe ser retenida y tomé unos días para prepararme. Yo, entrenado en serenar almas, provocaría torbellinos y ríos de llanto. Fui a verla. Le di el paquetito; contenía una medalla de la Virgen Dolorosa, atada con un cordel. Al reconocerla, poco necesité explicarle. Sentada en la puerta de su casa, con un mantel en sus faldas, parecía una reina. La aguja cayó de su mano como las espinas de un tala seco. Y lloró, yo sé que lo hizo, pero en seco, porque duele más, pero al mismo tiempo se enciende una esperanza.
Días después, partimos los dos con los niños, en caballos y mulas. La travesía fue larga y agotadora, con un niño cada uno, sentado delante del apero, debimos cabalgar por llanos y montes tupidos. El viento caliente de la siesta prendió llamaradas en nuestros ojos al atravesar las salinas. De pasar por un poblado, siempre hubo un criollo que nos hospedaba, pero en el campo raso el trayecto se hacía doloroso.
 Bordeamos el Salado para no perdernos, y varios ombúes nos sirvieron de techo. En Suncho Corral los niños se enfermaron, sus cuerpitos ardían. Debimos parar tres días, Ana los alivió con cataplasmas de tuna y de savia de eucalipto.
El ocho de diciembre, día de la Santísima Virgen, llegamos a la puerta misma de la mina Las Piedritas. A las once de la noche entramos, iluminados por el pabilo de nuestras velas. A cien metros, sobre un montículo de arena y piedra, se alzaba una tacuara con un trapo colorado. Arrodillados junto a la tumba, rezamos las letanías a la Virgen; el eco de la cueva nos respondía con cientos de voces. Luego abrí mi breviario y le recé un responso.
 Ella atravesó una rama de molle a la caña y la ató con su pañuelo.
 Las llamas titilantes alargaban nuestras sombras, pero allí no había miedo. Ana tomó los niños de la mano y salió serena. Al día siguiente, emprendimos el regreso. ------------------------------------------------------------------------------------------------------
De "El límite de lo irreal" Alción editora

2 comentarios:

Natalia Spina dijo...

Sin palabras. Me sentí llevada de escena en escena, adentro de esos espacios, doliente de las batallas, sintiendo el mantel bordado sobre el regazo, lamiendo seco, abrazando la madera. Tenés el don de sumergirme completamente y sacarme con el corazón sientiendo que, en cinco minutos, vivió una nueva experiencia. Hoy, con los ojos húmedos, te abrazo en la invisibilidad de esta amistad.

Car dijo...

Encuentro el mismo placer al volver a leerte ME. Muy buen cuento, aunque te confieso que
esperaba que "el Beningno" no se hubiera muerto....
Un abrazo,
Car