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20 ago 2012

SOMBRERO DE FIELTRO cuento de María Elena Garay

Mujer con sombrero de Chagall
Comenzó a vestirse temprano, para demorarse más en los preparativos del encuentro. Para saborearlos lo más que pudiera. Ella misma había elegido el toque de fantasía, cuando se pusieron de acuerdo sobre el color de la ropa. Se puso las medias de encaje negro y sacó de una caja redonda ese detalle que la haría inconfundible: el sombrero. No un sombrero de paja, una boina, un gorro de lana o alguno similar al que los hombres usan para vestir, cuando lo acompañan con un buen traje con chaleco. No, Águeda había elegido el sombrero de fieltro de su abuela. Color uva, con el ala angosta, levantada al costado con un mechón de plumas, y un velo de tul moteado por delante. Reforzaría por afuera lo que le faltaba por adentro. En realidad siempre decidía ella sola, porque no tenía con quién compartir sueños ni hastíos, aunque los primeros ya casi ni aparecían. La invadió una gran excitación. Le venía pasando todas las noches cuando, después de un día agotador en la caja de la tienda, se prendía a la aventura de modelar su vida a gusto y voluntad. Y como Dios modeló al hombre a su imagen y semejanza, ella se hizo igual a sus deseos. Así, a través del chat, fue la mujer que quiso. Porque la computadora no detecta la mentira, la ilusión, las ganas. Porque la escritura no podría desmentirla y sus gestos, una leve mueca o una ligera turbación, no serían vistos. Comenzó en setiembre. Con su sueldo no podía salir de vacaciones, ni lo haría si lo pudiese, porque ¿quién atendería a su ejército de gatos? Todas las noches les ponía raciones de hígado, y ellos le retribuían con las caricias de sus cuerpos suaves rozándole las piernas. Fue en setiembre cuando, navegando por Internet, entró a ese sitio de chat y se encontró con Alfil. Y ella se convirtió en Mandrágora; casi no le mintió la edad, para qué iba a decirle cuarenta si no los aparentaba. Dijo treinta, edad exacta para seducir a un joven ávido de experiencias y también a un hombre mayor, deseoso de recobrar la juventud. Alfil dijo que tenía treinta y cinco años y que la había elegido a ella en la pantalla por intuición, aun cuando otras habían intervenido con frases incitantes. Decidieron conversar en privado. ¿Qué pudo sacar de él? Le pareció un hombre sincero y que ya estaba listo para rehacer su vida. Alfil había contado que restauraba muebles antiguos, que era separado y vivía solo. Los domingos llevaba a sus hijitos de paseo. ¿Mujeres? Ninguna, Mandrágora. Hay tanta falsedad, tanta pose. La juventud es tan hueca. No tiene ideales. Ella le trasmitió vida interior, cierta cultura, lo que en verdad poseía. Agregó grandes dosis de sociabilidad y aventura, tejidas noche a noche, sin contradicciones. Águeda entraba a las ocho de la mañana a la tienda. Ya en la caja, las ocasionales charlas con los clientes eran superficiales y su obligación, sonreír. Cuántas mierdas se comía diariamente. Cuántos ¿sabe usted lo que me pasa? atragantados, cuántos ¡ey aquí estoy yo! , mudos. Pero a la noche era Mandrágora, liberada y apetecible. Así lo percibió Alfil, cuando en junio del año siguiente, propuso el encuentro. Ella llevaría el sombrero y las medias de encaje, que no hubiera usado nunca, de no mediar esta puesta en escena El toque de sofisticación, al parecer lo atrapó. A Mandrágora las jugadas le estaban saliendo brillantes; la reina, a punto de comerse un alfil. Él llevaría un buzo blanco y un vaquero azul. Sobrio. A ella le gustó. A las seis de la tarde comenzó a vestirse. Las medias estaban en la casa desde hacía mucho tiempo porque las había dejado su hermana, cuando se fue a vivir a otra casa. Se puso el vestido de lana celeste. Y el sombrero. Se rió.
Mandrágora era divertida y original. Tomó la cartera de cuero azul con tachas, se calzó los zapatos de taco alto. Le ajustaban un poco, no tenía costumbre, pero la hacían más estilizada. A las siete ya estaba vestida y maquillada. Prendió la televisión y miró sin ver. A las ocho y media tomaría el colectivo para llegar con tiempo al Shopping. Puso el sombrero en una bolsa de papel con el logo de la propia tienda en donde trabajaba, y partió. Ella iba de vez en cuando al Shopping, pero esta vez el bullicio y los colores la impactaron. Vio que allí todo era alegría: las vidrieras exhibían alhajas, abrigos, sábanas; predominaban los naranjas, verdes y violetas. Desde la cúpula, caían jirones de nailon transparente, y en las esquinas, de los canteros, nieve de telgopor. Los maniquíes la miraban fijo con sus ojos azules, idénticos, eran los únicos que se fijaban en los suyos. Subió a la escalera mecánica. Se había comprado ropa interior para la ocasión. Aunque estimó que no podía cometer la torpeza de entregarse en el primer encuentro, la seda y el encaje venían bien para apuntalarle el ánimo. Miró jeanes rotos, remeras cortas, aros en el ombligo y tatuajes. Tal vez sus medias de encaje no resultaban tan notorias, entre la multitud. A pesar de sus cuidadosos preparativos, advirtió que había olvidado el reloj y tuvo que preguntar la hora dos veces; en la segunda, alguien dijo las nueve. Todavía era temprano. Entró al salón desde donde salían voces infantiles, un parque de diversiones en miniatura donde los niños volaban, se ponían cabeza abajo, se mareaban, se centrifugaban, se asustaban. Y salían por el otro extremo como muñecos, con un balde en las manos en el que se leía “pop corn”; sí, el pororó que ella siempre hacía. En la tienda donde trabajaba, todas vestían uniforme: un chemisier beige con bolsillos y cuello color marrón. Acá, hasta las empleadas lucían llamativas, con ropas de moda. Al vestido celeste se lo compró para el encuentro. Era sobrio, fino, le había gustado de entrada. Las luces y el bullicio la molestaban. Una mujer le puso perfume en su muñeca, también a la que venía detrás, como en una línea de montaje. Otra le dio un folleto. Recordó un viejo amor, que había dejado escapar como a ese globo que se estaba soltando de la mano de un niño y que quedó pegado en la cúpula de vidrio del Shopping, lejano, inalcanzable. Pero por suerte vino el chateo y ya se sabe, el corazón no se jubila nunca. No era fea, pero ¿qué tenía de interesante su vida para conquistar a un hombre? Tendría que recurrir a la palabra. ¿Lo atraparían sus fracasos, su rutina? Definitivamente no. Comenzó de a poco a forjarse otra vida. Se imaginó empresaria de productos de belleza. Eso le dijo a Alfil. Tenía viajes y reuniones con ejecutivos, congresos y pruebas. Debía contenerse para no prender la computadora en los días “de ausencia”. Le contó un viaje a París, el estrés de las jornadas, la hermosura del Louvre. Puso una cuota de sensibilidad artística: en sus momentos de ocio, tallaba esculturas de madera. Otras noches, en las que la ansiedad por llegar al mouse la atropellaba, se obligaba a jugar un solitario, porque estaba en el cóctel de la presentación de una nueva fragancia. Faltaban cinco minutos; entró al baño. El espejo le devolvió una imagen agradable. Había elegido el vestido correcto. Mandrágora se colocó el sombrero y bajó sobre su ojo derecho el tul moteado. Salió. Al fondo del segundo nivel estaba el bar. Un niño le dijo algo a su madre, señalándola. Ya la miraban, ahora sí. Caminó erguida, con paso seguro. Se detuvo a tres metros del hombre de buzo blanco y vaquero azul, acodado en la barra. Hermosa la espalda de Alfil. Mandrágora se apoyó en una columna y a Águeda se le cerró el pecho. Quiso ensayar una palabra y le faltó el aliento. Buscó sus bolsillos marrones, no estaban, se sacó el sombrero y lo guardó en la bolsa de papel. Le costó caminar. Al día siguiente retomó el chateo con una frase corta: Querido Alfil, te ruego que me disculpes, una reunión de trabajo me detuvo más de la cuenta.

4 comentarios:

Eduardo dijo...

Mari
como de costumbre no se hacer el comentario en el blog, asi que esta vez lo hago via mail.
buenisimo el cuento.
Me la imagino a la mandragora toda julepeada y colorada, pero al final se quedo con las ganas
un beso

Nilda dijo...

MARIA ELENA, ESTE CUENTO ES MUY LINDO Y ME GUSTO MUCHO EL TEXTO QUE ELEGISTES PARA CONTARLO, TIENE QUE SEGUIR LA HISTORIA, LAS SEGUIDORAS QUEREMOS QUE LA HISTORIA SIGA.BESOS
MPartyz

Anónimo dijo...

Buenísimo!

ahora, con Facebook, le sería más fácil construir su álter ego?

aplausos seguido de abrazos

Anónimo dijo...

muy bueno y contemporáneo el cuento, fresco y profundo al mismo tiempo