Extraigo un cigarrillo y lo llevo a los labios; acerco el encendedor y lo hago funcionar, pero no enciende. Me sorprende, porque hace pocos momentos marchaba perfectamente, la llama era buena, y nada indicaba que el combustible estuviera por agotarse; es más: recuerdo haberle puesto piedra nueva, y una nueva carga de disán, hace apenas unas horas.
Acciono,
sin resultado, repetidas veces el mecanismo; compruebo que se produce la
chispa; entonces, con un cuentagotas, vuelvo a llenar el tanque de disán.
Tampoco
enciende, ahora.
En
varios años nunca había fallado así. Me propuse buscar el desperfecto.
Con
una moneda le quito nuevamente el tornillo que cierra el tanque; esto no parece
contribuir a desarmarlo. Con la misma moneda, quito luego el tornillo correspondiente
al conducto de la piedra; sale también un resorte, que está enganchado a la
punta del tornillo. En el otro extremo, el resorte lleva una pieza de metal,
parecida a la piedra (que también sale, junto con algunos filamentos, blancos y
del largo del resorte, en los que nunca me había fijado). El encendedor sigue
siendo una pieza entera; en nada he adelantado quitando estos tornillos.
Lo
examiné con más cuidado, y vi un tercer tornillo: es el que oficia de eje para
la palanca que hace girar la rueda y provoca la chispa. Lo quito, pero ya no
pude usar la moneda; debí servirme de un pequeño destornillador.
Tengo
una colección de destornilladores, en total son muchos, van de menor a mayor,
de uno a otro conservan las proporciones. Utilicé el más pequeño, aunque pude
haber obtenido igual resultado con el N° 2, o el N° 3.
Salen
algunos elementos: la palanca, el tornillo mismo (que, del otro lado, tiene una
tuerca, aunque el aspecto exterior de esta tuerca es igual al de un tornillo;
la parte no visible es hueca), dos o tres resortes y la ruedita con muescas;
ésta rueda alegremente sobre la mesa, cae al suelo, y ya no la encuentro.
El
encendedor, sin embargo, me sigue pareciendo un todo; hay algo ofensivo en esa
solidez, un desafío. Y permanece oculta la falla. Introduzco entonces el
destornillador en distintos orificios; en primer término atraviesa el conducto
de la piedra, y asoma la punta por la parte de arriba; en el receptáculo del
combustible encuentro algodón, y no sigo explorando; luego investigo los
orificios de la parte superior. Hay dos: uno de ellos es el extremo de otro
conducto, cuya función desconozco; es un tubo acodado, el destornillador no
puede seguir más allá. El otro es más ancho, recto; al final del mismo -a una
distancia que, calculo, corresponde aproximadamente a la mitad del encendedor-
la herramienta, girando, de pronto se detiene, atrapada por la cabeza de un
tornillo, que resuelvo quitar; es corto y ancho; entonces, tiro con los dedos
de una pequeña saliente, mientras con la mano izquierda sujeto la parte
exterior del cuerpo del encendedor, y veo, complacido, que algo se desliza.
Queda
en mi mano izquierda la delgada capa metálica; con un leve chasquido, en el
momento en que termina de salir la parte interior, un pequeño conjunto metálico
se expande (me sorprendo, porque el tamaño es aproximadamente cuatro veces
mayor) y queda en mi mano derecha una réplica, tamaño gigante, que apenas
conserva las proporciones, y algo del aspecto del encendedor, pero hay muchos
huecos y vericuetos; imagino un mecanismo de resortes que, para volver a
guardar este conjunto en su capa, debo comprimir (no imagino cómo, aunque intuyo
que debe ser difícil); sólo un mecanismo de resortes puede explicar este
sorprendente crecimiento.
Introduciendo
el destornillador en varios orificios descubrí que hay tornillos insospechados;
pero el número uno es ya demasiado pequeño para ellos, no hace una fuerza
pareja y temo que se estropeen. Elijo otro; el ideal es el N° 4, aunque bien
podría usar el N° 3 o el N° 5, quizás el N° 6, y aun el N° 7.
Quito
algunos tornillos. Caen resortes, de un conducto salen una pieza metálica
entera, aceitada (parece un émbolo), y un par de ruedas dentadas.
Descubro
que el conjunto consta también de dos partes, una externa y otra interna;
cuando no encuentro más tornillos, procedo a separarlas por el mismo
procedimiento anterior. El fenómeno se repite con puntualidad, y obtengo una
estructura aproximadamente cuatro veces más grande que la anterior (y dieciséis
veces más grande que el encendedor), pero el peso es siempre más o menos el
mismo; incluso diría que esta estructura es más liviana que el encendedor
entero, lo cual, si a primera vista puede parecer extraño -especialmente cuando
se sostiene en la palma de la mano-, es lógico; por ley, el contenido tiene que
pesar menos que el encendedor completo, a pesar de que su tamaño, mediante el
ingenioso mecanismo de resortes, pueda aumentar y, por ello, parecer más
pesado.
Me
decido a quitar el algodón; parece estar muy comprimido (lo que explica que el
disán se conserve tantos días en el interior del tanque -muchos más que en
otros encendedores). El tanque ha crecido proporcionalmente, y ahora el algodón
está más flojo; el contenido, compruebo, equivale a muchos paquetes grandes; no
me ha costado trabajo quitarlo, porque mi mano entra entera en el tanque.
A
esta altura, pienso que me va a ser muy difícil volver a armar el encendedor;
quizás ya no pueda volver a usarlo. Pero no me importa; la curiosidad por el
mecanismo me impulsa a seguir trabajando; ya no me interesa averiguar la causa
de la falla (y creo que ya no estoy en condiciones de darme cuenta de dónde
está esa falla), sino llegar a tener una idea de la estructura de ciertos
encendedores.
No
uso, ahora, destornillador, para investigar los conductos; mi mano cabe
cómodamente en la mayoría de ellos. Es curioso el intrincamiento de algunos,
semejante a un laberinto; mi mano encuentra a veces varios huecos en un mismo
conducto, explora uno -que no es más que el principio, o el final, de otro
conducto, y que a su vez tiene varios huecos que corresponden a otros tantos
conductos. Hay menos tornillos, y también, en apariencia, actúa una menor
cantidad de resortes.
Siguiendo
con la mano, y parte del brazo, uno de los conductos y algunos de sus
derivados, llego a un lugar que parece estar próximo al centro de la
estructura; allí mis dedos palpan unas bolitas metálicas. Tienen la
particularidad de estar sueltas a medias, como la punta de un bolígrafo; puedo
hacerlas girar empujándolas con el dedo.
Presiono
con más fuerza sobre una de ellas, y se desprende de la lámina metálica que la
sujeta; comienza a rodar por los conductos y cae fuera de la estructura.
Observo que su tamaño es como el de una bolita de las que los niños usan para
jugar. Caen muchas. Diez o doce, o más. Tomo una de ellas y me sorprende el
peso; parece que fuera una pieza entera. Pero de ser así, no me explico cómo
pudo caber dentro del primitivo tamaño de encendedor. Pienso que,
probablemente, también se hayan expandido mediante un sistema de resortes; me
sigue llamando la atención el peso.
De
pronto me sentí atacado por el sueño. Miré el reloj y vi que eran las dos de la
madrugada. Es fascinante cómo uno se olvida del paso del tiempo cuando está
entretenido en algo que le interesa. Pensé que debía irme a la cama, pero no
puedo abandonar el trabajo. Quiero llegar, me propongo, a descubrir la última
estructura, o a que el encendedor se desarme en su totalidad, se descomponga en
cada uno de sus elementos.
Ahora,
después de un par de operaciones, mediante las cuales vuelvo a separar la
estructura en dos (una capa, o cáscara y una estructura cuadruplicada), el
encendedor ocupa más de la mitad de la pieza; esta última estructura ya no se
parece en nada al encendedor, sus formas son menos rígidas, hay curvas; si
tuviera espacio suficiente para mirarla desde cierta distancia, quizás pudiera
afirmar que es casi esférica.
Solamente
a través del encendedor puedo pasar de un extremo a otro de la habitación; lo
hago con cierta comodidad, aunque debo arrastrarme. Se me ocurre que si lo
separara nuevamente en dos partes, obtendría una estructura por la cual podría
andar sobre mis piernas. Pero temo, es casi una certeza, que ya no quepa en la
habitación.
Hasta
ahora he utilizado solamente uno de los conductos, que la atraviesa de lado a
lado en forma rectilínea; pero hay otros, y siento tentación de meterme por
ellos. Me atemorizan los laberintos; tomo un cono de hilo, ato el extremo a la
manija de un cajón de la cómoda, y me introduzco en un conducto, que pronto
tuerce la dirección y me lleva a otros.
Son
blandos, sin dejar de ser metálicos; más que blandos, diría «muelles»; todavía se
presiente la acción de resortes. Me maldigo: no se me ocurrió traer una
linterna o, al menos, una caja de fósforos. La oscuridad se hizo total. Llevé,
trabajosamente, la mano al bolsillo del pantalón, y solté la carcajada. Un
movimiento reflejo, buscaba el encendedor en el bolsillo sin recordar que me
encuentro dentro de él.
«Debo
regresar a buscar la linterna», pensé, y ya me disponía a remontar el hilo,
para volver, cuando veo una débil luz ante mis ojos. «Una salida, o quizás el
mismo orificio por el que entré» -pienso y sigo arrastrándome hacia adelante,
hacia la luz; ésta se vuelve cada vez más fuerte.
Puedo
apreciar entonces cómo es el lugar en que me encuentro; no es exactamente un
túnel, en el sentido de conducto tubular cerrado; está compuesto por infinidad
de pequeños elementos, aunque hay grandes columnas metálicas, algunas más
anchas que mi cuerpo, que lo atraviesan; pero no puedo ver dónde comienzan ni
dónde terminan.
Sigo
avanzando y no logro llegar al exterior; la luz se va haciendo más intensa
-quiero decir que ahora es un poco más fuerte que la de una vela-; no logro aún
localizar su fuente.
Descubro
que puedo incorporarme, y camino -aunque ligeramente encorvado.
Escucho
gemidos.
«Es
la calle de los mendigos» -pienso-, y doy vuelta la esquina y veo la fuente de
luz -un farol-, y por encima las estrellas.
En
efecto, hay mendigos suplicantes y con ulceraciones en brazos y piernas, la
calle es empedrada, y empinada; los comercios están cerrados, las cortinas
metálicas bajas.
«Debo
buscar un bar que esté abierto» -pienso-. «Necesito cigarrillos, y fósforos»
2 comentarios:
INMENSO !!!
Totalmente Ruben!
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