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26 abr 2025

EL NERVIO ÓPTICO, de María Gainza

 EL BUEN RETIRO 

Durante un período aterrador de la adolescencia en que me debatía entre la niñez y la adultez y nadie sabía cómo tratarme me mudé a la casa de mi abuela. Fue una mudanza en bloque familiar. Dijeron que había que redecorar nuestro departamento después del incendio. Pero un año después, al volver, todo estaba tal cual lo habíamos dejado: a no ser que la decoración incluyera, como un detalle de color, las revistas Planète chamuscadas sobre la mesa ratona del living. Nunca supe el porqué de esa mudanza pasajera, pero ¿quién no arrastra algún misterio en su biografía? Hay detalles que se pierden en la noche de los tiempos y es mejor así: terminar de entender las cosas vuelve rígida la mente. La casa de mi abuela era un búnker art déco, con una escalera caracol de mármol que tenía una baranda que se curvaba como un signo de interrogación. Había también un jardín de media manzana con una pileta de veinte metros que se tapó para hacer una cancha de squash cuando, años después, el lote se vendió a una universidad. En el fondo del jardín había una puerta enmascarada por una ampelopsis, una puerta reservada para el batallón de empleados de la casa. Yo tenía prohibido usarla porque, según mi mamá, si los vecinos me veían entrar y salir por ahí iban a pensar que era la hija de la mucama. Las pocas veces que burlé la prohibición fue para acompañar a mi papá a lo de Amuchástegui. Salíamos por la «puerta de servicio» porque de esa manera nos ahorrábamos tener que dar la vuelta a la manzana. Amuchástegui era un pintor de animales que vivía en una casa victoriana que se venía abajo y que mi papá visitaba no tanto para comprar arte sino como salida terapéutica. Sentado en una silla desvencijada que no parecía pertenecer a ningún período histórico definido, tomando té en un frasco de mermelada, mirando láminas de arte salpicadas de moho, se volvía un hombre parecidísimo a él pero más a gusto consigo mismo. En esa temporada que pasé en lo de mi abuela mi amiga Alexia se quedó un par de veces a dormir, y un día en que estábamos desprogramadas mi papá nos propuso hacer una visita al taller. Amuchástegui era un tipo más bien serio pero esa tarde se mostró más simpático que nunca, casi exultante diría yo, y sin que nadie se lo pidiera nos mostró, aunque creo que solo se lo estaba mostrando a Alexia, cómo pintaba usando un finísimo pincel de marta que embebía en un aguarrás tan penetrante que te llegaba al esfenoides. Nos estábamos yendo cuando, de la nada, o más bien debido a esa propensión de los hombres por competir delante de las mujeres, mi papá sacó la chequera y le compró a Amuchástegui una pintura de un gato encaramado a un árbol. Amuchástegui nos aclaró que era un gato montés. Me llamó la atención, no se lo veía muy salvaje. Estaba pintado pelo por pelo en ocres y negros con un nivel de detalle delirante. Hiperrealismo, dijo mi papá un rato después, mientras lo colgaba en el escritorio de lo de mi abuela. Alexia no dijo nada: ella, que para todo tenía una opinión. Pero tres años más tarde, un sábado en que la convencí de ir al Bellas Artes, vimos el autorretrato de Fujita por primera vez: ese japonés resbaladizo con su gato ladino hecho de una sucesión de veloces líneas negras. Alexia me miró y supe perfectamente qué pensó, porque para entonces ya nos comunicábamos por telepatía: «Al lado de este gato, el de tu padre parece embalsamado». Nos decíamos hermanas del corazón; nos protegíamos con la cursilería, un poco como una forma de pudor y otro poco como una forma alta de la sinceridad. Ella era mi otra mitad, mi mejor mitad, y a veces también mi sherpa personal. Yo iba a un colegio privado de zona norte, ella a un colegio de echadas en el centro, y salvo por un inglés de internado, mi educación era mediocre, llena de agujeros. La suya, en cambio, era profunda y ubicua: tenía dos hermanos mayores que eran mellizos, los dos eran rockeros, los dos usaban remeras negras de los Ramones que hacían que las Lacoste amarillas de mis hermanos parecieran el uniforme del enemigo. Muchas de las cosas que serían el combustible de mi vida me las señaló Alexia: a los trece años me hizo ver La naranja mecánica en un cineclub piojoso del Abasto; seis meses después me pasó los Nueve cuentos de Salinger en una edición que parecía mordida por un perro; y me hizo escuchar por primera vez a Sumo en un casete pirata que habían grabado sus hermanos en el Einstein.