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16 oct 2023

UN DÍA PERFECTO PARA EL PEZ BANANA, de J.D. Salinger

 


En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda. No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono. —Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño. —Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora. —Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero. A través del auricular llegó una voz de mujer: —¿Muriel? ¿Eres tú? La chica alejó un poco el auricular del oído. —Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo. —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien? —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han... —¿Estás bien, Muriel? La chica separó un poco más el auricular de su oreja. —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde... —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada... —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después... —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad. —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo. —¿Cuándo llegasteis? —No sé... el miércoles, de madrugada. —¿Quién condujo? —Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada. —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que... —Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad. —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles? —Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche? —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para... —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para... —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás... —Muy bien—dijo la chica. —¿Sigue llamándote con ese horroroso...? —No. Ahora tiene uno nuevo —¿Cuál? —Mamá... ¿qué importancia tiene? —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre... —Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita. —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo... —Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza... —Lo tienes tú. —¿Estás segura?—dijo la chica. —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él? —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído. —¡Pero está en alemán! —Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos... —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche... —Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo. —Muriel, mira, escúchame. —Te estoy escuchando. —Tu padre habló con el doctor Sivetski. —¿Sí?—dijo la chica. —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre.


LOA ÁNGELES NO TIENEN TUMBA, de Claudia Tejeda


Precepto

Hubo un tiempo de sopas renegadas

de pálidos caldos en la noche. 

La mesa se agrandaba de obtusas esquinas

y cucharas que se ahogaban entre fideos huecos.

El deber ante el hambre 

de todos los niños del mundo 

tragarse la propia escasez

                         hasta la última gota de culpa.


Claudia de Lourdes Tejeda nació en Alta Gracia, Córdoba, Argentina.
Poeta, narradora formada en talleres literarios. Ha obtenido reconocimiento en concursos de poesía y cuento. Sus obras han sido publicadas en varias antologías. Participa de mesas de lectura y encuentros nacionales e internacionales.
Está a cargo de AMA América Madre filial Alta Gracia. Desde el año 2011 organiza las acciones de adhesión al Festival Internacional Palabra en el mundo de la ciudad. Coordina la Noche literaria en “El café de las malas compañías”.
Editó los libros: De hiedras y grietas (poemas y relatos); Como racimo de abejas (narrativa breve); Andamios de pan (poesía); El rayo imperfecto (poesía);
Anisacaterías junto a Carlos Medina (poemas ilustrados); Un ojo con patio (poesía); Trencadís. Poemas de amor irregular (poesía); además de integrar varias antologías.


Que la disfruten

Carmen


5 sept 2023

LA MUJER QUE NO ESTÁ, María de los Ángeles Fornero

Trágica y lírica, LA MUJER QUE NO ESTÁ nos lleva al galope por una Córdoba profunda metiéndonos de lleno desde la primera línea en una narración caleidoscópica para contarnos una de las formas del poder y la muerte en el nombre de María Eugenia Lubaki. Con un ritmo que cala hasta los huesos, la autora teje y desteje una historia de ficción ─basada en hechos reales─ abrevando en el lenguaje poético, como las mejores novelas cortas. La sensación página tras página es la de estar viviendo un viaje cinematográfico y cubista. Para calmar el vértigo, la autora propone subtítulos y números en el tejido, algo así como paradas en movimiento para organizar el texto, señales en el camino. Acá están las indias yucat, la tierra y los títulos, un comisario, una fiscal, una amiga, una hermana, una madre, unos hijos, una marcha, Alta Gracia, los hacheros, el glifosato, derechos y apellidos, rosas y carbón. Acá está la mujer que no está. Una escritura vibrante nos mantiene en tensión desde la primera palabra hasta la última en ambientes cargados de espesa realidad para hablar de machismo, de patriarcado, de falocracia, al fin, de ética. Una novela que se lee rápido y se disfruta mucho en lo lingüístico, y que invita a hacer una reflexión honda y lenta para concebir una sociedad más bella, es decir, más justa, más verdadera, más humana. 


María Elena Barbieri Sawisky


Que la disfruten
Carmen

30 abr 2023

HUELLAS EN SEPIA, de Diana Vázquez


 CONOCIMIENTOS IMPRESCINDIBLES

Nuestra gran casa de verano y su Paraíso de frutales e higueras, costeaba toda una cuadra de tierra a lo largo. Del otro lado lindaba con un estrecho terreno y una casa desordenada separada por un cerco de ligustros entramado en el alambre. Era una vivienda que yo no lograba entender del todo, habitada por una familia de apellido difícil de pronunciar. La abuela, hijos y nietos vivían en distintas construcciones pegadas unas a otras.  De esa gente solo distinguía dos nenas de edad parecida a la  mía, Pocha y Teresita.

La Pocha, que era linda pero bastante tonta, ya grande, le conocí un trágico destino de muerte, hoy lo llamaríamos un femicidio, en manos de un esposo policía. Teresita era alegre y curiosa, llena de conocimientos que yo no tenía y dispuesta a compartirlos. Mi mamá y mis hermanas desalentaban esa amistad, pero como tenían poco tiempo y ganas para controlarme, cuando podía aceptaba la invitación tras–cerco de Teresita.

 A mis años me gustaría preguntarle cómo me veía. ¿Qué pensaba ella de mí? De esa nena gordita, de vestiditos primorosos en verano, solitaria pero expansiva. Que aparecía y desaparecía, con alguna muñeca llevada a la rastra y siempre un libro en la mano. Teresita me llamaba suavecito y yo respondía si andaba cerca, para meterme en el hueco de los ligustros que eran nuestro portal secreto. Fue ella la que me contó como salían los bebés de la panza de las mamás.

—Por el pupo –por supuesto. Y me instó a que comparáramos nuestras mutuas rutas de salidas.

A Teresita le gustaban las clases prácticas. Apenas lo hicimos me di cuenta que era un imposible. Lo del pupo, digo. Siempre tuve esa innata apreciación racional de las novedades. Observé que estaban férreamente cerrados. Nada podría salir por ese túnel en espiral, sellado con un nudo.  En el de ella se podía ver claramente. El mío era más confuso porque su fin se perdía entre la carne suave y rotunda. De todas maneras, era información altamente explosiva para ser usada en una mesa dominguera. En mi familia la palabra “pupo” no se nombraba y las personas increíblemente terminaban a la altura de los hombros para retomar consistencia antes de las rodillas.

Ese domingo había sido con un tedioso almuerzo en que nadie se percató de mi presencia y todo jolgorio había rodeado la noticia de la pronta llegada de mi primer sobrino. Era el momento justo. Fue tan hermoso escuchar el asombrado silencio que se instaló cuando dije:

—Teresita me contó que los bebés salen de la panza de las mamás por el pupo.

Ante mis conocimientos biológicos, papá simplemente se levantó dejando la servilleta con firmeza.  Quedaban aún tres higos en almíbar sobre su plato. Yo tenía escasos seis años.

 

EL TAJO Y LA COSA

Aunque anduviera leyendo cuanto escrito tuviera a mano y hubiese perdido mi entusiasmo por “El Tesoro de la Juventud” debido a un disgusto terrible que me dejó por dentro un tembladeral varios días  (quizás después se los cuente) y poseyera la inconmensurable dimensión del verbo con el “Larousse”, a mí me faltaba mucha calle. En la casa de invierno tenía los tres tomos del fantástico diccionario, pero estaba en el escritorio de mi padre. Era complicado llegar a su uso aunque las ilustraciones y los detalles desafiaran a viajar por el universo. En cambio, en la gran casa de campo, había un “Pequeño Larousse” mucho más disponible y que era igualmente encantador. Las personas grandes, alejadas de esas cajas de Pandora, ahora  encarceladas por los barrotes de sistemas como Google y el internet, no pueden ni imaginar lo que se pierden. Es tan sencillo, por ejemplo, caer en “pene” si una hizo una  visita a pendencia ,diviso péndulo, encallo en pene y termino  amarrando la barca de la curiosidad en penicilina, la substancia antibiótica producida por penicillium notatum, que curó los males de mi hermano Héctor, allá por la década del 30 ,una de las  historias favoritas de mi madre. Igual pasaba con vagina si una buscaba vaguada, o vulva al rastrear vulgo. Basta perseguir las palabras y seguirlas como perdiguero, tener una curiosidad infinita y leer buena literatura. De tal manera que los conocimientos estaban y su significado también, hilvanados como tela de araña y guardados. Bien guardados. Ya he dicho que los niños son sujetos astutos e intuyen qué  pueden o no hablar o saber. Ese verano, en el portal prohibido del ligustro, me reí cuando Teresita pronunciaba alguna palabra mal. No por maldad, sino porque me divertía cómo sonaba cocholate o estratua o vasaciones. Ella perdió la paciencia y me gritó que no era ninguna analfabética y entonces sí redoblé las carcajadas. Recuerdo que detuvo su partida, se dio vuelta y me miró con  desdén. En sus ojitos rasgados, color miel y algo reptilescos brillaba el deseo de hacer daño.

—Bien que no sabés nada del tajo y la cosa de los hombres

—dijo sibilante.

Para mí el tajo era la herida que sangraba cuando un cuchillo cortaba la piel y cosa podrían ser todas las cosas. Nunca había sospechado que hubiera una, que perteneciera solamente a los hombres. Ella supo al instante que era ganadora en ese duelo lingüístico.  Mis pupilas estaban dilatadas por el asombro y la boca abierta por el gancho de izquierda que me noqueó al instante. Hasta sabía que era “left hook” porque mi hermana Cristina  y Alberto se tiraban a la cara la frase en inglés ante cada discusión ganada. Teresita se acercó lentamente y me miró a los ojos.

—El tajo es por donde entra la cosa de los hombres si querés tener un bebé, estúmpida!

Left hook, me dije.

Moraleja.

No hay nada mejor que una buena cachetada de realismo  para que todos los conocimientos académicos cobren sentido.

Que lo disfruten,

Carmen

 

 

 

 

 

 

EL NO

De chica me dijeron

que había partes

indebidas de mostrar.

Un cuerpo dividido en claroscuros permitidos.

Y nosotras buscamos los rincones

                        para entrar infatigables

                        en la tenebrosa idea del pecado.

                                                   ___________________________

MICROFICCIONES , de Raúl Brasca

 


LLAVE

Fue triste cuando mi padre, sin que ya se lo pidiera, me dio la llave de la casa. Yo era casi un adulto y él me la dio como quien pide permiso para envejecer.

 

RONDA

La farolera tropezó y en la calle se cayó. Como hacía un trabajo reservado a los hombres, nadie le alzó la barrera de la Puerta del Sol y el coronel del que se enamoró no le hizo caso. Melancólica, distraía sus noches con cálculos mentales que estaban bien pero que ella siempre creyó que le salieron mal como todas las otras cosas en la vida.

 

ÚLTIMA ELECCIÓN

a Juan Sabia

El pez resuelto al suicidio evita veloz la red en la que moriría con sus compañeros, pasa de largo frente al anzuelo del pescador rutinario que hojea una revista, y traga sin dudar el de un chico que recordará mientras viva los espasmos terribles de su asfixia.

YO SIEMPRE CONMIGO

Me abandoné a la placidez del sueño y, cuando regresé a la vigilia, me vi empapado y temblando de miedo. Me perdí detrás de una mujer y, cuando me di cuenta, estaba desnudo y sin un centavo. Me dejé flotar en el vaivén de las olas y, cuando volví en mí, me hacían respiración artificial. Definitivamente, no puedo dejarme solo.


Que lo disfruten,

Carmen


Sobre Raúl Brasca

NO OYES LADRAR A LOS PERROS, de Juan Rulfo

 


-Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

-No se ve nada.

-Ya debemos estar cerca.

-Sí, pero no se oye nada.

-Mira bien.

-No se ve nada.

-Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

-Sí, pero no veo rastro de nada.

-Me estoy cansando.

-Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

-¿Cómo te sientes?

-Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

-¿Te duele mucho?

-Algo -contestaba él.

Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

-No veo ya por dónde voy -decía él.

Pero nadie le contestaba.

El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado.

Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

-Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

-Bájame, padre.

-¿Te sientes mal?

-Sí

-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

-Te llevaré a Tonaya.

-Bájame.

Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

-Quiero acostarme un rato.

-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.” Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

-No veo nada.

-Peor para ti, Ignacio.

-Tengo sed.

-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

-Dame agua.

-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

-Tengo mucha sed y mucho sueño.

-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

-¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

-¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

FIN 1953

 

Juan Rulfo, de nombre completo Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (1917-1986), fue un escritor, fotógrafo y guionista mexicano. Aunque su obra no fue la más extensa, ha sido considerado como uno de los autores más importantes del siglo XX, debido a sus cualidades narrativas.

La obra de Juan Rulfo se caracterizó por plasmar de manera certera, y a la vez fantasiosa, algunos hechos asociados con la vida del campo y los acontecimientos posteriores a la Revolución mexicana. De allí que su trabajo estuviera vinculado a la “generación del medio siglo”.

El haber incluido a Juan Rulfo dentro de la generación del medio, siglo o generación del 52, etapa de transición de lo rural a lo urbano, significó también que fuera parte del fenómeno llamado el boom latinoamericano. Es decir, su obra fue dada a conocer por toda Europa y el mundo entero.


Que lo disfruten!

Carmen



Juan Rulfo nació el 16 de mayo de 1917 en Apulco, Jalisco, en el seno de una familia adinerada. Sus padres fueron Juan Nepomuceno Pérez Rulfo y María Vizcaíno Arias. El matrimonio tuvo cinco hijos, el escritor fue el tercero. A temprana edad los hermanos Pérez Rulfo Vizcaíno quedaron huérfanos.

En 1924, cuando Juan Rulfo apenas tenía siete años, falleció su padre víctima de un disparo. De acuerdo con los historiadores el arma fue detonada por el hijo del entonces presidente municipal de Tolimán. El hecho conmocionó a toda la comunidad, y marcó de por vida al escritor.

Después de haber laborado por seis años en la compañía de neumáticos Goodrich-Euzkadi, Rulfo se retiró para dedicarse de lleno a su producción literaria. En 1952 obtuvo un subsidio, o beca, por parte del Centro Mexicano de Escritores, esto le permitió publicar, un año después, El llano en llamas. Sin embargo, la máxima obra de Juan Rulfo salió a la luz en 1955 con el título de Pedro Páramo. En esa novela la realidad y lo oculto se conjugaron para darle vida a una de las obras más destacadas de la literatura hispanoamericana de mediados del siglo XX.

LA FE EN EL TERCER MUNDO, de Cortázar


A las ocho de la mañana el padre Duncan, el padre Heriberto y el padre Luis empiezan a inflar el templo, es decir que están a la orilla de un río o en un claro de selva o en cualquier aldea cuanto más tropical mejor, y con ayuda de la bomba instalada en el camión empiezan a inflar el templo mientras los indios de los alrededores los contemplan desde lejos y más bien estupefactos porque el templo que al principio era como una vejiga aplastada se empieza a enderezar, se redondea, se esponja, en lo alto aparecen tres ventanitas de plástico coloreado que vienen a ser los vitrales del templo, y al final salta una cruz en lo más alto y ya está, plop, hosanna, suena la bocina del camión a falta de campana, los indios se acercan asombrados y respetuosos y el padre Duncan los incita a entrar mientras el padre Luis y el padre Heriberto los empujan para que no cambien de idea, de manera que el servicio empieza apenas el padre Heriberto instala la mesita del altar y dos o tres adornos con muchos colores que por lo tanto tienen que ser extremadamente santos, y el padre Duncan canta un cántico que los indios encuentran sumamente parecido a los balidos de sus cabras cuando un puma anda cerca, y todo esto ocurre dentro de una atmósfera sumamente mística y una nube de mosquitos atraídos por la novedad del templo, y dura hasta que un indiecito que se aburre empieza a jugar con la pared del templo, es decir que le clava un fierro nomás para ver cómo es eso que se infla y obtiene exactamente lo contrario, el templo se desinfla precipitadamente y en la confusión todo el mundo se agolpa buscando la salida y el templo los envuelve, los aplasta, los cobija sin hacerles daño alguno por supuesto pero creando una confusión nada propicia a la doctrina, máxime cuando los indios tienen amplia ocasión de escuchar la lluvia de coños y carajos que distribuyen los padres Heriberto y Luis mientras se debaten debajo del templo buscando la salida.


Que lo disfruten,

Carmen


Más sobre Cortázar


 

17 oct 2022

DE DORAPA, de Carlos Salinas

Carlos Salinas 

Este artista polifacético ha publicado el libro Sueños de Solos y Acompañadas (editorial Llanto de Mudo, 2002), la Plaqueta de Poesía Joven Regional (Mario Trecek, 1998), y Plaquetas varias por Los Editables (1998/2000), y Maquinita de Poesía (editorial Pan Comido, 2006). Además, el poeta ha participado en diversas antologías literarias: En Boca 3 (Hernán Vaca Narvaja, 2006), Comerás Papel (Cedilij, Carlos Scocco, 1998), A Solas con Todo el Mundo (Llanto de Mudo 2005/2006), y Llanto de Mudo 2 (1998). Agregaría "Horrores de Zona Sur", 2021 y "De Dorapa" 2022, ambos de ediciones del Callejón. 

Dice Carlos:

“Cada sociedad lee en su contexto y en su tiempo. Indudablemente si lo vemos desde el prisma de los adultos y de la modernidad, en estos tiempos posmodernos, se lee menos. Pero hay una fragmentación en la lectura, una intertextualidad que en otrora no había. Hoy existe una cantidad inagotable de literatura a la mano, indudablemente la posibilidad de leer es mayor que en la antigüedad. Pero siempre es más fácil idealizar el pasado como un lugar fantástico. También es muy común y suena muy bien decir que los pibes y pibas no leen, cuando en realidad, muchísimos adultos nos leen”.


Un poquito de la poesía de Carlos Salinas.... Que la disfruten,

Carmen 



(…chapas…)

Cuando casi nos quisimos

No eras cruel,

No era indiferente.

Cuando casi nos quisimos

Éramos espejitos de colores,

hoy somos dos chapas

a la intemperie,

castigadas por la lluvia,

castigadas por el sol.

Dos chapas

devoradas por el óxido.


  

(…Grandota…)

Seme está poniendo grande esta tristeza.

Ya no le entra la ropa

Y me pide plata cada vez que sale.

Tengo que mandarla a que limpie su cuarto

Y que se pegue un baño.

No me da bola.

Grandota pava, no deja de ser letal en algunos rincones

Del pasado

Y los domingos…

Los domingos todos.

 

(…2Palabras…)

-¿No tienes a nadie?

-No señor.

-¿Sueños?

-No señor.

Algunos vacíos,

Algunas oscuridades

Caben en 2 palabras.


"De Dorapa"
Carlinos Salinas



 

12 jun 2022

NO A MUCHA GENTE LE GUSTA ESTA TRANQUILIDAD, de María Teresa Andruetto

 

                                                                        A María Elena Boglio

Aquí es muy tranquilo. Nunca pasa demasiado. Hemos aprendido a distinguir las voces de las aves y los animales, el aleteo de los cisnes que pasan por la casa, el ruido de los diferentes motores que retumban por los caminos. No a mucha gente le gusta esta tranquilidad.

JOHN MCGAHERN

Había echado las cluecas la mañana del día que tuvieron que internar a Beatriz Helena y entonces fue él quien controló los huevos hasta que los pollitos nacieron. Eso era algo que la mortificaba un poco, porque se trataba de una tarea que siempre habían hecho las mujeres, primero su madre, después su hermana o ella misma. De los cerdos y las vacas sí se ocupaba él, pero ahora quedaban sólo ellos dos en este mundo y alguien tenía que estar en el hospital acompañando a Beatriz Helena. En los veintiún días que mediaron entre las cluecas y los pollitos saliendo del cascarón, había sucedido todo. Nomás unos pocos huevos perdidos y ahora estaban ahí piando ciento cincuenta pollitos; a fines de enero podría venderlos. Todos los meses pasaba por el campo el hombre del rastrojero y su hermana o ella le entregaban los pollos; era como una caja chica, así no tenían que usar dinero de la cosecha, los vendían y a veces también los canjeaban por ropa de cama o no perecederos que el hombre llevaba por los campos. La lluvia de la noche, con ser poca, refrescaba la tierra, le sacaba al campo un perfume a recién nacido. Fueron los dos al pueblo por primera vez después del sepelio, porque se estaban acabando las provisiones. Beatriz Estela un poco cansada de escuchar condolencias que, aun viniendo de sus compañeras de oración, tal vez no eran del todo sinceras. De cualquier modo, respondió con agradecimiento a cada saludo, a cada comentario acerca de lo que había querido Dios, ya no sufre, es mejor así, el señor la recibió en sus brazos , acerca de que ahora su hermana descansaba en paz. A Luis Ernesto no le gusta conversar, ha sido así antes y lo seguirá siendo ahora. Llegan al almacén y él deja la camioneta, como antes su padre dejaba el sulky, pide un vaso de Gancia y un plato de maníes y absorto va bebiendo y picando, acodado al mostrador, mientras su hermana hace las compras. Como otras veces, como antes, cuando estaban los tres, compraron azúcar, harina, yerba, té, queso cáscara colorada y dulce de batata y de membrillo para varios días. También café, cacao amargo y varias tabletas de chocolate, porque por las tardes Beatriz Estela prepara a veces leche con chocolate y se sientan a beber en silencio, mirando hacia el campo, hacia los sembrados. Tienen trigo, maíz y algo de sorgo para los animales, algunas vacas, cerdos para consumo propio —aunque en Navidad siempre venden algunos lechones— y los pollos que crían para cubrir gastos, sin echar mano de la cosecha. Fue sacando las cosas y las llevó a la despensa, detrás de la cocina. Después, mientras Luis Ernesto revisaba los corrales, hizo la limpieza de las habitaciones, cambió las sábanas por otras blancas, almidonadas, cambió también el agua de las jarras en los dormitorios, puso toallas nuevas (unas de algodón que Beatriz Helena había desflecado y bordado a lo largo de las noches), regó y barrió los pisos de ladrillo, pasó un trapo seco a los muebles y lavó la cacerola que en la corrida al hospital había quedado por semanas en remojo. Después, separó la ropa de trabajo de Luis Ernesto y salió al patio, llegó casi hasta el escusado, 27/89 hasta unos latones sobre braseros con agua y jabón blanco que ella misma ralla para que se disuelva fácilmente, porque no le gusta lavar con jabón en polvo, y puso la ropa en remojo, para que la mugre aflojara. Entró al escusado y cuando terminó, lavó paredes, piso y fondo con creolina hasta que todo quedó desinfectado. Después regresó a la casa, a la habitación que por años había compartido con su hermana y que ahora era sólo suya, repasó cosa por cosa con una franela pero no quiso cambiar nada de lugar, y puso a hervir, sobre un calentador, un jarro de agua con hojas de eucaliptus. Con el olor a eucaliptus reanudando la salud de la casa, se sentó a la pequeña mesa que estaba en la habitación, junto a la ventana desde la que se ve el molino, tan antiguo como ella misma, el molino al que los hermanos trepaban de niños para ver la inmensidad de la llanura, sacó papel y una lapicera a fuente negra con la pluma dorada y comenzó a escribir. Era una carta a su prima, la única prima con la que tenían trato, en la que le contaba lo ocurrido, el tiempo en el hospital desde el infarto de Beatriz Helena y luego la muerte, los trámites para el sepelio y los días de tristeza que siguieron. Si bien las noticias no eran buenas, podría decirse que más que de dolor, se trataba de una carta llena de resignación. Beatriz Helena había muerto con los auxilios religiosos, el padre Pedro —tan próximo siempre, tan querido— la había acompañado hasta último momento, le había dado la extremaunción y los había asistido a ellos espiritualmente, como siempre, desde hacía años; luego habían celebrado una misa de cuerpo presente en la capilla de Campo Arana, una misa muy conmovedora, y llevado los restos al cementerio viejo, donde están sepultados los padres. La enterramos ese día mismo porque las noches últimas fueron largas y estábamos prácticamente solos Luis Ernesto y yo, velando por ella, nomás nos acompañaban el peón, nuestras amigas del Sagrado Corazón y el querido padre Pedro que jamás nos abandona. Nos hemos quedado solos, querida prima, muy solos aquí los dos, pero no nos acobarda porque así nos criaron nuestros padres y aunque es inmensa la tristeza y la falta de anhelo en estos días, nos iremos resignando, como a todo. El Padre dice que debemos aprender a aceptar la soledad, de modo que ante las sombras que nos abruman a veces y la necesidad de perdón que nos agobia, cuando el demonio pregunta, en medio de la noche ¿para qué todo?, la Virgen sagrada nos asiste, Nuestra Señora del Bien renueva en las pequeñas cosas de cada día, nuestro deseo de servir a Dios. El campo está lindo, ha llovido mucho este año; ahora estamos por trillar. Alfa hay poca, nomás para nuestros animales, pero hemos sembrado maíz y está linda la huerta, tenemos tomates, pimientos, zapallitos de tronco y muchas flores de jardín. Estamos siempre ocupados, trabajo no nos falta, y eso siempre es bueno, porque no nos deja pensar. El domingo 13 recordaremos a papá con una misa en un nuevo aniversario de su muerte y dentro de dos meses, si Dios así lo quiere, iremos en peregrinación a Luján porque nos gustaría traer de 28/89 allí una imagen de Nuestra Señora para entronizarla en nuestra casa. Tengo muchas labores pendientes, ahora sólo a mi cargo, como coser y remendar la ropa. También quisiera decirte que el año pasado, con mi hermana ya enfermita, hicimos un viaje a Fortín Mercedes donde descansan los restos de Ceferino (ahora los llevarán a Chimpay) y visitamos la sepultura de Laura Vicuña, que ya es beata. Bueno, no tengo más noticias que éstas, querida prima, te deseo en lo más profundo de mi corazón un año con selectas bendiciones y te pido disculpas por no avisar de la muerte de Beatriz Helena pero, tanto Luis Ernesto como yo, pensamos que la ciudad está muy lejos de estos campos y los caminos muy feos con la lluvia y vos tan ocupada cuidando a nuestra tía. Te prometo que cuando pasen las novenas, iremos a visitarlas. Ahora me despido, no sin antes rogarte que reces por nosotros y nos acompañes en nuestras plegarias, para encontrar resignación. Respetos a la tía y para vos todo el cariño de Luis Ernesto y Beatriz Estela, que te quieren . Una vez, cuando era joven, Beatriz Estela había tenido un festejante; trabajaba en una máquina de trilla que por entonces contrataban, parecía muy bueno el muchacho y a ella le gustaba, pero sin que supiera por qué razón, él no le gustaba a su padre, así de sencillas y difíciles son a veces las cosas. Después al muchacho lo habían llamado para hacer el servicio militar y entonces todo se había disuelto como una tormenta en el cielo. Él le había escrito una carta desde el lugar a donde lo habían destinado, un sitio del sur, casi en la frontera con Chile…, en medio de esas cosas nuevas en su vida, del impacto de un paisaje cuya belleza no había imaginado y de la vida en el cuartel, él le hablaba tímidamente de sus sentimientos para con ella. No era exactamente una declaración de amor, una declaración explícita, era más bien una puerta abierta hacia algo que Beatriz Estela no se había atrevido a mirar. Pese a todo, ella había soñado muchas noches con el muchacho, soñaba que volvía a buscarla, vestido de soldado y se la llevaba a los tropezones por el campo, pero después con los años, aunque su padre ya no estaba, también los sueños se diluyeron. Cuando el padre murió supieron que habían quedado ahí, en ese campo cercano a la Capilla, como un testimonio del pasado, viviendo los tres a la manera de antes, custodiando las tierras, como habían vivido los padres de sus padres. Supieron también que estaban rodeados, que toda la región, excepto las hectáreas que ellos tenían, se había transformado para siempre. Los nuevos dueños cambiaban trigo por soja que da mayor rinde, cerraban los tambos, vendían animales, no había quien viviera en las viejas casas, ni un vecino a donde ir a jugar a las cartas alguna noche, ni donde pedir auxilio si les pasaba algo, pero tengo que decirte, prima, que no nos acobarda ni nos disgusta, porque hemos sabido, con el auxilio de Dios, permanecer a nuestro modo, y así será hasta el último día. Cuando ya no estemos, 


18 may 2022

Y TEMBLÓ, de Ariel Raudez

Aquel día volteé a ver al cielo. Las nubes con formas convexas a lo largo de un fondo rojo anaranjado solo podían indicar una cosa: temblor. 

Recuerdo que mi padre pasaba horas viendo al cielo. Y siempre encontraba una señal para algo. Con un cielo despejado y un calor insoportable: «Va llover», decía. Y como por arte de magia, llovía. A veces, se veían unas nubes negras en el horizonte y hacía un calor insoportable. «Va llover», le decía yo. Y no llovía. Mi papá con su inigualable sabiduría me contestaba: «No, esas son nubes de frío». Y en unos momentos un viento fuerte y helado refrescaba el ambiente haciendo erizar los pelos y hasta rechinar los huesos. Cuando llovía del este, aseguraba que no duraría muchos días en caer agua; cuando era del oeste, le llamaba vendaval. «Va a pasar lloviendo quince días. Así decían los viejitos cuando yo era niño, y nunca se han equivocado», comentaba con cierta nostalgia. Yo me preguntaba cuántos años habían pasado desde que mi papá era un niño y cuántos habían pasado desde que esos viejos no se equivocaban. Solo Dios sabe.

En otras ocasiones, llovía como si a Dios se le hubiera olvidado que le prometió a Noé no volver a inundar la Tierra; mi papá salía a ver el cielo y cuando empezaba a relampaguear: «Ahí está, ya va a dejar de llover», afirmaba con seguridad. Yo me asomaba y el cielo seguía negro y el agua recia. Ahora sí se equivocó mi papá, pensaba. Pero en cuestión de dos horas dejaba de llover y el sol salía otra vez bravo como si estuviera en verano; la calma se apoderaba del ambiente y de la lluvia solo nos quedaban los charcos y la ropa hedionda a moho. Raras veces llovía con sol; una llovizna suave que no se decidía si ser brisa o sereno. «Están pagando los malvados», decía mi papá. A los días, en los diarios se leía de la captura de un ladrón o de su muerte. También había días en que amanecía el cielo colorado, colorado, como si le hubieran dejado caer un chorro de sangre. «¿Quién sabe qué inocente está sufriendo o a quién habrán matado?», murmuraba mi papá con tono triste. Era cuestión de días para darnos cuenta de un ataque terrorista o de alguna masacre, o también, de alguna injusticia en masa. 


23 abr 2022

ROSA BOMBÓN, Agustina María Bazterrica

 Para Pili, mi hermana, y para mis amigas. 



 

Después de ti ya no hay nada, ya no queda más nada, nada de nada. Después de ti es el olvido, un recuerdo perdido, nada de nada. ¿Cómo voy a llenar este espacio vacío, después de ti? ¿Cómo vivir después de ti? 

Alejandro Lerner. Después de ti.

 

Paso UNO:

Observe las lágrimas que le caen sobre los dedos. Piense en diamantes. Visualice a Elizabeth Taylor. Desee tener ojos azules y maridos consecutivos. Error. Retroceda. Usted no necesita más hombres en la vida. Quiere estrellarse con el auto de Penélope Glamour. Busque una hoja de papel y un lápiz. Escriba la palabra “Lista” y enumere las cosas que debe comprar para morir con el estilo y la dignidad de un personaje animado.

LISTA:

1.     Conjunto deportivo, pero elegante, diseñado para físico escultural.

Ignore el último detalle, el del físico escultural. Continúe, impávida.

2.     Anteojos blancos con forma gótica.

Sorpréndase del uso de un léxico refinado, aún en estado crítico.

3.      Sombrilla con moño.

4.     Botas blancas a gogó.

5.      Auto marca ACME con labios y ojos prominentes haciendo las veces de un capó.

No profundice en el hecho perturbador de querer morir en un auto con rostro humano.

Recuerde que en la cuenta del banco no tiene plata. Rompa la hoja de papel y tire el lápiz dentro de la pecera. Vea cómo su pez la mira con ojos deformes. Asuma que su pez es un engendro de la naturaleza y desconozca el motivo por el cual lo compró alguna vez. Intente analizar por qué le puso el nombre “Pepito” a un pez que la ignora de manera permanente. Medite sobre el motivo puntual de llamarlo con apodos cariñosos como “Pepino de colores”. Admita que un pez no es un vegetal y que su pez tiene un único color: amarillo descolorido, amarillo repugnante. Observe el castillo de plástico violeta en el cual aterrizó el lápiz. Reflexione sobre cuál es el propósito fundamental de que un pez tenga, como aparente vivienda, un castillo al cual supera en tamaño. Descubra que no existe una respuesta para semejante interrogante.

Concéntrese en la palabra propósito. Considere objetivamente la siguiente pregunta: ¿Cuál es el propósito del amor? Deprímase por no saber la respuesta. Abra la bolsa de papas fritas Kellogg’s y mastique de forma compulsiva. Experimente un vacío, producto de la falta de estructura y certezas del universo amoroso. Tome el jarrón con dragones chinos de colores brillantes y tírelo en el centro de la reproducción de Los Girasoles de Van Gogh. Hastíese de la sonrisa de la Mona Lisa que la mira desde la pared donde el vidrio de Los Girasoles se rompió a pedazos. Alégrese de no ser la Mona Lisa. Piense que hay algo en esa cara que le resulta vagamente animal. Filosofe: “¿Será por la asociación inconsciente con la palabra “mona” o porque esa mujer me resulta francamente desagradable?” Recuerde que él insistió en comprar esas reproducciones. Tome un marcador rojo indeleble y píntele colmillos a la sonrisa de Mona Lisa. Cite a Duchamp y píntele un bigote. Ría. Fuerte. No se cuestione quién es Duchamp ni por qué alguna vez le dibujó un bigote a un icono sagrado del arte. Usted no tiene tiempo de ahondar en misterios estilísticos, no cuando está en plena crisis emocional. Deteste Los Girasoles. Tome conciencia de la antipatía profunda que siempre experimentó por esos cuadros. Complete la frase, agregando: “Cuadros baratos”. Visualice el odio. Déjelo fluir. Tire a la Mona Lisa por la ventana. Observe cómo ella y sus bigotes se desploman en una terraza abandonada. A continuación arroje Los Girasoles y vea cómo vuelan, sin el peso del vidrio, a través de los cables de la ciudad. Sienta un placer secreto, pero no lo reconozca porque Usted está transitando por un estado de desolación y furia. Perciba cómo un hombre la mira triste, apoyado sobre un auto estacionado.