Cada vez que la mujer felizmente casada salía, se preguntaba cómo sería dormir con otro hombre. Ese fin de semana estaba decidida a descubrirlo. Era diciembre; sintió que se corría un telón sobre otro año. Quería hacer eso antes de ponerse demasiado vieja. Estaba segura de que se iba a desilusionar.
El viernes a la noche tomó
el tren a la ciudad, se sentó a leer en un vagón de primera clase. El libro no
llegó a interesarle; ya podía prever el final. Del otro lado de la ventana, las
casas iluminadas pasaban veloces en la oscuridad. Había dejado afuera un plato
de macarrones y queso para los chicos, había ido a buscar a la tintorería los
trajes de su marido. Le había dicho que iba a hacer las compras de Navidad. No
había razón para que no confiara en ella.
Cuando llegó a la ciudad,
tomó un taxi hasta el hotel. Le dieron un cuarto pequeño y blanco, con vista a
Vicar’s Close, una de las calles más antiguas de Inglaterra, una hilera de
casas de piedra, con altas chimeneas de granito, donde vivía el clero. Esa
noche se sentó en el bar del hotel a beber tequila con lima. Los viejos leían
periódicos, no había mucho movimiento, pero no le importó, necesitaba una noche
de descanso. Se metió en la cama que pagó y cayó en un sueño sin sueños, y se
despertó con el sonido de las campanas que repicaban en la catedral.
El sábado fue hasta el
shopping. Las familias habían salido a empujar cochecitos, a través de la
muchedumbre matinal, un espeso torrente de personas que circulaba por las
puertas automáticas. Compró regalos inusuales para los chicos, cosas que pensó
no iban a imaginarse. Al hijo mayor le compró una afeitadora eléctrica —ya era
hora—, un atlas para la niña y, para su marido, un costoso reloj de oro con
esfera plana y blanca.
A la tarde se vistió, se
puso un vestido color ciruela, tacos altos, su lápiz labial más oscuro y volvió
al centro. Una canción de fonola, «La balada de Lucy Jordan», la atrajo al pub,
una cárcel transformada, con barrotes en las ventanas y un techo bajo
brillante. En un rincón, titilaban las máquinas tragamonedas y, en el momento
en que se sentó en el taburete junto a la barra, por la canaleta cayó un montón
de monedas.
—Hola —le dijo el tipo que
estaba sentado al lado de ella—. No te había visto antes.
Tenía tez rojiza, una
cadena de oro debajo de la camisa hawaiana de cuello abierto, cabello color
barro y su vaso estaba casi vacío.
—¿Qué estás tomando?
—preguntó ella.
Resultó ser un verdadero
parlanchín. Le contó la historia de su vida, que trabajaba por las noches en un
geriátrico. Que vivía solo, era huérfano, que no tenía familiares, salvo un
primo lejano al que nunca había conocido. No llevaba anillo en el dedo.
—Soy el hombre más
solitario del mundo —dijo—. ¿Qué hay de ti?
—Soy casada —le dijo,
antes de saber lo que estaba diciendo.
Él se rio.
—Juguemos al pool.
—No sé jugar.
—No importa —dijo el
hombre—. Te enseñaré. Vas a embocar esa negra antes de darte cuenta.
Puso monedas en una ranura
y tiró de algo, y un pequeño estruendo de bolas de billar se derramó dentro de
un agujero oscuro debajo de la mesa.
—Rayadas y lisas[1] —dijo,
poniéndole tiza al taco—. O eres unas o eres otras. Yo empiezo.
Le enseñó a inclinarse y
medir la bola, a observar la bola del taco cuando le daba, pero no la dejó
ganar ni un juego. Cuando ella fue al baño, estaba borracha. No pudo encontrar
la punta del papel higiénico. Apoyó la frente contra el frío del espejo. No
recordaba haber estado tan borracha alguna vez. Bebieron sus copas y salieron.
El aire le dolía en los pulmones. Las nubes se estrellaban unas contra otras en
el cielo. Dejó caer la cabeza hacia atrás para verlas. Deseó que el mundo
pudiera volverse de un rojo fantástico y escandaloso para combinar con su
humor.
—Caminemos —dijo él—. Te
llevaré a dar una vuelta.
Caminó a la par de él,
oyendo el crujido de su campera de cuero, mientras él la guiaba por una vereda
donde se curvaba el foso que había alrededor de la catedral. Afuera del Palacio
del Obispo había un viejo que vendía pan duro para los pájaros. Le compraron y
se quedaron junto al borde del agua, alimentando a cinco cisnes cuyas plumas se
estaban poniendo blancas. Unos patos marrones cruzaron el agua volando y
aterrizaron en el foso con un leve y delicado movimiento. En el momento en que
un labrador negro se apareció a los saltos por la vereda, un desorden de
palomas levantó vuelo al mismo tiempo, y se posó mágicamente sobre los árboles.
—Me siento como si fuera
San Francisco de Asís — dijo ella riéndose.
Empezó a llover; sintió
que la lluvia caía sobre su rostro como si fuera pequeñas descargas eléctricas.
Volvieron sobre sus pasos hasta el mercado, donde se habían montado puestos
protegidos por una lona alquitranada. Vendían de todo: libros hediondos de
segunda mano y porcelana, grandes estrellas federales rojas, coronas navideñas,
adornos de cobre, pescado fresco que yacía sobre hielo, con ojos muertos.
—Ven a casa —le dijo él—.
Te cocinaré.
—¿Me cocinarás?
—¿Comes pescado?
—Como de todo —dijo la
mujer y él parecía divertido.
—Conozco a las de tu tipo
—dijo el hombre—. Eres salvaje. Eres una de esas mujeres salvajes de clase
media.
Escogió una trucha que se
veía como si todavía estuviese viva. El pescadero le cortó la cabeza y la
envolvió en papel metalizado. A una mujer italiana que atendía el puesto al
final de la feria el hombre le compró un frasco de aceitunas negras y un pedazo
de queso feta. Compró limas y café de Colombia. Siempre, cuando pasaban delante
de los puestos, le preguntaba a ella si quería algo. Era desprendido con el
dinero, lo llevaba arrugado en los bolsillos, como si fuera facturas viejas, ni
siquiera alisaba los billetes cuando los daba. Camino a la casa de él, se
detuvieron en una licorería, compraron dos botellas de Chianti y un número de
la lotería, todo lo cual ella insistió en pagar.
—Si ganamos, dividimos
—dijo la mujer—. Vamos a las Bahamas.
—Sí, puedes esperar
sentada —le dijo el hombre y la vio cruzar la puerta que él le había abierto.
Pasearon por calles adoquinadas, dejaron atrás una barbería en la que un
hombre, sentado con la cabeza hacia atrás, estaba siendo afeitado. Las calles
se hicieron angostas y serpenteantes: ahora estaban fuera de la ciudad.
—¿Vives en los suburbios?
—preguntó la mujer.
Él no respondió, siguió
caminando. La mujer sintió el olor del pescado. Cuando llegaron a un portón de
hierro forjado, él le dijo «dobla a la izquierda». Pasaron debajo de una arcada
que daba a un callejón sin salida. Él abrió la puerta de una casa de esa cuadra
y la siguió escaleras arriba en dirección al piso más alto.
—Sigue caminando —le
decía, cuando ella se detenía en los descansos. Ella se reía nerviosa y subía,
volvía a reírse nerviosa y volvía a subir. Arriba de todo se detuvo.
La puerta necesitaba
aceite; los goznes chirriaron cuando se abrió. Las paredes del departamento no
tenían adornos y estaban amarillentas, los alféizares estaban polvorientos. En
la pileta de la cocina había una taza sucia. Un gato persa blanco saltó de un
sofá en la sala de estar. Estaba abandonado, como un lugar donde ya no viviera
nadie; olor a humedad, ningún signo de teléfono, ninguna foto, adornos, árbol
de Navidad. El gomero del living se arrastraba por la alfombra en dirección a
un cuadrado de luz que venía de la calle.
Había en el baño una gran
bañera de hierro fundido, con patas de acero azul.
—Un baño —dijo ella.
—¿Quieres un baño?
—preguntó el hombre—. Pruébala. La llenas y te metes. Vamos, adelante.
La mujer llenó la bañera,
mantuvo el agua tan caliente como pudo soportarla. Él entró y se desnudó hasta
la cintura, y se afeitó en el lavabo, dándole la espalda. Ella cerró los ojos y
lo escuchó batir la espuma de afeitar, golpear la navaja contra el lavabo,
afeitarse. Era como si ya lo hubieran hecho antes. Pensó que él era el hombre
menos amenazador que hubiese conocido. Se apretó la nariz y se deslizó debajo
del agua, oyendo cómo la sangre le bombeaba en la cabeza, el ajetreo y la nube
en su cerebro. Cuando emergió, él estaba ahí, entre el vapor, limpiándose
rastros de espuma de afeitar del mentón, sonriente.
—¿Te diviertes? —preguntó
él.
Cuando él se puso a
enjabonar una toalla de mano, ella se incorporó. El agua le caía por los
hombros y le chorreaba por las piernas. Él comenzó por los pies y fue subiendo,
enjabonándola lenta y enérgicamente. La mujer lucía bien a la luz amarilla de
la espuma; levantaba los pies y los brazos y, ante su requerimiento, se daba
vuelta como una niña. La hizo meterse nuevamente en el agua y la enjuagó. La
envolvió en una toalla.
—Ya sé lo que necesitas
—le dijo él—. Necesitas que te cuiden. No hay una sola mujer en el mundo que no
necesite que la cuiden. No te muevas —añadió y salió para volver con un peine y
comenzar a peinarle los nudos del cabello—. Mírate. Eres una verdadera rubia.
Tienes vello rubio, como un durazno. —Y los nudillos de él se deslizaron por su
nuca y siguieron por su columna.
Su cama era de bronce con
un acolchado blanco de duvet y fundas de almohada negras. Ella le desabrochó el
cinturón, se lo sacó de las presillas. La hebilla tintineó cuando tocó el
suelo. Lo liberó de los calzoncillos. Desnudo no era bello, aunque había algo
voluptuoso en él, algo inquebrantable y recio en su constitución. Tenía la piel
caliente.
—Suponte que eres América
—le dijo ella—. Yo seré Colón.
Debajo de la ropa de cama,
entre la humedad de los muslos del hombre, ella exploró su desnudez. El cuerpo
de él era una novedad. Cuando los pies de ella se enredaron en las sábanas, se
las sacó de encima. En la cama, ella tenía una fortaleza sorprendente, una
urgencia que lo lastimaba. Lo tomó del cabello y le llevó la cabeza hacia
atrás, borracha con el olor de un extraño jabón en el cuello de él. El hombre
la besó y la besó. No había ningún apuro. Sus palmas eran las manos ásperas de
un obrero. Lucharon contra su deseo, combatieron contra lo que al final les iba
a ganar.
Después, fumaron; ella no
había fumado en años, había dejado después del primer hijo. Se estiraba para
buscar el cenicero, cuando, debajo de su radio reloj, vio un cartucho de
escopeta.
—¿Qué es eso?
Lo levantó. Era más pesado
de lo que parecía.
—Ah, eso. Es algo que me
regalaron.
—Qué regalo —dijo la
mujer—. Parece que no solo te gustan los tiros del pool.
—Ven acá.
Ella se acurrucó contra él
y rápidamente se durmieron, el adorable sueño de niños, y se despertaron en la
oscuridad, hambrientos.
Mientras él se hacía cargo
de la cena, ella se sentó en el sofá, con el gato en el regazo, y miró un
documental sobre la Antártida, millas de nieve, pingüinos que arrastraban las
patas con vientos bajo cero, el Capitán Cook navegando en busca del continente
perdido. Él se apareció con una servilleta en el hombro y le ofreció una copa
de vino helado.
—Tú —le dijo— tienes algo
con los exploradores. —Y se inclinó sobre el respaldo del sofá y la besó.
—¿Con qué te ayudo?
—preguntó la mujer.
—Con nada —respondió él y
volvió a la cocina.
Ella bebió su vino y
sintió cómo el frío le bajaba por el estómago. Lo podía oír cortando verduras,
el hervor del agua sobre la hornalla. El olor de la cena flotó por los cuartos.
Coriandro, jugo de lima, cebollas. Podría seguir borracha; podría vivir así. Él
volvió y dispuso los cubiertos en la mesa, encendió una vela verde y gorda,
dobló las servilletas de papel. Se veían como pirámides pequeñas y blancas,
bajo la vigilancia de la llama. Ella apagó el televisor y acarició al gato. Su
pelo blanco cayó en la bata azul oscura, de talla mucho más grande que la suya.
Vio el humo del fuego de otro hombre del otro lado de la ventana, pero no pensó
en su marido, y su amante tampoco mencionó la vida hogareña de ella ni una vez.
En cambio, con ensalada
griega y trucha grillada, por alguna razón la conversación tuvo al infierno
como tema.
De niña, le habían dicho
que el infierno era diferente para cada persona, la peor de las situaciones
posibles que uno imaginara.
—Siempre pensé que el
infierno sería un sitio insoportablemente frío, en el cual una estaría medio
congelada, pero sin perder la conciencia y sin sentir verdaderamente nada —dijo
la mujer—. No habría nada, salvo un sol frío y el diablo, allí, mirándote.
Tembló y se sacudió.
Estaba colorada. Llevó la copa a sus labios e inclinó el cuello hacia atrás
mientras tragaba. Tenía un cuello hermoso y largo.
—En ese caso —dijo él—,
para mí, el infierno estaría desierto; no habría nadie. Ni siquiera el diablo.
Siempre quise considerar que el infierno está poblado. Todos mis amigos irán al
infierno.
El hombre le echó más
pimienta a su plato de ensalada y arrancó un pedazo blanco del centro del pan.
—En la escuela —dijo la
mujer, sacándole la piel a su trucha—, la monja nos dijo que el infierno iba a
durar toda la eternidad. Y cuando le preguntamos cuánto iba a durar la
eternidad, nos contestó: «Piensen en toda la arena del mundo, todas las playas,
toda la arena de las canteras, el lecho de los océanos, los desiertos. Ahora
imagínense todos esos granos en un reloj de arena, una clepsidra gigante. Si
por año cae un grano de arena, la eternidad es el lapso que a toda la arena del
mundo le toma atravesar ese vidrio». ¡Qué te parece! Nos aterrorizó. Éramos muy
niñas.
—Aún no crees en el
infierno —dijo él.
—No. ¿Qué te creíste?
Ojalá la hermana Emmanuel pudiera verme ahora, cogiéndome a un completo
desconocido. Qué risa —dijo y, sacándole una escama a la trucha, comió un
pedazo con las manos.
Él dejó los cubiertos de
lado, apoyó las manos sobre sus propios muslos y se la quedó mirando. Estaba
satisfecha, jugaba con la comida.
—De modo que piensas que
también todos tus amigos irán al infierno —dijo la mujer—. Qué bien.
—Pero no al de tu monja.
—¿Tienes muchos amigos?
Supongo que conoces gente del trabajo.
—A algunos —respondió—. ¿Y
tú?
—Tengo dos buenos amigos
—dijo ella—. Dos personas por quienes moriría.
—Tienes suerte —le dijo el
hombre, y se levantó para hacer el café.
Esa noche, él fue voraz,
entregándose totalmente a ella. No había nada que no habría hecho.
—Eres un amante generoso
—le dijo ella más tarde, pasándole un cigarrillo—. Eres muy generoso y punto.
El gato se trepó a la cama
y la sobresaltó. Había algo escalofriante en ese gato.
Las cenizas del cigarrillo
cayeron sobre el acolchado, pero estaban demasiado borrachos como para
preocuparse. Borrachos y descuidados y en la misma cama la misma noche. En
realidad, todo era muy simple. Del departamento de abajo comenzó a subir música
navideña. Canto gregoriano, monjes cantando.
—¿A quién tienes de
vecino?
—Oh, a una viejita. Sorda
como una tapia. Canta, también. Ahí abajo está en su mundo, tiene horarios
extraños.
Se dispusieron a dormir;
ella, con la cabeza apoyada en el hombro de él. Él le acariciaba el brazo,
arrullándola como a un animal. La mujer imitó el ronroneo de un gato, haciendo
sonar las erres de la manera en que le habían enseñado en las clases de
castellano, mientras el granizo golpeteaba contra los cristales de las
ventanas.
—Te voy a extrañar cuando
te vayas.
Ella no dijo nada, se
quedó ahí mirando cómo cambiaban los números rojos de la radio reloj hasta que
se quedó dormida.
El domingo la mujer se
despertó temprano. Durante la noche había caído una helada blanca. Se vistió,
lo observó dormir, con la cabeza sobre la almohada negra. En el baño, miró
dentro del botiquín. Estaba vacío. En el living, leyó los lomos de los libros.
Estaban ordenados alfabéticamente. Atravesando el pavimento traicionero, se
encaminó al hotel para pagar la cuenta. Se perdió y tuvo que preguntarle cómo
seguir a una señora de aspecto preocupado y con un caniche. En el lobby del
hotel resplandecía un gran árbol de Navidad. Su valija estaba abierta sobre la
cama. La ropa olía a humo de cigarrillo. Se duchó y se cambió. La mucama llamó
a las diez, pero ella le indicó que se fuera, le dijo que no la molestara, le
dijo que nadie debería trabajar los domingos.
En el lobby, se sentó en
la cabina de teléfono y llamó a su casa. Preguntó por los chicos, por el
tiempo, le preguntó a su marido cómo había sido su día, le contó los regalos
que les había comprado a los chicos. Volvería a los cuartos desordenados y
revueltos, a los pisos sucios, a las rodillas lastimadas, a un vestíbulo con
bicicletas y skates. Preguntas. Cortó, se dio cuenta de que detrás de ella
había una presencia que esperaba.
—Nunca dijiste adiós.
Ella sintió la respiración
de él en su cuello.
Ahí estaba, una gorra de
lana negra le cubría las orejas, ocultándole la frente.
—Dormías —respondió.
—Te escabulliste —le dijo
el hombre—. Eres discreta.
—Yo…
—¿Querías escabullirte
para almorzar y emborracharte? —dijo, empujándola dentro de la cabina y
besándola, un beso largo y húmedo—. Me desperté a la mañana con tu olor en las
sábanas —le dijo—. Fue hermoso.
—Envásalo —respondió ella—
y nos haremos ricos.
Almorzaron en un lugar con
paredes de dos metros, ventanas en arco y piso de lajas. Su mesa estaba al lado
del fuego. Comiendo carne asada con Yorkshire pudding, volvieron a
emborracharse, pero no hablaron mucho. Ella bebía Bloody Marys y le decía al
mozo que no fuera tímido con la salsa tabasco. Empezaron con cerveza, luego
pasaron a los gin tonics, todo lo que pudiese alejar la perspectiva inminente
de su separación.
—Por lo general, yo no
bebo así —dijo la mujer—. ¿Y tú?
—No —dijo él y le hizo una
seña al mozo para que trajera otra ronda.
Se tomaron más tiempo del
debido con el postre y los diarios dominicales. Vino la patrona y echó más leña
al fuego. En un momento dado, mientras daba vuelta la página del diario, ella
levantó la vista. Él le estaba mirando fijo la boca.
—Sonríe —dijo el hombre.
—¿Qué?
—Sonríe.
Sonrió y él se estiró para
poner la punta de su dedo índice contra los dientes de ella.
—Listo —le dijo,
mostrándole un pedacito de comida —. Ya está.
Cuando pasaron por el
mercado, caía una niebla espesa sobre la ciudad, tan espesa que ella apenas
podía leer los carteles. Los vendedores domingueros rezagados, salidos para
hacer las ventas de Navidad, mostraban sus porcelanas.
—¿Terminaste con las
compras de Navidad? —preguntó ella.
—No. ¿Acaso tengo a
alguien a quien regalarle algo? Soy huérfano. ¿Recuerdas?
—Lo siento.
—Vamos. Caminemos.
Él la tomó de la mano y la
condujo por una calle sucia que daba a un bosque negro, más allá de las casas.
Le apretaba la mano; a ella le dolían los dedos.
—Me estás lastimando —le
dijo.
Dejó de apretarla, pero no
se disculpó. La luz abandonaba el día. El atardecer avanzaba sobre el cielo,
sobornando a la luz para que oscureciese. Caminaron un buen rato sin hablar,
limitándose a sentir el silencio del domingo, oyendo a los árboles que se
tensaban contra el viento helado.
—Me casé una vez, estuve
en África de luna de miel —dijo repentinamente el hombre—. No duró. Tenía una
casa grande, muebles, de todo. Era una buena mujer; también, una maravillosa
jardinera. ¿Viste la planta esa que hay en mi living? Bueno, era suya. Durante
años estuve esperando que se muriese, pero la mierda esa sigue creciendo.
Ella recordó la planta que
reptaba por el piso, del tamaño de un hombre adulto, con una maceta no más
grande que una cacerola, las raíces secas enmarañadas sobre la maceta. Un
milagro que todavía estuviera viva.
—Hay cosas sobre las que
uno no tiene control —dijo el hombre, rascándose la cabeza—. Me dijo que sin
ella no duraría ni un año. Ja, se equivocó —agregó y la miró sonriéndole, una
extraña sonrisa de victoria.
Para entonces ya se habían
adentrado mucho en el bosque; salvo por el sonido de sus pasos sobre el camino
y por la franja de cielo entre los árboles, ella podría no haber estado segura
de dónde estaba el sendero. De pronto, él la agarró y la tiró debajo de los
árboles, la empujó contra un tronco. Ella no podía ver. Sintió la corteza a
través del abrigo, el vientre de él contra el suyo, pudo oler el gin en su
aliento.
—No me olvidarás —le dijo
él, sacándole el cabello de los ojos—. Dilo. Di que no me olvidarás.
—No te olvidaré.
En la oscuridad, pasó sus
dedos por el rostro de ella, como si fuera un ciego tratando de memorizarla.
—Tampoco yo te olvidaré.
Algo de ti quedará latiendo acá —dijo el hombre, tomándole la mano y poniéndola
dentro de su camisa. Ella sintió latir el corazón del hombre debajo de su piel
caliente. Él la besó entonces como si en la boca de ella hubiese algo que
quería. Palabras, probablemente. En ese momento repicaron las campanas de la
catedral y ella se preguntó qué hora era. Su tren partía a las seis, pero había
empacado todo, no había prisa.
—¿Ya dejaste el hotel?
—Sí —se rio ella—. Creen
que soy la pasajera más pulcra que jamás tuvieron. Mi equipaje está en el
lobby.
—Ven a mi casa. Te llamaré
un taxi, voy a despedirte.
Ella no estaba de ánimo
para sexo. Mentalmente, ya se había ido, se encontraba con su esposo en la
estación. Se sentía limpia, plena y afectuosa; lo único que ahora quería era un
buen sueñito en el tren. Pero, finalmente, no pudo pensar en ninguna razón para
no ir y, a modo de regalo de despedida, le dijo que sí.
Salieron de la oscuridad
del bosque, caminaron por Vicar’s Close y aparecieron debajo del foso, no lejos
del hotel. Había gaviotas. Revoloteaban sobre las aves acuáticas, se lanzaban
en picada y se apoderaban del pan que un grupo de estadounidenses les arrojaba
a los cisnes. Ella recogió la valija y caminó por las calles resbalosas hasta
la casa de él. Las habitaciones estaban frías. Los platos sucios del día
anterior habían quedado en remojo en la pileta, había un reborde de agua grasienta
sobre el aluminio. Un resto de luz se filtraba por el espacio que quedaba entre
las cortinas, pero el hombre no encendió la luz.
—Ven —le dijo.
Se sacó la campera y se
arrodilló ante ella. Le desabrochó las botas, desatando los cordones
lentamente, le sacó las medias, le bajó la bombacha hasta los tobillos. Se
incorporó y le abrió cuidadosamente la blusa, contempló los botones, le bajó el
cierre de la falda, deslizó el reloj de la mujer hasta tenerlo en la mano.
Luego, buscó debajo del cabello de ella y le sacó los aros. Eran aros
colgantes, hojas de oro que el marido le había regalado para su cumpleaños. La
desnudó; tenía todo el tiempo del mundo. Ella se sentía como una niña a la que
van a acostar. No tenía que hacer nada con él, para él. Ningún deber, lo único
era estar ahí.
—Acuéstate —le dijo.
Desnuda, se dejó caer
sobre el acolchado.
—Podría dormirme —dijo,
cerrando los ojos.
—Todavía no —respondió él.
El cuarto estaba frío,
pero él transpiraba; ella podía oler su transpiración. Con una mano, le inmovilizó
las muñecas por encima de la cabeza y le besó la garganta. Una gota de sudor
cayó sobre el cuello de ella. Se abrió un cajón y algo hizo un ruido metálico.
Esposas. La mujer se sobresaltó, pero no pensó con la suficiente rapidez como
para oponerse.
—Te va a gustar —le dijo
él—. Confía en mí.
La esposó a la cabecera de
la cama de bronce. Una parte de la mente de ella entró en pánico. Había en él
algo premeditado, algo callado y avasallador. Más gotas de sudor cayeron sobre
ella. Sintió el gusto picante de la sal en la piel de él. Retrocedía y
avanzaba, la hizo pedir más, acabar.
El hombre se levantó.
Salió y la dejó allí, esposada a la cabecera. Se encendió la luz de la cocina.
Ella olió el café, lo oyó cascar huevos. Volvió con una bandeja y se sentó a su
lado.
—Tengo que…
—No te muevas —dijo con
tranquilidad. Estaba absolutamente sereno.
—Sacame las…
—Shhhh —dijo—. Come. Come
antes de irte. —Y le extendió un pedazo de huevo revuelto pinchado a un
tenedor, y ella lo tragó. Tenía gusto a sal y pimienta. Volvió la cabeza. En el
reloj se leía 5.32.
—Dios, mira la hora que…
—No blasfemes —le dijo—.
Come. Y bebe. Bebe esto. Ya traigo las llaves.
—¿Por qué no…?
—Vamos, bebe. Anda. Bebí
contigo, ¿recuerdas? Todavía esposada, bebió el café de la taza que él le
acercó a la boca. Fue apenas un minuto. Sintió una sensación cálida y oscura, y
luego se durmió.
Cuando despertó, él estaba
de pie, en la brutal luz fluorescente, vistiéndose. Seguía esposada a la cama.
Trató de hablar, pero estaba amordazada. Uno de sus tobillos también estaba
esposado a la pata de la cama con otro par de esposas. Él continuaba
vistiéndose, abrochándose la camisa de jean.
—Tengo que ir a trabajar
—dijo, atándose los cordones—. No tengo otra.
Salió y volvió con una
palangana.
—Por si te hace falta
—dijo, dejándola sobre la cama.
La arropó y luego la besó,
un beso rápido y normal, y apagó la luz. Se detuvo en el vestíbulo y se volvió
hacia ella. Su sombra se irguió amenazante sobre la cama. Ella abrió grandes
los ojos, suplicante. Trató de alcanzarlo con los ojos. Él estiró las manos y
le mostró las palmas.
—No es lo que crees —le
dijo—. No es para nada eso. Te amo. Trata de comprender.
Y entonces se dio media
vuelta y se fue. Lo oyó irse, lo oyó en las escaleras, un cierre relámpago que
se cerraba. La luz del vestíbulo se apagó, el portazo, lo oyó caminar sobre el
pavimento, los pasos menguantes.
Frenética, hizo lo que
pudo para sacarse las esposas. Hizo de todo para liberarse. Era una mujer
fuerte. Intentó separar la cabecera, pero cuando logró zafar de un codazo la
sábana, descubrió que estaba sujeta con pernos al elástico. Durante un buen
rato se sacudió en la cama. Quería gritar «¡Fuego!». Eso es lo que la policía
les decía a las mujeres que gritaran en una emergencia, pero, con la venda, no
podía articular. Se las arregló para apoyar el pie libre en el suelo y para
patear sobre la alfombra. Luego se acordó de la abuela sorda del piso de abajo.
Pasaron horas antes de que se calmase para pensar y oír. Su respiración se
estabilizó. Oyó que en el cuarto de al lado la cortina golpeaba. Él había
dejado abierta la ventana. Con la conmoción, el acolchado había caído al piso y
ella estaba desnuda. No podía alcanzarlo. Entraba frío, inundando la casa,
llenando los cuartos. Tembló. El aire frío baja, pensó. De a poco, los
temblores pasaron. Un entumecimiento persistente le fue ganando el cuerpo; se
imaginó que la sangre reducía la velocidad en sus venas, que el corazón se le
encogía. El gato saltó y aterrizó en la cama, trazando círculos sobre el colchón.
Su rabia embotada se transformó en terror. Eso también pasó. Ahora, la cortina
de la habitación de al lado golpeaba más rápido: el viento era más fuerte.
Pensó en el hombre y no sintió nada. Pensó en su esposo y en sus hijos. Tal vez
nunca la encontrarían. Tal vez nunca volvería a verlos. No importaba. Podía ver
su propio aliento en la oscuridad, sentir el frío que le atenazaba la cabeza.
Empezaba a emerger sobre ella un frío y lento sol que iluminaba el este. ¿Era
su imaginación o era la nieve que caía más allá de los vidrios de las ventanas?
Contempló el reloj sobre la mesa de luz, los números rojos que cambiaban. El
gato la observaba, sus ojos oscuros como semillas de manzana. Pensó en la
Antártida, en la nieve y en el hielo y en los cuerpos de los exploradores
muertos. Luego pensó en el infierno; después, en la eternidad.
Que lo disfruten,
Carmen
[1] Stripes and Solids, en
el original. El personaje se refiere a una variante del pool según la cual,
luego de que los jugadores eligen bolas rayadas o lisas, uno de ellos señala
qué bola va a embocar en la tronera. Si lo hace, el otro jugador debe beber un
número de tragos de cerveza que se corresponda con el número de la bola. Pero
si el primer jugador no lo logra, es él quien debe beber la cerveza. El sentido
del juego es emborrachar al contrincante. (N. del T.)
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